Palacio Ducal de Gandía, el bastión del clan "maldito" de los Borgia
La localidad valenciana conserva uno de los edificios más destacados de la familia en España
Puede que muchos identifiquen Gandía con días de sol y playa, con sus espectaculares fallas o con el nombre de un exitoso programa televisivo, pero la costera localidad valenciana tiene muchos otros motivos para presumir, en especial gracias a su riquísimo patrimonio histórico-artístico.
Uno de estos tesoros está ubicado en lo más alto de la población, junto al curso del río Serpis. Allí se levanta desde hace siete siglos el imponente Palau ducal (palacio ducal), una fabulosa muestra de arquitectura civil que combina estilos de época medieval, renacentista y barroca.
El origen del palacio se remonta al siglo XIV, cuando Alfonso de Aragón el Viejo –nieto del rey Jaime II y primer duque real de Gandía–, mandó construir la edificación en el tossal de la localidad y estableció en ella una importante corte señorial. Sin embargo, fue un siglo más tarde, a finales del XV, cuando el edificio comenzó a adquirir unas dimensiones y un aspecto aún más majestuoso.
Estas modificaciones vinieron de la mano de una de las familias más poderosas de Europa en aquella época, la de los polémicos Borja (o Borgia, en italiano), cuando en 1485 el entonces cardenal Rodrigo Borgia –futuro papa Alejandro VI– compró al rey Fernando el Católico el ducado de Gandía para su primogénito Pedro Luis, y decidió establecer en el palacio la sede de la rama gandiense de su linaje.
Desde el ascenso al papado de Alejandro VI, los Borgia estuvieron rodeados de una siniestra leyenda negra –en parte justificada, en parte exagerada por sus enemigos–, pero su vinculación con Gandía fue de gran importancia para la ciudad. Pedro Luis murió apenas tres años después de ascender al ducado, puesto que ocupó su hermano Juan hasta su misterioso asesinato en 1497, pero antes tuvo ocasión de realizar algunas modificaciones en el edificio.
A partir de esa fecha fue la esposa de Juan de Borgia, María Enríquez, quien ocupó el mando del ducado de Gandía, realizando notables reformas urbanísticas y económicas en la ciudad. Sin embargo, fue el nieto de esta, Francisco de Borja –nacido en el edificio–, quien acometió algunas de las obras más importantes en el espectacular palacio ducal.
El futuro santo –canonizado en 1671– realizó una remodelación de la sede ducal que incluyó la modificación del fastuoso Salón de Coronas –llamado así porque el artesonado incluye en su decoración las llamadas coronas borgianas–, un sobrio espacio de estilo renacentista en cuyo friso superior puede leerse uno de los lemas favoritos del papa Borgia: “Corred para comprender que sólo será coronado aquel que pelee según la ley”.
El Salón de Coronas fue restaurado de forma parcial por los miembros de la Compañía de Jesús cuando adquirieron el palacio siglos más tarde, y fue precisamente el religioso Martín Coronas quien creó parte de la decoración que hoy se puede disfrutar en la estancia, además de crear las pinturas de la espectacular capilla neogótica, ubicada junto al salón.
Si el Salón de Coronas y la capilla neogótica –espacio en el que antiguamente se encontraba el despacho privado de san Francisco de Borja– provocan una honda admiración en los visitantes, otro tanto sucede con la llamada Galería Dorada, un magnífico exponente de la arquitectura civil barroca valenciana.
Este espacio –realizado para conmemorar la santificación de Francisco de Borja–, está compuesto por cinco salas continuas decoradas todas ellas con acantos, grutescos y cartelas dorados, que dan nombre de la estancia. La visión de este largo pasillo, embellecido gracias al uso de la perspectiva y de la luz, se completa con una hermosa pintura de techo y con un vistoso suelo de cerámica en la Sala del Cielo y la Tierra, llamada así precisamente por el mosaico barroco de complejo ciclo iconográfico.
Tras la muerte del último miembro de la dinastía Borja, el palacio fue pasando por manos de distintos nobles, llegando a quedar deshabitado durante casi cien años, hasta que los jesuitas se hicieron con la propiedad en 1890. La Compañía de Jesús quería recordar la memoria del santo, y gracias a sus intervenciones el edificio llegó al siglo XX en un estado de conservación razonable, convirtiéndose en lo que es hoy: testimonio de la riqueza de una familia que, en Italia y en España, alcanzó las más altas cimas de poder.