La bomba atómica, el exilio y una prueba de los lazos fraternales: Robert y Frank Oppenheimer

De vez en cuando, la ciencia sirve píldoras venenosas. Los conocimientos adquiridos en el curso de la exploración del funcionamiento de la naturaleza abren puertas que desearíamos que hubieran permanecido cerradas: durante gran parte del año pasado, nuestras noticias se llenaron de historias sobre cómo las superpotencias computacionales pueden crear “mentes” no humanas amorales que pueden aprender a pensar mejor que nosotros (¿y luego qué?). En la gran pantalla, la película Oppenheimer exploraba una amenaza con la que la gente ha vivido durante casi 80 años: cómo la energía del átomo puede desatarse para alimentar bombas inimaginablemente destructivas.

Cuando inventos potencialmente catastróficos amenazan a toda la humanidad, ¿quién decide cómo (o si) se utilizan? Cuando incluso los científicos utilizan términos como “extinción humana”, ¿la voz de quién importa?

Estas preguntas son el núcleo de la película Oppenheimer, un éxito de taquilla nominado a más de una docena de premios Oscar. A mí, la película me impactó por una razón diferente. Pasé una gran cantidad de tiempo con Frank Oppenheimer durante los últimos 15 años de su vida. Aunque nunca conocí a su hermano Robert, Frank seguía angustiado por lo que consideraba la oportunidad desaprovechada por Robert de entablar conversaciones francas con la población mundial sobre cómo protegerse bajo la sombra de esta nueva amenaza.

Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los lazos emocionales entre los hermanos (Robert —el “padre de la bomba atómica”— y su hermano menor, Frank —el “tío” de la bomba, como él mismo se llamaba con picardía—) fueron tensos y durante un tiempo incluso se fracturaron. Ambos esperaban que la naciente tecnología nuclear permaneciera bajo control mundial y pacífico. Ambos esperaban que el horror de las armas que habían ayudado a construir condujera a un mundo sin guerras.

Estaban en el mismo bando, pero no en la misma página cuando se trataba de las tácticas.

Robert —cuya fama se disparó tras la guerra— creía que las decisiones debían dejarse en manos de expertos que entendieran los problemas y tuvieran poder para hacer que las cosas sucedieran, es decir, gente como él. Frank creía con la misma ferocidad que había que involucrar a la gente común. Para ganar la guerra hacían falta todos, argumentaba, y para ganar la paz harían falta todos también.

Al final, ambos perdieron. Ambos pagaron por sus esfuerzos con sus carreras (aunque Frank acabó resucitando sus ideas como un “museo de ciencia para la gente” que tuvo repercusión mundial).

Dado que la pregunta “¿Quién decide?” subyace en gran parte de las ciencias actuales en rápida evolución, la historia de los hermanos parece más fascinante y pertinente que nunca.

Educación ética

En muchos aspectos, los hermanos Oppenheimer eran muy parecidos. Ambos estudiaron física. Ambos fumaban sin parar. Ambos amaban el arte y la literatura. Ambos tenían penetrantes ojos azules, heredados de su madre, Ella Friedman Oppenheimer, una artista con una mano malformada siempre oculta dentro de un guante. Su padre, Julius, era patrono de la Sociedad para la Cultura Ética, dedicada al “amor a lo correcto”.

Compartían un apartamento en Manhattan con criadas, Renoirs y libros amontonados por los pasillos y en los cuartos de baño. A Ella le aterrorizaban los gérmenes, así que los tutores y los peluqueros a menudo acudían a ellos. A Frank le extirparon las amígdalas en su habitación. Ambos niños asistieron a escuelas de Cultura Ética en Nueva York, por lo que la moralidad formaba parte de su educación.

Pero también eran opuestos en otros aspectos.

