Con el aumento de la ansiedad, unos niños prueban la terapia de exposición

Abbe García, psicóloga clínica de Braver, que lleva más de 25 años utilizando la terapia de exposición para tratar a los niños, en su oficina de Riverside, Rhode Island, el 22 de agosto de 2022. (Desiree Rios/The New York Times)
Abbe García, psicóloga clínica de Braver, que lleva más de 25 años utilizando la terapia de exposición para tratar a los niños, en su oficina de Riverside, Rhode Island, el 22 de agosto de 2022. (Desiree Rios/The New York Times)

CRANSTON, Rhode Island — Desde que era una niña pequeña, Audrey Pirri, de 16 años, había tenido un miedo terrible a vomitar. Se preocupaba cada vez que comía con familiares o amigos y restringía su dieta a solo alimentos “seguros” como pretzels y ensaladas que no le caerían mal, si es que comía. Le daba miedo subirse al auto con su hermano, quien con frecuencia se mareaba por el movimiento. Una visita a una feria o a un estadio, cualquier lugar con mucha gente y gérmenes, le preocupaba desde horas antes.

Pero un martes por la tarde de agosto, en su primera sesión intensiva de un tratamiento llamado terapia de exposición, Audrey estaba decidida a enfrentarse a uno de los desencadenantes más potentes de su miedo: un juego de sábanas con lunares de colores.

Durante ocho años había evitado tocar las sábanas, desde la mañana en que se despertó con un malestar estomacal y vomitó sobre ellas. Ahora, rodeada de sus padres, una psicóloga y un entrenador en su cuarto rosa pálido, sacó las sábanas rígidas de su cómoda, las deslizó con cuidado sobre el colchón y se sentó sobre ellas.

“¿Estás lista para repetir después de mí?”, preguntó Abbe Garcia, la psicóloga.

“Supongo”, Audrey respondió en voz baja.

“‘Hoy voy a dormir sobre estas sábanas”, comenzó Garcia. Audrey repitió la frase.

Sara Swanson, orientadora de Braver, habla con Gavin, de 13 años, durante una sesión de exposición en una tienda de videojuegos para tratar su ansiedad social, en Warwick, Rhode Island, el 23 de agosto de 2022. (Desiree Rios/The New York Times)
Sara Swanson, orientadora de Braver, habla con Gavin, de 13 años, durante una sesión de exposición en una tienda de videojuegos para tratar su ansiedad social, en Warwick, Rhode Island, el 23 de agosto de 2022. (Desiree Rios/The New York Times)

“Y tal vez vomite”, dijo Garcia.

Audrey se quedó callada varios segundos, con los pies temblando y los ojos llenos de lágrimas, mientras se imaginaba a sí misma vomitando. Inhaló profundo y se apresuró a decir las palabras: “Y tal vez vomite”.

Uno de cada 11 niños estadounidenses padece un trastorno de ansiedad, y esa cifra no ha dejado de crecer en las últimas dos décadas. El aislamiento social, el estrés familiar y las incesantes noticias de tragedias durante la pandemia no han hecho más que agravar el problema.

Pero Audrey es una de los relativamente pocos niños que han probado la terapia de exposición. Este tratamiento, que tiene décadas de antigüedad y se considera un método de referencia para tratar la ansiedad, las fobias y el trastorno obsesivo-compulsivo, anima a los pacientes a enfrentarse intencionadamente a los objetos o las situaciones que les causan más angustia. La exposición, un tipo de terapia cognitivo-conductual, suele funcionar al cabo de unos meses y tiene efectos secundarios mínimos. Pero las barreras financieras y la falta de proveedores han hecho que el tratamiento esté fuera del alcance de muchos.

Luego de un minuto más, mientras Audrey permanecía sentada con una evidente incomodidad, Garcia le ofreció un pañuelo de papel. “Ser valiente y seguir con ello mientras te sientes de esta manera: así es como vas a mejorar”, dijo.

En 2013, Garcia y otros médicos del Hospital Bradley, un centro psiquiátrico para niños a las afueras de Providence, desarrollaron un modelo para llevar la terapia a más pacientes, el cual consiste en capacitar a “entrenadores” sin títulos avanzados para dirigir las sesiones de exposición. El año pasado, ella y un colega, Brady Case, dejaron el hospital para fundar una empresa, Braver, que recluta a tales orientadores a fin de satisfacer la creciente demanda de tratamiento de la ansiedad en todo el país.

El pequeño Albert y el pequeño Peter

La terapia de exposición se originó a partir de los principios conductuales que surgieron a finales del siglo XIX en un laboratorio de digestión en San Petersburgo, Rusia. En los experimentos que ahora se enseñan en cualquier curso de introducción a la psicología, Ivan Pavlov descubrió que los perros salivaban no solo en presencia de comida, sino también al oír que se acercaba la persona que habitualmente les daba de comer. Estudios posteriores demostraron que la respuesta de babeo de un perro podía ser provocada por una serie de estímulos no relacionados, desde metrónomos hasta descargas eléctricas.

Unas dos décadas más tarde, inspirado desde lejos por Pavlov, John Watson, psicólogo de la Universidad Johns Hopkins, llevó a cabo experimentos similares y perturbadores con un bebé de 11 meses que llegó a ser conocido como “el pequeño Albert”. Albert, un bebé típico, lloraba asustado al oír el ruido de una barra de acero al ser golpeada. Watson hizo que el bebé acariciara una rata blanca cuando escuchaba este sonido, y logró que tuviera miedo de la rata y de otros objetos que se le parecían: un conejo, un abrigo de piel, incluso una barba de Santa Claus.

