Estaba cansada y se tambaleaba, pero no era la edad
NUEVA YORK.— “Tu recuento de células sanguíneas es peligrosamente bajo”, dijo la doctora por teléfono. “Voy a enviar una ambulancia para que te lleve al hospital, porque obviamente no puedes conducir”. Su voz era tranquila pero decidida. La mujer al otro lado de la línea se quedó callada un momento, y luego dijo: “De acuerdo, iré, pero no necesito una ambulancia. Tengo una amiga que puede llevarme”.
La mujer, de 73 años, llamó a su vecina más cercana, quien vivía a menos de un kilómetro de distancia, en el pueblo rural de Salisbury, Connecticut. Hablaban todos los días, y ella le había descrito lo cansada que se sentía últimamente. Su amiga la animó a llamar a su médica, e incluso se ofreció varias veces a llevarla a urgencias del cercano Hospital de Sharon. La mujer siempre se negaba: “Creo que me siento mejor”, decía. Pero ahora, incluso ella tenía que reconocer que ya no se veía ni se sentía como la persona que fue: alguien que, hasta su jubilación dos años antes, enseñaba ciencias a estudiantes revoltosos de secundaria. Finalmente, dijo que cuando su amiga contestó el teléfono, estaba lista para ir a urgencias.
La mujer no estaba segura de cuándo empezó a sentirse mal; hacía un mes, quizá dos. “A mi edad”, me dijo hace poco, “no puedes esperar sentirte bien todos los días”. Pero un par de semanas antes de la llamada de su médica, ocurrió algo que la hizo preguntarse si sus síntomas tenían que ver con algo más que el simple hecho de envejecer. Era temprano una mañana de junio y había ido a la consulta del veterinario a recoger un medicamento para su perro anciano. De vuelta al auto, se encontró con una amiga, y mientras conversaban despreocupadamente sobre perros y niños, la mujer palideció de repente. Se tambaleaba peligrosamente. Su amiga la agarró y, rodeándola con un brazo, la ayudó a regresar al edificio.
Un asistente veterinario salió corriendo a ayudarla. La mujer estaba desplomada en una silla, con el rostro pálido y la mirada extrañamente desenfocada. Su tensión arterial era anormalmente baja. Cuando volvió lentamente en sí, su primera reacción fue de vergüenza. No le gustaba ser el centro de atención, y allí estaba, rodeada de caras preocupadas. “Estoy bien, de verdad”, decía una y otra vez. Pero ella sabía, y ellos sabían, que no era cierto. Bebió a sorbos el agua que le dieron y el color volvió a su rostro. Cuando se sintió lo suficientemente bien como para ponerse de pie, su amiga se ofreció a llevarla a casa.
La mujer fue a una consulta con su médica la semana siguiente. Kristie Schmidt era su doctora desde hacía casi dos décadas y la había atendido durante ataques cardíacos y una variedad de otras afecciones del corazón. Enseguida notó que, aunque la mujer se mostraba tan agradable como siempre, se movía con un poco más de lentitud y cuidado que unos meses antes. Y estaba pálida. La paciente le dijo que estaba cansada y que se sentía inestable al caminar. Notó que se quedaba sin aliento con solo pasear con sus perros. Últimamente, se había despertado varias noches cubierta de tanto sudor que tuvo que cambiarse el pijama.
Una búsqueda apresurada
Schmidt se preocupó y envió a la mujer a hacerse un análisis de sangre. Supuso que la paciente tenía anemia. Pero si era así, ¿por qué? ¿Por dónde perdía sangre? Era posmenopáusica cuando llegó a su consulta por primera vez, así que esta nueva anemia no estaba relacionada con la pérdida de sangre menstrual. A esa edad, la malignidad siempre estaba en la lista de posibilidades de casi cualquier síntoma nuevo. Envió a la paciente al laboratorio para comprobar el recuento de glóbulos rojos y, como vivían en la zona rural de Connecticut y la mujer salía a menudo de excursión al bosque con sus perros, también le hizo también la prueba de la enfermedad de Lyme.