Robert era, según admitió él mismo, “un niño untuoso y repulsivamente bueno”. Frank era cualquier cosa menos eso. Salía a escondidas por la noche para escalar las torres de agua de los tejados de Nueva York; para cuando ya estaba en secundaria, utilizaba la corriente eléctrica de la casa familiar para soldar cualquier metal que caía en sus manos. Desarmó el piano de su padre (y se pasó la noche en vela armándolo de nuevo).

Robert aprobó Harvard en tres años y obtuvo su doctorado en la Universidad de Gotinga dos años más tarde, en 1927, a los 23 años. Frank no obtuvo su doctorado hasta los 27. Robert era arrogante, quisquilloso respecto a con quienes se relacionaba. Frank hablaba con cualquiera, al punto de llegar a entablar amistad incluso con el agente del FBI que lo seguía.

Cuando Robert se incorporó al cuerpo docente de Caltech, se le describía como “una especie de santo patrón”, siempre en el centro del escenario, suave, elocuente, cautivador. Cuando Frank llegó a Caltech, muchos años después, para realizar estudios de posgrado, se le describía “al margen, con los hombros encorvados, la ropa desaliñada y deshilachada, los dedos aún sucios del laboratorio”.

Aun así, se querían mucho. Frank lloró cuando Robert se fue a hacer sus estudios de grado a Europa. Robert escribió a Frank que renunciaría con gusto a sus vacaciones “por una tarde contigo”. A su hermano pequeño le enviaba libros de física y química, un sextante, brújulas, un metrónomo, además de cartas llenas de sabiduría fraternal. Mi favorita: “Tratar de ser feliz es tratar de construir una máquina sin más especificaciones que la de funcionar silenciosamente”.

En verano, se retiraban a una cabaña en las montañas de Nuevo México, a la que Robert llamaba Perro Caliente. Cabalgaban por cumbres a 4.000 metros de altura, unos 1.600 kilómetros cada verano. Durante una cabalgata nocturna, Robert se cayó del caballo. “Estaba muy delgado”, dijo Frank. “Aquí estaba este pedacito de protoplasma en el suelo, sin moverse. Me asusté, pero él estaba bien”.

En un viaje por carretera de vuelta a Caltech, Frank volcó el vehículo y cayó en una zanja, a Robert se le quebró el brazo. Cuando Robert se detuvo en una tienda para comprar un cabestrillo, volvió con uno de color rojo brillante, para animar a su hermano pequeño, que sabía que se sentía mal por el accidente.

El mundo que les rodeaba era tenso, con el fascismo en auge en Alemania, Italia y España. La Depresión significaba que seguía habiendo gente sin trabajo. Robert se mantuvo al margen de la política, pero Frank se metió de lleno en ella. Se casó con una estudiante de la Universidad de Berkeley que era miembro de la Liga de Jóvenes Comunistas, luego él también se unió. Admiraba a los comunistas por tomarse en serio el desempleo —y por comprender las amenazas de Hitler y Mussolini—. Su punto de inflexión personal fue el trato que recibían los negros en una piscina pública de Pasadena: a los negros solo se les permitía entrar los miércoles; la piscina se vaciaba antes de que los blancos volvieran los jueves. Solo el Partido Comunista parecía preocupado.

Robert no aprobaba la decisión de Frank de unirse al partido, y tampoco la de su mujer, Jackie, a la que se refería como “esa mesera”. Acusó a Frank de ser “lento” porque tardó lo que Robert consideraba demasiado tiempo en obtener su doctorado. Calificó el matrimonio de Frank de “infantil”. Los sentimientos llegaron a ser mutuos. Jackie consideró más tarde a Robert y a su mujer, Kitty, pretenciosos, falsos y estirados.

Frank no tardó en darse cuenta de que no estaba hecho para ser comunista y lo dejó. Consideraba que el partido era demasiado autoritario y no estaba tan interesado en la justicia social como en las pequeñas discusiones. (Robert nunca se afilió, aunque Kitty había sido miembro del partido).

