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Se avecinan nuevas amenazas infecciosas y es muy probable que Estados Unidos no las pueda contener

Una instalación realizada el 15 de septiembre de 2021 cubre el National Mall en Washington con más de 660.000 banderas blancas, en honor a las vidas perdidas por el coronavirus en Estados Unidos hasta ese momento. (Kenny Holston/The New York Times)
Una instalación realizada el 15 de septiembre de 2021 cubre el National Mall en Washington con más de 660.000 banderas blancas, en honor a las vidas perdidas por el coronavirus en Estados Unidos hasta ese momento. (Kenny Holston/The New York Times)

Si no quedó lo suficientemente claro durante la pandemia de COVID-19, se ha hecho evidente durante el brote de la viruela símica: Estados Unidos, una de las naciones más ricas y avanzadas del mundo, sigue sin estar preparado para combatir nuevos patógenos.

El coronavirus fue un adversario astuto e inesperado. La viruela símica fue un enemigo conocido, y las pruebas, vacunas y tratamientos ya estaban a la mano. Pero la respuesta a ambas amenazas fue inestable y deficiente en cada paso.

“Es como si estuviéramos viendo la película de nuevo, excepto que algunas de las excusas en las que nos apoyamos para racionalizar lo que sucedió en 2020 no aplican en este caso”, afirmó Sam Scarpino, quien dirige el departamento de supervisión de patógenos en el Instituto de Prevención Pandémica de la Fundación Rockefeller.

Ninguna agencia o gestión tiene la culpa por sí sola, afirmó más de una docena de expertos en entrevistas, aunque los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) han reconocido que fallaron en la respuesta al coronavirus.

El precio del fracaso es alto. El COVID-19 le ha costado la vida a más de 1 millón de estadounidenses hasta el momento, y ha causado una miseria incalculable. La cantidad de casos, hospitalizaciones y muertes están disminuyendo, pero el COVID-19 fue la tercera causa principal de muerte en Estados Unidos en 2021 y todo indica que seguirá cegando vidas estadounidenses por años.

En la actualidad, la viruela símica se está propagando más lentamente y nunca ha planteado un desafío de la magnitud del COVID-19. Sin embargo, Estados Unidos ha reportado más casos de la viruela del mono que cualquier otro país —25.000, alrededor del 40 por ciento del total mundial— y hay una probabilidad alta de que el virus persista como una amenaza constante de bajo grado.

Ambos brotes han revelado profundas fisuras en el marco de la nación para contener epidemias. A eso hay que agregarle el desplome de la confianza pública, la desinformación rampante y los profundos cismas entre los funcionarios de salud y quienes tratan a los pacientes, así como entre el gobierno federal y los estados. Parece casi inevitable que la respuesta a futuros brotes sea inestable.

Mal preparados

“Realmente estamos muy, muy mal preparados”, afirmó Larry O. Gostin, director del Instituto O’Neill para las Leyes de Salud Nacional y Global en la Universidad de Georgetown.

No cabe duda de que nuevas amenazas infecciosas están en camino, principalmente debido a los incrementos paralelos de los viajes a nivel mundial y la reticencia a las vacunas, y la cada vez mayor proximidad entre personas y animales. Por ejemplo, de 2012 a 2022, África experimentó un aumento del 63 por ciento en los brotes de patógenos que pasan de los animales a las personas, en comparación con el periodo entre 2001 y 2011.

“En la mente de la gente quizás esté la idea de que todo esto del COVID-19 fue un fenómeno de la naturaleza, una crisis única en el siglo, y que después de eso estaremos a salvo por los próximos 99 años”, afirmó Jennifer Nuzzo, directora del Centro Pandémico de la Facultad de Salud Pública de la Universidad Brown.

“Esta es la nueva normalidad”, agregó. “Es como si hubiéramos construido unos diques para esa crisis única en 100 años, pero luego siguiera habiendo inundaciones cada tres años”.

