Bajo amenaza de otra guerra, la dependencia de Rusia se volvió un arma de doble filo para Armenia
EREVÁN.-Son las 11 de la noche y el club de jazz está lleno, a la espera de que el legendario pianista armenio Levon Malkhasyan suba al escenario. Una banda entretiene al público hasta entonces y en el centro del salón dos mujeres rusas se levantan y se ponen a bailar, alegres y desinhibidas. Cuentan que acaban de llegar a Ereván, que necesitaban escapar del clima de guerra, y rehacer sus vidas.
La historia es igual a la de miles de ciudadanos rusos (100.000 según algunas estimaciones) que se han mudado a Ereván desde el estallido de la guerra en Ucrania. Se los puede ver también en parques, restaurantes y escuelas, y no cuesta entender por qué eligieron esta ciudad. Pueden viajar sin pasaporte, los carteles están en caracteres armenios y cirílicos, la mayoría de la población habla el ruso como segunda lengua y las huellas de la arquitectura soviética son visibles por todo el trazado urbano, como en la monumental Plaza de la República, el centro de la capital.
Los armenios les dan bienvenida a los rusos, aunque dejan oír alguna queja por el aumento del costo de vida que provocó su llegada. Pero una buena parte de la población ahora siente que la profunda dependencia económica y militar que tiene Armenia de Rusia se ha vuelto un arma de doble filo, en momentos en que crece el riesgo de una nueva guerra con la vecina Azerbaiyán.
Altas fuentes políticas, empresarias, diplomáticas y religiosas con las que pudo conversar LA NACION coinciden en que Armenia se encuentra en una situación de debilidad ante Azerbaiyán, que desde diciembre pasado mantiene bloqueado Nagorno Karabaj, un enclave en territorio azerí donde viven 120.000 armenios. “El presidente [de Azerbaiyán] Aliyev dejó en claro su propósito, él ha dicho que los armenios de ahí son ciudadanos de Azerbaiyán y si eso no lo aceptan tienen que dejar el lugar. Eso es una limpieza étnica solamente por ser armenios y por ser cristianos” denunció el presidente armenio, Vahagn Khachaturyan, durante un encuentro en el palacio presidencial.
El conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, que se enfrentaron en tres guerras en los últimos 30 años, se remonta a los años que siguieron a la caída de la Unión Soviética. Nagorno Karabaj intentó instalar un gobierno independiente, pero el territorio es internacionalmente reconocido como territorio azerí.
La guerra de 2020 terminó con un acuerdo de paz promovido por Rusia, que desplegó 2000 tropas de paz entre los dos países y garantizó el acceso a Nagorno Karabaj desde territorio armenio por el llamado corredor de Lachin. Rusia ha sido históricamente el árbitro para mantener el statu quo en la región del Cáucaso, pero la guerra de Ucrania desvío su atención y Azerbaiyán vio una ventana de oportunidad para buscar dos objetivos: recuperar el control de Nagorno Karabaj, pero también lograr continuidad territorial hasta Najivcheván, un enclave azerí en territorio armenio.
Armenia es un país castigado por su geografía: si al este tiene a Azerbaiyán, al oeste limita con Turquía, una potencia regional a la que acusa de haber perpetrado un genocidio a principios del siglo XX, y que a su vez apoya militarmente al régimen de Bakú.
“Turquía siempre ha tenido una actitud mala hacia Armenia y también sería posible que nos ataque algún día, y si nosotros cortamos la relación con Rusia no sabemos en qué situación vamos a estar”, se sincera Khachaturyan.
Moscú y Ereván han mantenido durante mucho tiempo un acuerdo de defensa y hay una base militar rusa en la localidad armenia de Gyumri. Armenia también se unió a la Unión Económica Euroasiática, no solo por razones económicas sino también con la esperanza de ganarse el favor de Rusia, según explica a LA NACION Zach Witlin, experto en la región de la consultora de riesgo Eurasia Group. Pero con un ejército debilitado y Rusia mirando para otro lado, Armenia se ha quedado sin factor de disuasión.
