Una argentina y una inglesa. Las enfermeras que vieron el horror en Malvinas, sufrieron graves secuelas y se conocieron 41 años después de la guerra
Es jueves de una tarde de marzo, a pocos días de un nuevo aniversario del inicio de la Guerra de Malvinas. En un café de la ciudad de Buenos Aires, LA NACION reúne por primera vez a Liliana Colino y Sue Allen, cuatro décadas después de haber servido como enfermeras -una por la Argentina y otra por el Reino Unido- durante el conflicto del Atlántico Sur en 1982. Se miran con emoción, se dan la mano, se abrazan. Se reconocen silenciosamente en las experiencias vividas y en las heridas que la guerra les dejó.
En mayo de 1982, Liliana y Sue eran dos jóvenes enfermeras que vivían a miles de kilómetros de distancia, tenían proyectos diferentes, pero una misma vocación de servicio. Nunca se imaginaron lo que el destino les iba a deparar.
Con 26 años, Liliana ingresó a la Fuerza Aérea Argentina en 1980, año en que, por primera vez en la historia, una fuerza militar abrió sus puertas a las mujeres. Sue, por su lado, supo desde los cinco años que quería seguir los pasos de su abuela, enfermera que sirvió durante la Primera Guerra Mundial, y se inscribió en la Escuela de Enfermería de la Marina Real al terminar la secundaria. La guerra las sorprendió a una edad en la que estaban empezando a construir su futuro y les dejó huellas imborrables que recién pudieron reconocer mucho tiempo después.
Orgullo y dolor
Liliana hoy tiene 67 años y hace 20 que dejó la enfermería para dedicarse exclusivamente a su profesión de veterinaria. Había terminado las dos carreras cuando ingresó a la Fuerza Aérea, pero una prevaleció sobre la otra en aquel momento. Tiene un pequeño consultorio en su casa, en Flores.
Sentada detrás de un escritorio, escoltada por diplomas y certificados profesionales, cuenta que antes de entrar a la Fuerza Aérea quiso ser guardaparques. “Pero me rechazaron por ser mujer”, recuerda. Cuando abandonó la oficina de Parques Nacionales vio desde un colectivo un cartel de la Fuerza Aérea convocando mujeres y decidió presentarse.
Hija de un veterinario y una maestra, Liliana pertenece a una clásica familia de clase media argentina. Durante su infancia y adolescencia vivió en el barrio de Caballito y se formó en escuelas públicas. “En esa época, a todos los chicos nos enseñaban que las Malvinas eran argentinas, ¿cómo no iba a estar orgullosa de servir a mi país?”, plantea haciendo un gesto de obviedad con sus brazos y sus cejas. Por eso, cuando en la mañana del 2 de abril de 1982 su padre la despertó exultante para decirle que habíamos recuperado las islas, ella -entre dormida y sorprendida- le respondió: “¡Pero si son nuestras!”.
Un velo vidrioso empaña sus ojos pequeños y muy delineados de negro cuando habla de sus problemas de salud. Es muy delgada y debe administrarse inmunoglobulina en forma crónica por la inmunodeficiencia que le provocó el estrés postraumático. La fragilidad de su cuerpo contrasta con una mirada fuerte y una postura altiva, sobre todo cuando subraya sus ideas con pasión. “Para mí, fue un orgullo haber pisado las islas con la bandera argentina desplegada. Nunca lo voy a olvidar”, enfatiza.
De Londres al Atlántico Sur
Del otro lado del Atlántico, la vida de Sue era muy diferente a la de Liliana en aquellos años. Hija única en una familia de padres de edad avanzada, creció en un vecindario elegante de Londres y su abuela era la figura más inspiradora para ella. No solo se había desempeñado en la Primera Guerra Mundial como enfermera, durante la Segunda Guerra Mundial fue voluntaria en el pueblo donde vivían. “La vocación de servicio la descubrí con ella y, desde muy pequeña, supe que quería ser enfermera.”, dice Sue, a los 64 años.
En abril de 1982, el conflicto bélico llegó desde el lugar menos pensado. “Cuando me convocaron en la Escuela de Enfermería donde trabajaba, tuve que ir a buscar un mapa porque no sabía ni dónde quedaban las islas”, rememora “No entendía lo que estaba pasando ni me podía imaginar lo que vendría después”, agrega mientras abre muy grandes sus ojos claros y rasgados.
