Benedicto XVI, el conservador que impuso rigor con los escándalos de los abusos en la Iglesia
En momentos en que la feligresía católica reza por el anciano papa emérito Benedicto XVI, resulta casi espontáneo volver a algunos momentos de su vida. Acaso el más resonante fue el de su renuncia al ministerio petrino en febrero de 2013, que marcó la historia desde Gregorio XII (siglo XV) o el mismo clamoroso caso de Celestino V en el siglo XIII, de aquel monje con fama de santo pero que ni Dante Alighieri ni su enemigo Bonifacio VIII quisieron perdonar (el primero porque juzgaba su renuncia como una claudicación que arrastraería la historia a tiempos peores, el segundo por sus ambiciones que provocaron esos tiempos peores, tal como anunciaba el poeta).
Pero, como le sucede con la mayoría de las personas, podríamos percibir diferentes etapas en la biografía de Joseph Ratzinger: el joven en la Alemania nazi, el brillante estudioso y amante de la música de Mozart y otros compositores, el sensible admirador de la liturgia, el docente universitario, filósofo y teólogo de magnífica prosa, el experto en el Concilio Vaticano II, el teólogo renovador de marcado pesimismo agustiniano, el auxiliar de Juan Pablo II para los temas de doctrina y moral, el obispo y cardenal, finalmente el pontífice universal.
Según el punto de vista de cada analista, o de las ideas preconcebidas o los prejuicios, serán las opiniones. Para no pocos en nuestro país fue juzgado como un conservador, tradicionalmente atraído por el latín, la música sacra, las vestimentas características de otras épocas, pero que no lo habían leído mucho y no comprendieron su novedad teológica y su eclesiología. Muchas de estas personas se decían convencidas de que Juan Pablo II era el auténtico renovador. Y todo se complica cuando se entremezclan gestos, personalidades y razones. Sorprendió el rigor de Benedicto XVI con los escándalos de los abusos en la Iglesia. Él fue el primero en hacer efectivas muchas denuncias, pedir perdón con vergüenza y tomar las más severas medidas contra Marcial Maciel Degollado, el poderoso sacerdote mexicano, fundador de la congregación de los legionarios de Cristo. Es probable que Karol Wojtyla no creyera en las muchas voces que los denunciaban, pero Ratzinger no dudó al respecto. Hoy podría preguntarse por qué cuando era cardenal no privilegió su libertad de conciencia antes que la obediencia al Papa, pero eso en la estructura jerárquica de la Iglesia es muy poco factible.
Benedicto XVI no podía lucir una imagen de liderazgo y de capacidad de conducción. De hecho, Marco Politi, un importante y preparado vaticanista romano independiente escribía en uno de sus libros (Crisis de un papado) que se eligió a Ratzinger porque los cardenales creyeron que sería transitorio. Para Politi, Joseph Ratzinger era un hombre con contradicciones, que además carecía del liderazgo que se requiere para realizar las grandes reformas.
Sin embargo, en conversación con el autor cuando ya había sido elegido Bergoglio, me comentaba con cierta ironía que la pronunciación precisa pero con mucho acento alemán le jugaba en contra a Benedicto, pero el curioso italiano a la porteña de Francisco resultaba simpático.
Por su parte, en el libro de conversaciones de Benedicto XVI con el periodista alemán Peter Seewald, titulado Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, se lee a Ratzinger: “La modernidad no está hecha sólo de cosas negativas. Si así fuese, no podría sostenerse por largo tiempo. Ella contiene grandes valores morales… y cuando se los sostiene, hay consenso en amplios ámbitos”. Con simpatía y estima frente a la complejidad cultural contemporánea, observa: “Me parece importante no ver sólo lo negativo. Debemos percibir, sí, con toda agudeza lo negativo, pero también tenemos que ver todas las oportunidades de bien que se hayan presentes, las esperanzas, las nuevas posibilidades que existen para nuestra condición humana”.
El intelectual español Miguel Ayuso recuerda que el joven teólogo Ratzinger así se expresaba en 1968: “Cuando Dios haya desaparecido totalmente para los seres humanos, experimentarán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo”. Para el teólogo alemán no cabía duda de que la crisis que vivió la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, azuzada por los intentos reformistas de los teólogos más críticos (entre los que figuraba, antes de enfrentarse abiertamente a ellos) acabaría llevando a la institución a sus orígenes: “La Iglesia se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión”.
Ratzinger apostaba, incluso, por una Iglesia con “nuevas formas ministeriales”, que “ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión”.
Para el teólogo Ratzinger, la Iglesia tenía que aprender de su evolución tras la Ilustración y la Revolución Francesa, que habían cambiado por completo el panorama.