Una falta de financiación crónica

Idealmente, esta es la manera en que podría desplegarse la respuesta nacional a un brote: los informes de una clínica en cualquier parte del país indicarían la llegada de un nuevo patógeno. En paralelo, la continua supervisión de las aguas residuales podría activar las alarmas sobre amenazas conocidas, como sucedió hace poco con la poliomielitis en el estado de Nueva York.

La información fluiría de los departamentos de salud locales a las autoridades estatales y federales. De forma expedita, los funcionarios federales autorizarían y brindarían orientación para el desarrollo de pruebas, vacunas y tratamientos, para luego desplegarlos de manera equitativa a todos los residentes.

De izquierda a derecha: Rochelle Walensky, directora de los CDC, Anthony Fauci, principal asesor médico del gobierno de Biden, y Robert Califf, comisionado de la Administración de Alimentos y Medicamentos, durante una audiencia en el Senado sobre la viruela símica, en el Capitolio, en Washington, el 14 de septiembre de 2022. (Anna Rose Layden/The New York Times)

Ninguno de estos pasos se realizó sin inconvenientes en los dos brotes recientes.

“Estoy muy familiarizado con la respuesta a brotes y la preparación para pandemias, y nada de lo que estamos haciendo se parece a eso”, aseguró Kristian Andersen, virólogo del Instituto de Investigación Scripps en San Diego, quien ha pasado años estudiando epidemias.

Andersen contó que había supuesto que las fallas expuestas por el coronavirus serían solventadas a medida que se hicieran evidentes. En cambio, asegura que “estamos peor preparados hoy que al principio de la pandemia”.

La salud pública en Estados Unidos siempre ha operado con un presupuesto reducido. Los sistemas de datos utilizados por los CDC y otras agencias federales están ridículamente desactualizados. Muchos trabajadores de la salud pública sufrieron abusos y ataques durante la pandemia y han renunciado a sus empleos, o planean hacerlo.

Varios expertos afirman que no todos los problemas se resolverán con más dinero. Sin embargo, la financiación adicional podría ayudar a los departamentos de salud pública a contratar y capacitar al personal, actualizar sus obsoletos sistemas de datos e invertir en redes sólidas de monitoreo.

Pero en el Congreso, la preparación para una pandemia sigue siendo un concepto difícil de vender.

La solicitud de presupuesto del presidente Joe Biden para el año fiscal 2023 incluye 88.000 millones de dólares durante cinco años, pero el Congreso no ha mostrado ningún interés en aprobarlo.

Estados Unidos gasta entre 300 y 500 veces más en su defensa militar que en sus sistemas de salud y, sin embargo, “ninguna guerra ha matado a un millón de estadounidenses”, señaló Thomas R. Frieden, quien dirigió los CDC durante el gobierno del expresidente Barack Obama.

Una urgencia renovada

Se suponía que Estados Unidos era el mejor país en cuanto a gestión de epidemias. Una evaluación de la seguridad sanitaria mundial realizada en 2019, un año antes de la llegada del coronavirus, posicionó a la nación en el primer lugar: fue la mejor en la prevención y detección de brotes, la más experta en comunicar riesgos y solo superada por el Reino Unido en cuanto a la rapidez de su respuesta.

Pero todo eso suponía que los líderes se moverían con rapidez y determinación cuando se enfrentaran a un patógeno nuevo, y que la población seguiría las instrucciones. Los análisis no tomaron en cuenta la posibilidad de que un gobierno minimizara y politizara todos los aspectos de la respuesta al COVID-19, desde las pruebas de diagnóstico y el uso de cubrebocas hasta la aplicación de vacunas.

Con demasiada frecuencia en una crisis, los funcionarios gubernamentales buscan soluciones fáciles con un impacto dramático e inmediato. Pero ese tipo de soluciones no existen para gestionar pandemias.

“Una pandemia es, por definición, un problema infernal. Es muy poco probable que puedas eliminar todas sus consecuencias negativas”, afirmó Bill Hanage, epidemiólogo de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de Harvard.

