Arte y ciencia: ¿Qué vemos cuando estrenamos ojos nuevos?
Quizás la pregunta más acertada no es qué vemos, sino cómo interpretamos lo que vemos por primera vez. Porque los humanos tenemos solo dos ojos (a diferencia de los ocho de las arañas o los veinticuatro de las medusas) y, además, no vemos en algunos rangos de visión como el infrarrojo (como sí lo hacen los mosquitos).
La tecnociencia nos ofrece nuevos ojos, como los del telescopio espacial Hubble o el nuevo James Webb, y, como recién nacidos, tenemos que aprender de nuevo a mirar.
Contemplar el abismo más hermoso que pueda existir y cuestionar la verdad
El arte y la tecnociencia producen y expanden el conocimiento, al contemplar el abismo más hermoso que pueda existir en el universo: el misterio.
Decía Albert Einstein que la contemplación del abismo es la fuente de todo “verdadero arte y ciencia”. Cuestionar un fenómeno no conjugado, explicar un sinsentido o dar forma a lo nunca visto, oído o sentido… La verdadera creatividad aflora cuando la mente se divierte al conectar indeterminaciones. También surge toda su plasticidad cuando cuestiona el concepto de verdad, en su representación y difusión pública.
Gustave Flaubert decía que el arte era, de todas las mentiras, la que engañaba menos.
La superación del vértigo de artístas y científicos
El impulso de superar el vértigo que produce la contemplación del misterio es consustancial al arte y a la tecnociencia más innovadora. Nicolás Copérnico y Galileo Galilei rompieron las cosmovisiones de su tiempo superando ese vértigo a caer en el abismo y la condena. Filippo Brunelleschi y los artistas del Renacimiento abrieron nuevas ventanas por las que asomarse al abismo, inventaron nuevos espacios de representación.
El descubrimiento de las fuerzas gravitacionales de Isaac Newton revolucionó la física del futuro. Y la revolución romántica en el arte pivotó sobre el ombligo de los sentimientos humanos y sobre el llamado síndrome de Frankenstein, es decir, sobre el escepticismo y el temor a que los descubrimientos tecnocientíficos se volviesen contra la especie humana o, incluso, la destruyesen.
La superación del abismo está en artistas como Anna Ajmátova, que expresó su soledad por medio de la poesía, o en la lucidez del cineasta Andréi Tarkovski, que esculpió la luz en el montaje del nuevo lenguaje audiovisual, sin olvidar el giro radical de Marcel Duchamp, al desplazar el interés por la obra artística hacia el proceso de su ideación.
El arte frente al misterio: Dalí y Pollock
La actitud del arte frente al misterio también está presente en los relojes blandos de Salvador Dalí al reconocer la influencia de la Teoría de la Relatividad en su particular imaginario, e incluso en el Jackson Pollock más performativo, que exploró las posibilidades del automatismo pictórico como un proceso de conformación de frecuencias, intensidades y oscuridades en un marco espacial sin fin.
Harun Farocki nos confronta con el vacío crítico de la actual producción cultural de imágenes, al mostrarnos lo que ocultaba su producción logística y automatizada, y Trevor Paglen nos desvela cómo las imágenes nos miran hoy en día, producidas como están por y para las máquinas, sin casi participación del ojo humano.
El arte contemporáneo de Paglen señala al cielo para que miremos de otra forma el reflejo de un satélite orbital no convencional, como un acto simbólico –y ciertamente polémico– de lo que la tecnociencia es capaz de contarnos sobre nosotros mismos.
El mayor potencial del arte, como sostuvo Vassily Kandinsky, sigue siendo el de forzarnos a redirigir la mirada, como si estrenáramos ojos nuevos, para formular nuevas preguntas. Algo que resulta especialmente estimulante cuando el arte se alía con la tecnociencia para abordar, por ejemplo, los retos de la física de partículas y la física de altas energías, como apunta Mónica Bello, la española que dirige el programa Arts at CERN. El mundo hoy flota en un universo que no tiene nada de simple, ni se puede pretender observar (ni interpretar) a “simple vista”.
Mirar más lejos y mucho antes en el epacio-tiempo
El telescopio James Webb está ahora, aproximadamente, a 1,5 millones de kilómetros y, desde allí, y a diferencia del Hubble (que es básicamente un telescopio óptico) observa lo que no podemos ver en las frecuencias más lejanas del espacio y del tiempo. James Webb es fundamentalmente un telescopio que mira en las frecuencias del infrarrojo, lo que significa que mira más lejos y mucho antes en el espacio-tiempo, penetrando además en regiones de alta densidad de absorción lumínica (como nubes de gas o nubes de polvo). Y todo ello lo hace ofreciendo imágenes de mayor resolución y en menos tiempo de exposición que sus predecesores.
Que James Webb observe en el infrarrojo universal significa, grosso modo, que gracias a él podemos observar aquellos rastros que dejaron las acciones del universo en el principio de los tiempos. Es decir, acciones que se escurren hacia frecuencias ya casi inaprensibles, o, como dicen los físicos y astrónomos, frecuencias en el corrimiento al rojo en la parte menos energética (más roja) del espectro visible.
Las primeras imágenes del lejano universo
James Webb sí ve algo ahí, aunque nosotros, animales humanos de dos ojos, no podamos. Pero lo que realmente ve no se corresponde visualmente con las primeras imágenes del lejano universo que nos presentó tan estratégica y oportunamente Joe Biden, el actual presidente de los EE UU. Al contrario, lo que realmente hace es capturar imágenes que aún no tienen color y que, cómo no, hay que modelizar, limpiar de interferencias y ensamblar a partir de miles de datos para, finalmente, traducir sus múltiples frecuencias de luz en una sola imagen que sea perceptible y entendible por nuestro sistema de visión ojos-cerebro.
Es aquí donde se inicia el baile entre el arte y la tecnociencia: necesitamos trabajar con la melodía de los datos y el ritmo de la ficción de su formalización, pero no para falsear nada (al menos no en este caso) sino para traducir los datos a lo que nuestros ojos serían capaces de ver si pudieran hacerlo en el infrarrojo. Es decir, necesitamos cualificar los datos, asignando colores a las diferentes frecuencias de luz para que nuestros ojos los corrijan y entiendan automáticamente.
Imaginar cómo se ve lo invisible
Un equipo de artistas y artesanos especialistas de la imagen (aquellos capaces de mentir de la manera más veraz) han formado parte esencial del equipo transdisciplinar del telescopio espacial James Webb. Gracias a ellos y ellas, podemos acercarnos a estas imágenes, imaginar cómo se ve lo invisible, lo remoto y lo pretérito, desde una ficción tangible que se arriesga a reconstruir la formación de mundos, estrellas, galaxias y universos.
Pero cuidado, la función del arte aquí no es únicamente la de ilustrar los avances de la tecnociencia. El arte tiene su propia autonomía. El arte sabe mirar de otra manera, y sabe pensar sobre lo percibido para crear objetos de pensamiento transversal.
El arte es un activo motor de conocimiento en sí mismo que, cuando establece sinergias con la tecnociencia, opera como una baliza crítica, como un imaginativo colaborador de sus procesos de formalización o como un inquisitivo decodificador de sus muros de precisión. Sea como sea, lo cierto es que nunca hemos necesitado tanto una cómoda y fluida, a la vez que crítica y desprejuiciada, colaboración entre ambos motores. De esta colaboración depende el futuro de nuestra imaginación.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Santiago Morilla no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.