La noche de un viernes de 1919, mientras Watson daba una conferencia sobre esta investigación en la ciudad de Nueva York, una joven del público estaba atenta. Mary Cover Jones, una estudiante universitaria muy interesada en la psicología, observaba cómo Watson proyectaba una película del pequeño Albert asustado. Ella se preguntaba: si las asociaciones negativas podían inducir el miedo de un niño, ¿entonces las positivas podrían extinguirlo?

Jones probó la idea con el “pequeño Peter”, que tenía casi 3 años y le tenía miedo a las ratas y los conejos. Día tras día, Peter y varios niños sin fobias entraron en una sala de la Universidad de Columbia y jugaron con un conejo. A lo largo de las siete primeras sesiones, como describió Jones en un artículo de 1924, “Peter pasó de tener un gran miedo al conejo a una indiferencia tranquila e incluso a dar voluntariamente una palmadita en el lomo del conejo cuando los demás le daban el ejemplo”.

El informe de Jones, quizás el primer uso documentado de la terapia de exposición, fue en gran medida ignorado. Pero tres décadas más tarde, Joseph Wolpe, un psiquiatra de Sudáfrica, comenzó a basarse en estas ideas para crear una terapia nueva y sólida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Wolpe había sido oficial médico del ejército sudafricano y trataba a soldados traumatizados con un enfoque freudiano llamado narcoanálisis: los hombres recibían un barbitúrico para ayudarles a acceder a los recuerdos “reprimidos” del campo de batalla. No funcionó y el médico quedó desilusionado.

Después de la guerra, Wolpe profundizó en el trabajo de Pavlov y Jones, y llevó a cabo experimentos con gatos que habían sido entrenados con descargas eléctricas para que les dieran miedo sus jaulas. Wolpe alimentó repetidamente a los gatos asustados mientras estaban en sus jaulas, lo que con el tiempo disminuyó su respuesta de miedo.

Durante los años 50, Wolpe trató a muchas personas con fobias. Desarrolló una técnica ahora común, llamada “jerarquía de ansiedad”, en la que el paciente comienza con una exposición suave que provoca poco miedo, y luego va aumentando poco a poco hasta llegar a situaciones más perturbadoras para este.

En un informe de 1954 sobre 122 pacientes, Wolpe descubrió que el 90 por ciento estaba “muy mejorado” o “aparentemente curado”.

Buscando por doquier

A pesar de su larga historia y una base sólida de pruebas, en Estados Unidos es difícil tener acceso a la terapia de exposición, sobre todo en el caso de las familias que no gozan de una buena posición económica.

“Los terapeutas buenos que se dedican a esto, a menudo no aceptan el pago de seguros, porque no tienen que hacerlo”, explicó Monnica Williams, quien dirige clínicas de terapia de exposición en Connecticut y Ottawa, Ontario, y ha estudiado el uso del tratamiento en diferentes grupos raciales y étnicos. “Y eso hace que el tratamiento sea inaccesible para las personas que no tienen la capacidad de pagarlo”.

Las estadísticas del gobierno sobre los tratamientos de salud mental para niños revelan brechas raciales sorprendentes. En 2019 (el año más reciente del que se tienen datos), el 12,4 por ciento de los niños blancos informaron haber recibido asesoramiento o terapia, en comparación con el 7,6 por ciento de los niños hispanos y el 6,9 por ciento de los niños negros.

Braver, utilizando una proporción de 3 orientadores, menos costosos, por cada psicólogo, está tratando de hacer que el modelo de reembolso del seguro funcione a gran escala. La empresa cobra a las aseguradoras unos 3500 dólares por 16 semanas de atención, cifra comparable a la de otros programas.

Por ahora, solo una aseguradora médica, Blue Cross Blue Shield of Rhode Island, ha aceptado cubrir la atención prestada por los orientadores con título universitario de Braver. En septiembre, la aseguradora llegó a un acuerdo para cubrir también a los orientadores de exposición de Bradley.

“Este uso de orientadores no médicos es realmente inteligente”, opinó Martha Wofford, presidenta y directora general de la aseguradora. El modelo es atractivo, dijo, en parte porque permite que más niños reciban atención antes de que sus problemas se conviertan en situaciones que requieran visitas de urgencia o estancias en salas de hospitalización.

Audrey Pirri ha quedado impresionada por el efecto del tratamiento sobre su miedo a vomitar. Ahora sabe que su fobia probablemente no desaparecerá. Pero ya no dirige su vida.

Una tarde de septiembre, llegó a casa después de ensayar con la banda instrumental y se conectó a Google Meet para una sesión virtual de terapia. Su terapeuta y orientador la guiaron para que se arrodillara frente a un inodoro, se agarrara al asiento como si fuera a vomitar y dijera qué pensaba.

“¿Y si vomito?”, preguntó.

Tras cinco minutos de una tensión intensa, la ansiedad de Audrey empezó a desaparecer. Para el noveno minuto, ya estaba aburrida. “Estoy como, ¿por qué estoy sentada aquí?”, dijo, riéndose.

c.2022 The New York Times Company