De la teoría cuántica a los desintegradores de átomos

Los dos hermanos trabajaban como físicos cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor en 1941. Robert, el teórico, compartía la revolucionaria física de la mecánica cuántica con sus colegas estadounidenses de Berkeley y Caltech, donde trabajaba conjuntamente. Frank, un experimentalista nato, trabajaba con Ernest Lawrence en Berkeley en el rápido desarrollo de la tecnología de los aceleradores de partículas —conocidos por algunos como “desintegradores de átomos”—.

Una vez que quedó claro que la enorme energía contenida en el núcleo atómico podía utilizarse para construir una bomba —y que la Alemania nazi bien podría estar haciendo precisamente eso—, el presidente Franklin Roosevelt aprobó un gran esfuerzo estadounidense para adelantarse a ellos: el Proyecto Manhattan. Todo el mundo se sorprendió cuando el general Leslie Groves nombró director a Robert. De la noche a la mañana, aquel joven etéreo que disfrutaba leyendo poesía en sánscrito se convirtió en el cabecilla de la mayor concentración de mentes brillantes jamás reunida: científicos de todo el mundo convocados a un laboratorio improvisado en una desolada meseta de Nuevo México, donde construirían una bomba atómica para detener a Hitler.

Frank, mientras tanto, trabajó con Lawrence en lo que denominó “pistas de carrera” (oficialmente calutrones), utilizados para extraer pequeñas pero vitales cantidades de uranio-235 puro de una sucia mezcla de isótopos, dirigiéndolos en círculos con imanes. El uranio-235, al igual que el plutonio-239, se desdobla fácilmente, justo lo que se necesitaba para desencadenar una reacción en cadena. Como nadie sabía cómo reunir una masa crítica para provocar una explosión, se buscaron dos diseños simultáneamente. La bomba de plutonio recibió el sobrenombre de Fat Man; la de uranio, Little Boy.

Frank ayudó a supervisar un enorme complejo para la separación de uranio en Oak Ridge, Tennessee. A Frank le caía bien el general Groves y a Groves, a su vez, le caía bien Frank, y más tarde lo defendió cuando fue expulsado de la física por sus ideas políticas.

A medida que se acercaba el momento de probar la bomba, Frank se unió a su hermano en el emplazamiento de Trinity, un desierto de matorrales secos que antes formaba parte del campo de bombardeo de Alamogordo. Frank, que veía su trabajo (irónicamente) como un “inspector de seguridad”, trazaba rutas de escape a través del desierto y se aseguraba de que los trabajadores llevaran cascos.

Finalmente, el 16 de julio de 1945, se dio el visto bueno. Tras una larga noche en vilo, viendo cómo la lluvia torrencial y los relámpagos se cernían sobre “el artilugio” —una bomba de plutonio Fat Man encaramada a una torre de 30 metros de altura—, se pulsó el proverbial (y literal) botón.

Los hermanos se tumbaron juntos en el búnker más cercano, a ocho kilómetros de distancia, con la cabeza hacia el suelo. Frank describió más tarde la “nube flotante sobrenatural. Era muy brillante y muy púrpura y muy impresionante ... y todos los truenos de la explosión rebotaban, rebotaban de un lado a otro en los acantilados y colinas. El eco continuaba y continuaba…” La nube, dijo, “parecía quedarse allí para siempre”.

Frank y su hermano se abrazaron: “Creo que nos dijimos: ‘Ha funcionado’”.

El 6 de agosto de 1945, Little Boy fue lanzado sobre la prístina ciudad de Hiroshima —que deliberadamente se había dejado intacta por las bombas estadounidenses, para evaluar mejor los daños—. En un instante, la ciudad quedó prácticamente arrasada, la gente reducida a cenizas carbonizadas, los supervivientes cojeando con la piel arrancada y colgando de sus cuerpos como harapos. Se calcula que unas 140.000 personas murieron en el ataque y en los meses posteriores, según las autoridades japonesas.

