Carmen Herrera, artista de origen cubano que alcanzó la fama a los 89 años, muere a los 106

La pintora abstraccionista Carmen Herrera, a los 94 años, en Manhattan, el 9 de diciembre de 2009. (Todd Heisler/The New York Times)
La pintora abstraccionista Carmen Herrera, a los 94 años, en Manhattan, el 9 de diciembre de 2009. (Todd Heisler/The New York Times)

Carmen Herrera, una artista cubana que pintó formas geométricas abstractas en París y Nueva York y pasó desapercibida casi toda su larga vida hasta que saltó a la fama internacional después de que sus lienzos comenzaron a venderse cuando tenía 89 años, murió el sábado en el apartamento monoambiente del Lower Manhattan que fue su hogar durante 60 años. Tenía 106 años.

Antonio Bechara, artista, amigo y su representante legal, confirmó su muerte.

En un mundo artístico que adora lo nuevo y lo joven, Herrera llegó a una edad avanzada sin que la tomaran en cuenta los mercados comerciales y tan solo saboreó los placeres solitarios de todos los artistas atribulados: crear maravillas para sí misma.

El paso de los años se convirtió en décadas y luego en medio siglo. Con paciencia, sus pinceles produjeron configuraciones geométricas minimalistas, como haikus visuales, en un blanco y negro crudo y posteriormente en colores radiantes: triángulos y trapezoides, conchas curvilíneas, rondos y diamantes que flotan en el universo de un lienzo blanco inmaculado.

En el París de la posguerra, Herrera expuso en el Salon des Réalites Nouvelles, el recinto para los artistas abstractos. En Nueva York, encontró espacio en escaparates de galerías, exposiciones en aceras, en cualquier lugar donde pudieran verla. Años más tarde, su obra fue expuesta en el Museo Alternativo en East Village y el Museo del Barrio en East Harlem. Hubo reseñas breves pero favorables, aunque ningún comprador.

No obstante, Herrera perseveró. Tuvo una vida frugal en su apartamento, donde guardó en armarios su colección de lienzos enrollados y siguió pintando, con el apoyo de su marido, Jesse Lowenthal, quien fue maestro de inglés en el bachillerato Stuyvesant High School en Manhattan durante 45 años hasta su muerte en 2000. Entonces, la suerte de Herrera cambió, casi de la noche a la mañana.

En 2004, Bechara le recomendó su obra a Frederico Sève, el dueño de origen brasileño de Latin Collector Gallery en la calle Hudson en TriBeCa, quien ha sido un defensor de los artistas latinoamericanos durante años y estaba montando una exposición para tres artistas latinas.

Carmen Herrera en su estudio de Nueva York, el 7 de abril de 2016. (Todd Heisler/The New York Times)
Carmen Herrera en su estudio de Nueva York, el 7 de abril de 2016. (Todd Heisler/The New York Times)

En una breve reseña para The New York Times, Holland Cotter escribió: “Esta exposición espléndida y fresca recoge un hilo de abstracción geométrica en el arte latinoamericano del siglo XX y lo sigue hasta la obra de tres mujeres que han realizado contribuciones significativas para la historia de ese arte”.

“La artista de mayor edad”, continuó Cotter, “quien también es la menos conocida, es Carmen Herrera, nacida en Cuba en 1915 y residente de la ciudad de Nueva York desde 1954. Su estilo declarativo, ingenioso y cercano al movimiento pictórico “hard edge”, tiene puntos de contacto con las obras de Mondrian, Ellsworth Kelly, y el arte óptico, pero su conexión más inmediata es con la obra neoconcreta vanguardista de artistas como Lygia Clark y Hélio Oiticica, quienes prosperaron en Brasil después de la Segunda Guerra Mundial”.

La reacción a la exposición fue inmediata. Ella Fontanals-Cisneros, una coleccionista nacida en Cuba que tenía una fundación de arte en Miami, compró cinco pinturas de Herrera. Estrellita Brodsky, otra prominente coleccionista, compró cinco más. Agnes Gund, la filántropa y presidenta emérita del Museo de Arte Moderno de Nueva York también compró varias y, con Bechara, donó al MoMA (acrónimo en inglés de este museo) una de las pinturas en blanco y negro de Herrera.

A los elogios en publicaciones de arte y la prensa en general les siguieron exposiciones en solitario en Nueva York y Londres. Una retrospectiva itinerante de Herrera fue un éxito en toda Europa. Las colecciones permanentes del MoMA, el Museo Hirshhorn en Washington, el Tate Modern en Londres y el Centro de Arte Walker en Minneapolis adquirieron sus obras. También hubo coleccionistas privados que se abalanzaron sobre su obra. Los periodistas clamaban por entrevistas.

El valor de sus pinturas se disparó. Para 2009, cada una costaba 50.000 dólares y subieron hasta 160.000 dólares para 2014, sumas inimaginables cuando Herrera tenía ochenta y tantos. The Observer de Londres dijo que su obra era el descubrimiento de la década y cuestionó: “¿Cómo fue que nos perdimos de estas brillantes composiciones?”.