Con voz muy suave y pronunciación lenta, busca asegurarse ser comprendida y se mueve con delicadeza mientras escucha y piensa con tiempo las respuestas. Le gustaría hablar español, pero no sabe ni una palabra y, varias veces durante la conversación, pide disculpas por eso. Es la primera vez que visita el país y lo recorre junto a su marido, un profesor de la Universidad Queen’s en Belfast, Irlanda, donde residen desde que se casaron. Su cabello largo y rubio enmarca un rostro de piel muy blanca, que mantiene en todo momento una expresión de dulzura y serenidad.
“No me dieron mucho tiempo para pensar en aquel momento”, retoma. En solo 72 horas tenía que embarcar. Tuvo que comprar su equipamiento durante un fin de semana y se despidió de sus padres por teléfono. “Pensé en mi abuela. Las dos íbamos a estar unidas por la misma experiencia”, repasa. Su destino era el el Buque Hospital SS Uganda, un crucero de turismo que el gobierno británico reacondicionó para la guerra. Era el más grande de los cuatro buques hospital que habían enviado a las Islas Malvinas, que se mantuvo en constante contacto con los buques hospital argentinos, el Irízar y el Bahía Paraíso. Hubo intercambios de medicación, donación de sangre y atención de heridos de ambos países.
La única mujer militar que pisó las islas en combate
Liliana llegó a Comodoro Rivadavia a principios de mayo para servir en el Hospital Reubicable Militar. En abril, un primer grupo sanitario había armado y equipado los 11 módulos que lo conformaban. Contaba con sala de mantenimiento (una planta potabilizadora y un grupo electrógeno), laboratorio, sala de rayos, quirófanos, salas de terapia intensiva y de internación.
Hasta allí eran trasladados los heridos desde las islas, mediante vuelos diarios. Las mujeres no estaban autorizadas para formar parte de la tripulación de esos vuelos, pero Liliana fue la primera y única mujer que participó en uno de ellos. Una noche, su jefe médico le pidió que se sumara porque la cantidad de urgencias aumentaba y se necesitaban terapistas. “Para evacuar a los heridos de Puerto Argentino, los aviones tenían que volar al ras del mar en silencio y durante la noche para no ser interceptados por los ingleses, aunque estuviéramos en zona de exclusión.” explica.
“Cuando bajé del avión, salí disparada por el viento y el impulso del Hércules que carreteaba en círculos, sin parar, para poder despegar rápido. Las ambulancias, mientras tanto, venían marcha atrás y, desde la plancha del avión, íbamos subiendo a los heridos y acomodándolos de acuerdo a su gravedad”, describe.
“Caminaba entre ellos con una linterna, atendiendo sus pedidos o solo escuchándolos un rato”, relata. Algunos pedían por sus mamás, otros la confundían con alguien conocido. “¿Vos no sos de Lanús?”, “¿Usted no es amiga de mi novia?”, “¿No vivís en Córdoba?” son algunas frases que aún retumban en su cabeza. Mira el escritorio, como si allí hubiera una pantalla en la que reaparecen esos rostros.
“Atendíamos a todos por igual”
Sue no tiene recuerdos tan detallados. Su memoria seleccionó qué guardar, luego de un largo tratamiento por una profunda depresión que le provocó la guerra. “La prioridad era la necesidad. Atendíamos a todos por igual, no nos importaba ni nos fijábamos de qué nacionalidad eran”, expresa.
Ella trabajaba junto a 30 enfermeras militares que, al igual que las argentinas, no fueron reconocidas por la valentía y el esfuerzo durante el conflicto.
Embarcadas de manera permanente, vivían a merced de posibles incendios provocados por los ataques aéreos o sacudidas por olas inmensas que las obligaban a atarse a las camillas en algunos casos. “A veces estaba enojada y, otras, conmovida,” susurra como si buceara sensaciones dentro de su alma.
Secuelas de la guerra
A los pocos días de terminar la guerra, Liliana y Sue volvieron a sus actividades, sin tiempo para recuperarse. Sin terapia y sin contención, Liliana fue convocada para presentarse en la Escuela de Aviación Militar, donde permaneció durante seis meses, sin hablar de lo que había vivido, sin compartir sus recuerdos.