Frank se enteró de la noticia fuera de la oficina de su hermano en Los Álamos. “Hasta entonces creo que no había pensado realmente en toda esa gente aplastada”, dijo. El bombardeo estadounidense de Nagasaki con Fat Man, solo unos días después, elevó aún más el número de muertos.

Algunos físicos vieron su éxito como un fracaso moral. Sin embargo, muchos —incluidos Frank y Robert— también esperaban que esta nueva arma hiciera que la gente viera el mundo de otra manera; esperaban que, en última instancia, trajera la paz. “Aquellos eran los días en que todos brindábamos por una sola cosa”, dijo Robert: “‘No más guerras’”.

Arma intolerable

Después de la guerra, las vidas de los hermanos se separaron, impulsadas por las circunstancias, de formas dolorosas para ambos.

Robert era un héroe; se relacionaba fácilmente con los poderosos. Era el famoso jefe de Einstein —director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton—. Presidió un comité para asesorar al gobierno sobre un nuevo tipo de bomba mucho más potente: la bomba de hidrógeno. En lugar de dividir átomos, los fusionaba, utilizando la física de las estrellas. La bomba H podría ser 1.000 veces más potente que la Little Boy.

El comité de Robert votó unánimemente en contra de desarrollarla. “Los peligros extremos para la humanidad inherentes a esta propuesta superan totalmente cualquier ventaja militar que pudiera derivarse de esta arma”. La describieron como una “amenaza intolerable para el futuro de la raza humana”.

Frank, por su parte, se había incorporado al departamento de física de la Universidad de Minnesota, donde construía detectores para captar los rayos cósmicos procedentes del espacio con equipos atados a globos que perdía con frecuencia, pero que perseguía con denuedo por los bosques cubanos y otros lugares remotos. Estaba entusiasmado con su descubrimiento de que las partículas de los rayos cósmicos no eran simples protones, como la gente había supuesto, sino los núcleos de muchos elementos —desde el hidrógeno hasta el oro—, lo que implicaba que algunos se habían forjado en explosiones de supernovas.

Al mismo tiempo, daba discursos “por todo lado”, como él decía, intentando educar al público sobre las bombas nucleares, intentando explicar lo que significaba realmente 1.000 veces más potente. Habló ante banqueros, asociaciones cívicas, escuelas. Argumentó que la llamada gente “inteligente” no era tan diferente de los demás. La desconfianza del “hoi polloi”, pensaba Frank, se debía en gran parte a la tendencia de la gente a atribuir su propio éxito a una única característica personal, que luego “idolatran” y utilizan para medir a todos los demás con el mismo rasero.

Creía que la gente se educaría a sí misma si pensara que su voz importaba. “Todos hemos visto, especialmente durante la guerra, el enorme aumento de la capacidad de las personas que resulta del sentido de la responsabilidad”, dijo. La construcción de los calutrones durante la guerra había exigido formar a miles de personas “recién salidas de las granjas y los bosques para manejar y reparar los equipos más extraños y complicados”.

Pronto, su carrera de físico se vio truncada. El FBI había estado vigilando a ambos hermanos durante años, haciendo una pausa solo durante la guerra, cuando la inteligencia militar tomó el relevo. Los agentes los seguían a todas partes, pinchaban sus teléfonos y colocaban micrófonos en sus casas.

En 1949, Frank recibió una citación para comparecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes (HUAC, por sus siglas en inglés), donde se negó a utilizar la quinta enmienda, pero también se negó a testificar sobre nadie más que sobre sí mismo. Fue despedido del departamento de física de la Universidad de Minnesota, dejando el despacho del director entre lágrimas.

A pesar del apoyo de varios premios Nobel, del general Groves e incluso del entusiasta de la bomba H, Edward Teller, sus intentos por encontrar trabajo en otro lugar se vieron bloqueados en todo momento. Finalmente, un agente del FBI se lo dijo a Frank sin rodeos: si quería un trabajo, tenía que cooperar. “Entonces me di cuenta de lo que era el muro”.