Una gran parte del dinero nuevo fue para asistentes que trabajaban las 24 horas, lo cual le permitió a Herrera mantener el monoambiente-estudio que para ese entonces había ocupado durante casi cinco décadas. “El dinero es útil porque al final de la vida, para mi sorpresa, se necesita mucha ayuda”, le comentó Herrera a The Telegraph de Londres. “De otra manera habría terminado en un asilo. Y eso me da pavor”.

Para cuando tenía 94 años, Herrera, delgada como una escultura de Giacometti, con lentes de armazón de alambre y el pelo color blanco hueso y a la altura de los hombros, estaba confinada en su casa, una mujer majestuosa en silla de ruedas, aquejada por la artritis, pero con el pincel en mano. ¿Cómo había perseverado después de décadas de ser desconocida?

“Lo hago porque debo hacerlo; es una compulsión que también me da placer”, le comentó al Times en 2009. “En la vida, nunca tuve ninguna idea del dinero y pensaba que la fama era algo muy vulgar. Así que tan solo trabajé y esperé. Y al final de mi vida, estoy recibiendo mucho reconocimiento, algo que me sorprende y me complace, de hecho”.

En 2015, cuando cumplió 100 años, el estatus de Herrera en el canon del arte moderno quedó confirmado gracias al lanzamiento de un documental de media hora, “The 100 Years Show”, de Alison Klayman, y a la inclusión de su díptico, “Blanco y Verde” (1959), junto con obras de Ellsworth Kelly, Frank Stella, Agnes Martin y Jasper Johns, cuando el Museo Whitney de Arte Estadounidense abrió sus nuevas puertas en el Meatpacking District de Manhattan.

“Ya era hora”, le comentó Herrera a un reportero mientras bebía un whisky en su apartamento ubicado en la calle 19 East, cerca de Union Square. “Hay un dicho que dice que esperes el autobús y va a llegar. Yo esperé casi cien años”.

Carmen Herrera nació el 31 de mayo de 1915 en La Habana, hija de Antonio Xavier Herrera y Carmen Nieto. Su padre fue el editor fundador de El Mundo, un periódico de La Habana, y su madre fue reportera de ese diario. Carmen creció en un hogar próspero y sofisticado, rodeada de arte, música y literatura. Langston Hughes, el poeta y líder del Renacimiento de Harlem, alguna vez visitó su casa.

Herrera aprendió francés e inglés y estudió arte en La Habana, luego asistió a la Escuela Internacional Marymount en París para su educación secundaria. Posteriormente, estudió arquitectura en la Universidad de La Habana, pero abandonó la carrera en medio del caos que rodeó el ascenso del dictador militar Fulgencio Batista. En 1939, Herrera se casó con Lowenthal, quien viajó a Cuba desde Nueva York. Nunca tuvieron hijos; a Herrera le sobreviven un sobrino y una sobrina, comentó Bechara.

Después de casarse y mudarse a Nueva York, Herrera estudió en la Liga de Estudiantes de Arte durante varios años. Luego, de 1948 a 1953, Herrera y su marido vivieron en París y ahí desarrolló un estilo de colores audaces y formas geométricas muy definidas. Su obra se exhibió con la de Josef Albers, Jean Arp y otros artistas abstractos de la posguerra.

Sin embargo, para cuando regresó a Nueva York en 1954, su visión de las formas geométricas abstractas había dado un giro fatídico, al volverse más sencilla en su concepción, a menudo en blanco y negro, con una tendencia hacia el estilo minimalista, en contraste con las obras exuberantes de amigos como los expresionistas abstractos Barnett Newman, Mark Rothko y Willem de Kooning, cuyos gestos marcados en los lienzos cada vez eran más populares.

“Los prejuicios que tenían algunos de los dueños de las galerías en contra de las mujeres y los artistas latinoamericanos la pusieron en desventaja, al igual que el hecho de que sus obras —algunas de las cuales presagiaron las tendencias posteriores del arte óptico y el minimalismo ‘hard edge’— estaban desfasadas con la moda del periodo del expresionismo abstracto”, escribió John M. Cunningham en una semblanza de Herrera para la Enciclopedia Británica.

Sin embargo, Herrera siguió su visión y, aunque no se vendían sus pinturas, los críticos notaron lo que estaba haciendo.

En 1966, Hilton Kramer les mencionó a los lectores del Times: “Dentro de los límites de los modos geométricos y del estilo ‘hard edge’, el éxito de un pintor a menudo depende de un cálculo correcto de cuán posibles son las innovaciones personales dentro de las convenciones impersonales de estos estilos. Herrera muestra una comprensión astuta de este problema y de ahí que sea capaz de conferir algo distintivamente suyo”.

En 2015, cuatro décadas más tarde, la crítica del Times Grace Glueck fue más precisa en su argumento. “La abstraccionista Carmen Herrera produce pinturas minimalistas pero elocuentes cuya fuerza proviene de sus intensas fusiones de color y forma ascética”, escribió. “Durante su larga carrera, Herrera ha logrado una rara hazaña: ha podido imbuir emoción y espíritu a su modo de arte ascético y normalmente impersonal”.

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