“No te daban tiempo a sentirte mal...el entrenamiento y el estudio me dejaban muy cansada. A los seis meses, volví al Hospital Aeronáutico y tampoco nadie hablaba de la guerra”, recuerda. “Yo me metí en la vorágine del trabajo y, paralelamente, hacía guardias veterinarias en un hospital”, añade. En 1986, pidió el retiro porque no la promocionaron a la par de sus compañeros hombres. “Hacíamos el mismo trabajo, pero no nos reconocían. Me quejé, no me escucharon y me fui”, explica sin manifestar rencor ni arrepentimiento.
Trabajó como enfermera en la Fundación Favaloro hasta el año 2000, un período en el que comenzó a padecer algunos inconvenientes de salud que luego serían identificados como secuelas de la guerra. Además de sufrir problemas respiratorios, bajaba de peso, se sentía débil y repetía cuadros infecciosos. Hacia fines de la década del 90, su estado empeoró y llegó a tener cinco neumonías en un año. La internaron y le diagnosticaron inmunodeficiencia común variable. “Podés tenés la predisposición a padecer la enfermedad, pero el estrés postraumático te la desbloquea. La guerra me había dejado sus huellas y el cuerpo habló”, reflexiona Liliana, que debe administrarse inmunoglobulina todas las semanas.
Sue, por su parte, llegó a fines de julio de 1982 a Southampton y le dieron dos semanas para reincorporarse. Siguió trabajando muchos años como enfermera y, como tampoco recibió ninguna promoción ni reconocimiento, entró a la universidad para alcanzar el nivel académico que había empezado a exigirse en ese momento.
“Hoy veo muy controvertido el poco tiempo que nos dieron al llegar. No tuvimos tiempo de adaptarnos, lo que habíamos vivido había sido muy duro y nadie reparó en eso”, manifiesta. Años más tarde, se sumó a la reserva de voluntarias entre las enfermeras militares y sirvió en diferentes lugares del mundo. Pero, en 2009, su participación en Afganistán le abrió las heridas de Malvinas que habían quedado sin tratar.
“Esa vez sí que fue difícil. Empecé a ver la guerra más profundamente, sentía que vivía en cámara lenta. Me sentía diferente, muy deprimida y decidí tomarme una pausa. Necesité alejarme, todo me había abrumado. Quería estar en mi casa. Fue un proceso de adaptación, de duelo, de duelo de Malvinas, de lo que pasa en el mundo y necesitaba procesar todo eso”, confiesa. Empezó a hacer meditación y experimentó con medicinas alternativas. De esa manera, empezó a sanar.
Durante la pandemia, ante la alta demanda de personal sanitario, volvió a ejercer como enfermera en el Hospital de Belfast. “Igual que mi abuela en la Segunda Guerra Mundial, en un tiempo de crisis, volví a servir con todo mi amor”, dice Sue.
Una conexión especial
Ambas sentían algo de ansiedad por el encuentro. Nunca se habían visto y, sin embargo, coincidieron en sus vestimentas con diseños floreados. Nada es casual.
Al verse, se sonrieron con nerviosismo. Sue no dudó un segundo en ir a abrazarla. Se quedaron un largo rato así. Se tomaron de las manos y se volvieron a abrazar.
La barrera idiomática no impidió que se conecten con miradas profundas y sostenidas. “¿Seguís cuidándote del Covid?” le preguntó Sue a Liliana, que todavía usa barbijo. Liliana le explicó sobre su enfermedad. Sue le contó de su pausa en la profesión por la depresión. Ambas saben de qué se tratan las secuelas por la guerra. Tal vez por eso, se contemplaban con admiración y comprensión.
La gente las mira sin saber la historia que las une ni que salvaron cientos de vidas en situaciones muy riesgosas para ellas. No tienen por qué reconocerlas. Pero tampoco sus países reconocieron el valor de estas mujeres. Sue nunca recibió condecoración ni promoción alguna por su actuación en la guerra. Liliana fue condecorada por la Fuerza Aérea y considerada veterana de guerra desde 1983, pero tuvo que irse de la Fuerza Aérea en1986 porque no la promocionaron cuando correspondía, de acuerdo a las normas. Hoy, en la única placa que le rinde homenaje, dentro del Hospital Aeronáutico, su nombre aparece mal escrito y nadie lo ha corregido.