Sin opciones, y con un recién comprado rancho para vivir en el “algún día”, Frank y Jackie se convirtieron en ganaderos serios, aprendiendo de los vecinos y de los manuales de veterinaria. (El FBI les pisaba los talones, acosando a los vecinos en busca de información, sugiriendo que estaban transmitiendo secretos atómicos a México). Mientras tanto, Frank pensaba y escribía sobre física y paz, derechos civiles, ética, educación y el papel fundamental de la honestidad en la ciencia y la vida pública.

Robert no aprobaba ninguna de las actividades de Frank. Pensaba que no había tiempo para involucrar al público en el debate; creía que podía utilizar su fama y poder para influir en la política de Washington hacia fines pacíficos. Frank expresó su disgusto por lo que consideraba el enfoque fútil y elitista de su hermano. Robert dejó claro que la idea de convertirse en ranchero le parecía un poco tonta —además de indigna para Frank—.

Frank sintió que ya no podía comunicarse con él. “Vi a mi hermano en Chicago”, escribió Frank a su mejor amigo Robert Wilson en Cornell en una carta sin fecha, probablemente de principios de los años cincuenta. “Me temo que me limité a divertirle un poco cuando, con amor fraternal, le dije que seguía confiando en que algún día él haría algo de lo que me sentiría orgulloso”.

Un hombre destruido

La ahora famosa caída de Robert fue rápida. Se han escrito muchos grandes libros sobre el tema (por no mencionar la colosal película de Christopher Nolan); en efecto, fue castigado por su oposición a la bomba H, probablemente también por su arrogancia e ingenuidad. Tras una serie de audiencias secretas, se revocó su acreditación de seguridad; era, según todos los indicios, un hombre arruinado.

No era algo de lo que a Frank le gustara hablar. “Confiaba en su capacidad para hablar con la gente y convencerla”, dijo Frank. “Pero se enfrentaba a gente que no estaba acostumbrada a dejarse convencer conversando”.

Algunos de los testimonios más conmovedores de Robert durante las audiencias tuvieron que ver con Frank. A la pregunta de si su hermano había sido comunista, Robert respondió: “Señor Presidente... le pido que no insista en estas preguntas sobre mi hermano. Si son importantes para usted, puede preguntarle a él. Responderé, si se me pregunta, pero le ruego que no me haga estas preguntas”.

La tragedia más general para ambos hermanos fue que la creación del arma de destrucción masiva más temible del mundo —una cosa demasiado horrible para ser utilizada jamás— no cambió mucho la forma en que la gente veía la guerra. La bomba H no era más que otra arma.

“Lo que lo desarmó”, dijo Frank, “no fue solo su caída en desgracia oficial, sino el hecho de que esta caída representó una derrota para el tipo de comportamiento civilizado que había esperado que adoptaran las naciones”.

Robert murió a los 62 años, en 1967. El último recuerdo que Frank tiene de su hermano es conmovedoramente familiar. Robert estaba en cama, muy adolorido por un cáncer de garganta. Frank se tumbó a su lado y juntos vieron Perry Mason en la televisión.

Un nuevo camino

Mientras Robert era destruido políticamente, Frank había empezado a enseñar ciencias en una escuela de una sola aula. Al poco tiempo, los alumnos de Pagosa Springs, Colorado, ganaban las ferias de ciencias estatales. En 1959, la Universidad de Colorado le permitió entrar en el mundo académico, y Frank no tardó en construir una “biblioteca de experimentos” con material recuperado de otros laboratorios.

Con el tiempo, esa “biblioteca” se convirtió en un inmenso patio de juegos público de material científico ubicado en el abandonado Palacio de Bellas Artes de San Francisco. Los objetos expuestos —a veces sofisticados y delicados— estaban pensados para jugar con ellos, incluso para romperlos; no había guardias que impidieran tocar nada, ni normas que evitaran los robos... y, sorprendentemente, casi no los había. Lo llamó Exploratorium para que la gente no pensara que era un “museo” donde se esperaba un buen comportamiento (aunque le gustaba la idea de que “nadie pierde el curso en un museo”). Científicos y artistas de todo el mundo aportaron su tiempo y su talento. Barbara Gamow, esposa del físico George Gamow, pintó un cartel para colgar sobre el taller mecánico: Aquí se está creando un Exploratorium, un museo comunitario dedicado a la concienciación.