Los resultados llegaron al día siguiente. No tenía la enfermedad de Lyme, pero estaba ligeramente anémica. ¿Eso era suficiente para que se sintiera tan mal? Era delgada y delicada; en opinión de su médica, una especie de flor de invernadero. El siguiente paso fue buscar sangre en las heces de la paciente. El cáncer de colon es el tercero más frecuente en Estados Unidos y, dado que puede presentar pocos síntomas hasta que alcanza una fase avanzada, es la segunda causa más común de muerte por cáncer. Tardaron otro día en recibir los resultados del análisis de heces. No había sangre. Schmidt decidió esperar unos días más y repetir el hemograma para descartar un falso positivo y buscar otras posibles causas de su anemia, suponiendo que fuera real. Fueron esos resultados, que mostraban un drástico descenso de su ya bajo recuento de glóbulos rojos, los que desencadenaron la llamada telefónica.
Su amiga la llevó al Hospital Sharon. Su hemograma había bajado aún más en las últimas 24 horas. Su presión arterial también estaba muy baja. Le administraron líquidos y le transfundieron sangre.
Después de descartar la enfermedad de Lyme, Schmidt añadió pruebas: una para buscar indicios de inflamación y, como veía a muchos pacientes con infecciones transmitidas por garrapatas, ordenó otras para buscar ehrlichiosis, anaplasmosis y babesiosis. Las dos primeras están causadas por bacterias y se caracterizan por fiebre, dolores musculares, fatiga, náuseas y vómitos. La ehrlichia también puede causar una erupción. La babesiosis está causada por un parásito, normalmente Babesia microti. Estos diminutos organismos invaden los glóbulos rojos y se reproducen allí. Cuando maduran, la nueva generación de parásitos sale de las células e infecta a otros en la circulación. Los resultados de las pruebas no se hicieron esperar. No era ehrlichia ni anaplasma. Pero un frotis de sangre reveló la presencia del parásito Babesia en el 1% de sus glóbulos rojos: más de 200 mil millones de organismos.
La infección por este parásito a veces es asintomática, pero en muchos pacientes provoca una enfermedad similar a la gripe. Es más frecuente en zonas más conocidas por la enfermedad de Lyme —el noreste y medio oeste de Estados Unidos—, porque la transmite la misma garrapata: la garrapata del ciervo de patas negras, Ixodes scapularis. Dado que la infección aguda puede ser asintomática, el diagnóstico puede ser difícil de conseguir y retrasarse. Esta paciente tenía varios síntomas: fatiga, dificultad para respirar, sudores nocturnos y malestar general. Pero no se dio cuenta de que estaba enferma hasta que casi se desmaya.
Síntomas persistentes
En la sala de urgencias, la paciente recibió un medicamento para tratar las infecciones parasitarias llamado Atovacuona y un antibiótico, Azitromicina, durante 10 días. Debido a la disminución significativa de su recuento sanguíneo y a la presión arterial persistentemente baja que esto le causó, ingresó al hospital.
No estuvo allí por mucho tiempo. No quería quedarse por mucho tiempo. Estaba preocupada por sus perros, que envejecían, y sencillamente odiaba estar en el hospital. El médico que la trataba en el hospital le permitió irse con la condición de que le llamara al día siguiente y volviera si seguía sintiéndose cansada y desequilibrada.
La paciente hizo la llamada requerida al día siguiente, informando de que se encontraba mucho mejor. Seguía estando muy cansada y adolorida. Y notó, aunque no lo comunicó, que su memoria y su pensamiento parecían un poco confusos. Los organismos de la babesia, o al menos su ADN, aparecieron en sus análisis de sangre durante otros tres meses. Su fatiga tardó aún más en mejorar.
Pero incluso ahora, casi tres años después de la infección, la paciente siente que algunos síntomas persisten. Sigue estando más cansada de lo que cree que debería, aunque reconoce que la edad probablemente influye. Aun así, tiene amigos de su edad y mayores que siguen siendo muy enérgicos. Le preocupa más la confusión mental y los problemas de memoria que siguen afectándola.
Según estudios, cerca de la mitad de los pacientes que desarrollan babesiosis tendrán alguna complicación neurológica durante su enfermedad, pero no encontré informes en la literatura médica de que este tipo de síntomas neurológicos persistan después de la recuperación. Aun así, esta paciente ha notado cambios reales tras su enfermedad. Conduce en raras ocasiones después de que se sintió perdida en una zona cercana a su casa que conocía bien. Pero se mantiene activa, participando en seminarios virtuales sobre religión y cambio climático, y hablando frecuentemente con amigos y vecinos.
“Y supongo que eso es suficiente”, me dijo encogiéndose un poco de hombros. “Supongo que tiene que serlo”.
Por Lisa Sanders
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