En cambio, agregó Hanage, los funcionarios deberían apostar por combinaciones de estrategias imperfectas, con énfasis en la velocidad sobre la precisión.

Responsabilidades divididas

El obstáculo más difícil para una respuesta nacional coordinada surge de la división de responsabilidades y recursos entre los gobiernos federal, estatal y local, junto con las brechas en las comunicaciones entre los funcionarios de salud pública que coordinan la respuesta y los médicos y enfermeros que realmente tratan a los pacientes.

Las leyes complejas que rigen la atención médica en Estados Unidos están diseñadas para proteger la confidencialidad y los derechos de los pacientes. “Pero no están optimizadas para trabajar con el sistema de salud pública ni brindarle al sistema de salud pública los datos que necesita”, afirmó Jay Varma, director del Centro Cornell para la Prevención y Respuesta a Pandemias.

En general, los estados no están obligados a compartir con las autoridades federales los datos de salud, como la cantidad de casos de infección o detalles demográficos de las personas vacunadas.

Algunas leyes estatales de hecho prohíben que los funcionarios compartan la información. Los estados más pequeños como Alaska podrían no querer entregar detalles que permitan que los pacientes sean identificables. Los hospitales en jurisdicciones pequeñas son reacios a entregar datos de pacientes por razones similares.

Los sistemas de atención médica en naciones como el Reino Unido e Israel dependen de sistemas nacionalizados que facilitan mucho la recopilación y análisis de la información sobre casos, afirmó Anthony Fauci, el principal asesor médico del gobierno de Biden.

“Nuestro sistema no está interconectado de esa manera”, afirmó Fauci. “No es uniforme, es un mosaico”.

Las epidemias son manejadas por agencias de salud pública, pero es el personal —médicos, enfermeros y otros— quienes diagnostican y atienden a los pacientes. Una respuesta eficiente a la epidemia se basa en el entendimiento mutuo y el intercambio de información entre ambos grupos.

Las partes no se comunicaron de manera efectiva ni en la pandemia de COVID-19 ni en el brote de la viruela símica. Esa desconexión ha generado procedimientos absurdamente enrevesados.

Por ejemplo, los CDC aún no han incluido la viruela del mono en su sistema informático de notificación de enfermedades. Eso significa que los funcionarios estatales deben ingresar de forma manual los datos de los informes de casos, en lugar de simplemente cargar los archivos. A menudo, una solicitud para una prueba de diagnóstico debe ser enviada por fax al laboratorio estatal; los resultados por lo general son canalizados a través de un epidemiólogo estatal, luego al proveedor y luego al paciente.

Según algunos expertos, pocos funcionarios de salud pública comprenden cómo se brinda la atención médica en cada sitio. “La mayoría de las personas en los CDC no saben cómo luce el interior de un hospital”, afirmó James Lawler, codirector del Centro Global para la Seguridad de la Salud de la Universidad de Nebraska.

Frieden, quien en una oportunidad dirigió el departamento de salud de la ciudad de Nueva York, sugirió que integrar al personal de los CDC en los departamentos de salud locales podría ayudar a los funcionarios a comprender los obstáculos que implica responder a una epidemia.

Frieden también ha propuesto lo que denomina una métrica de rendición de cuentas “7-1-7”, modelada vagamente en una estrategia empleada para abordar la epidemia del VIH. Cada enfermedad nueva debe identificarse dentro de los sietes días posteriores a su aparición, notificarse a las autoridades de salud pública en menos de un día y responderse dentro de los siete días.

La estrategia podría darle al gobierno una idea más clara de los problemas que obstaculizan la respuesta, afirmó.

En Estados Unidos, “lo que tenemos son ciclos repetidos de pánico y abandono”, afirmó Frieden. “La única cosa primordial que tenemos que hacer es romper con ese ciclo”.

© 2022 The New York Times Company

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