Al final, me gusta pensar que Frank demostró a su hermano (y a casi todo el mundo) que estaba equivocado sobre la disposición de la gente común a comprometerse y aprender. El “supuesto público desatento”, decía, cobraría vida si la gente no se sintiera “engañada y que le mentían”, si se sintiera valorada y respetada. Y si las personas se volvieran adictas a descubrir las cosas por sí mismas, se evitaría tener que creer en la palabra de los matones que estuvieran en el poder. La sociedad podría aprovechar esta sabiduría colectiva para resolver los acuciantes problemas mundiales.

En la actualidad, existen centros científicos del estilo del Exploratorium en todo el mundo.

Me cuento a mí misma entre los muchos miles de adictos de Frank, enganchada a la ciencia (una asignatura que me parecía aburrida) en cuanto lo conocí en 1971. (En una extraña resonancia con la actualidad, mi primera incursión en el periodismo fue un artículo sobre la invasión soviética de Checoslovaquia para el New York Times Magazine). Me interesaba la paz, no la física. Frank me convenció para que escribiera para él, explicando al público la óptica y la mecánica ondulatoria. Mi primera editora fue Jackie. A lo largo de los años, Frank y yo pasamos horas interminables charlando sobre la vida, el arte, la ciencia y su familia, incluido su hermano.

La película Oppenheimer de Nolan no ofrece mucha información sobre las ideas de Robert sobre la ciencia y la paz o la ciencia y la moral humana. Sin embargo, Robert sí pensó y habló sobre estas ideas, muchas de las cuales están recogidas en su libro Science and the Common Understanding (La ciencia y el entendimiento común), de 1954, así como en otros lugares.

Frank seguía alterándose (y emborrachándose un poco) cada 6 de agosto, aniversario del bombardeo de Hiroshima. Se frotaba la frente con fuerza, como si quisiera sacarse algo. Tuvo una reacción muy parecida a muchas dramatizaciones anteriores de la historia de Oppenheimer, porque pensaba que se centraban demasiado en la caída de su hermano, en lugar de en el fracaso de los intentos de utilizar el horror de la bomba para construir un mundo sin guerras.

La feroz integridad de Frank impregnaba nuestro trabajo juntos: se negaba a llamarme escritora/editora porque decía que eso significaba escritora dividido entre editora. En cambio, yo era su Expositora del Exploratorium.

Si alguien dijera: “Es imposible saber algo, o imposible agradecérselo adecuadamente a alguien”, argumentaría: No es imposible, solo es muy, muy, muy difícil.

No importaba qué cosa imposible intentara hacer Frank, se negaba a que le detuvieran los obstáculos del llamado “mundo real”. “No es el mundo real”, se enfurecía. “Es un mundo que inventamos”. Podríamos hacerlo mejor. De hecho, muchas de las cosas llegamos a llamar “Frankismos” parecen hoy más relevantes que nunca:

“Lo peor que te puede hacer un hijo de su madre es convertirte a ti en uno”.

“Artistas y científicos son los notificadores oficiales de la sociedad”.

“Si dejamos de intentar comprender las cosas, nos hundiremos todos”.

Navegar por el lado oscuro de la ciencia, creo, requerirá prestar mucha atención a todos estos. El “mundo real” que se nos presenta no es como tienen que ser las cosas. No debemos convertirnos en hijos de su madre. Nunca podemos dejar de darnos cuenta o de intentar comprender.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

This article originally appeared in Knowable Magazine, an independent journalistic endeavor from Annual Reviews. Sign up for the newsletter.