“La guerra de 2020 demostró que Rusia está dispuesta a hacer poco por Armenia en el conflicto de Nagorno Karabaj”, señala Witlin. “Rusia interpretó que su pacto de defensa se aplicaba solo al territorio continental de Armenia y no a Nagorno Karabaj. En casos más recientes, cuando Azerbaiyán movió fuerzas militares cerca del sudeste de Armenia como parte de la disputa fronteriza internacional, Rusia también se mantuvo callada. Esto significa que, técnicamente, Rusia sigue siendo un aliado de Armenia, pero es un aliado que no está únicamente de su lado: también tiene una relación de trabajo con Azerbaiyán y ha vendido armas a ambos bandos”, señala el analista.
Armenia no tiene otros aliados militares que Rusia. Sí mantiene cierto apoyo de Irán, con quien limita al sur, que mantiene una relación tirante con Azerbaiyán y ha advertido que no tolerará que se redibujen fronteras. Pero Teherán no participa en negociaciones diplomáticas. Es en ese complejo escenario que el gobierno armenio ha apelado a la comunidad internacional y ha intentado que Occidente movilice su aparato diplomático.
El primer ministro Nikol Pashinyan, que desde que asumió el gobierno en 2018 ha mostrado un perfil más prooccidental que sus antecesores, ha buscado hacer un equilibrio de acercarse, pero sin cortar del todo el lazo con Rusia. Como ejemplo, por un lado enfureció a Moscú en marzo pasado al ratificar el tratado de ingreso a la Corte Penal Internacional que poco antes había emitido una orden de arresto contra Vladimir Putin, por otro lado aceptó esta semana la invitación del presidente ruso a a acompañarlo en los actos del Día de la Victoria.
Azerbaiyán mantiene una carta para seducir a Occidente: busca reforzar su influencia diplomática con sus inmensas reservas de petróleo y gas, en un momento en que las sanciones a Rusia han desestabilizado los mercados energéticos. Armenia, sin grandes recursos, juega la carta de la libertad, y pide a Occidente que proteja a una democracia rodeada por regímenes autoritarios. “Biden invitó a Armenia a su Cumbre de la Democracia. Ni Rusia, ni Azerbaiyán ni Turquía estuvieron”, sintetizó el vicecanciller armenio, Paruyr Hovhannisyan.
En la frontera sur
Lo que en Ereván es una preocupación, en el sur del país es una realidad palpable. A medida que uno recorre los 250 kilómetros que separan la capital del país con Goris, una pequeña localidad de 20.000 habitantes pegada a la frontera con Nagorno Karabaj, aparecen las señales de un país que se prepara para la guerra. Al costado de la ruta hay barricadas y trincheras que no estaban antes de la guerra de 2020. En un parador rutero, coinciden vehículos militares de las fuerzas de paz rusas con camionetas de observadores de la Unión Europea. Durante esa pausa los soldados fuman y comen shawarma, pero prefieren no hablar de más.
En el centro de Goris ya no hay tantos rasgos de la influencia soviética. Sus casas de piedra de dos pisos se distinguen por una particular arquitectura. La gente camina sin demasiado apuro por la plaza, y algunos al ser consultados señalan las montañas que rodean el valle y dicen que allí están escondidos los soldados azeríes, listos para entrar en combate. En septiembre pasado, la artillería de Azerbaiyán apuntó contra esta ciudad y una casa resultó dañada. Todos coinciden en que las fuerzas pacificadoras rusas no hicieron demasiado para evitar el bloqueo a Nagorno Karabaj.
“Rusia no nos hace sentir seguros a mi familia y a mis amigos”, dice Natalie, una maestra de inglés de 22 años, que contiene las lágrimas cuando evoca la posibilidad de una nueva guerra.
Recorrer los 20 kilómetros que separan Goris de la frontera con Nagorno Karabaj sirven para palpar el nerviosismo que se vive en este rincón del mundo, donde las escaramuzas entre las fuerzas de ambos bandos pueden llegar en cualquier momento. Solo los camiones rusos y de la Cruz Roja pueden entrar al territorio, el acceso está vedado para todos los demás. Los guardias en el último control en territorio armenio se ponen nerviosos ante la llegada de un grupo desconocido, no quieren que estén ahí por mucho tiempo. Señalan un punto alto, indican que desde ahí se puede tener una buena perspectiva del lugar. Desde ese punto se puede ver el checkpoint instalado por Azerbaiyán el 23 de abril pasado que impide acceder al corredor de Lachin. A pocos metros hay un puesto de vigilancia de las fuerzas rusas que debían garantizar la libre circulación. La distancia es tan corta que no parece posible que las fuerzas azeríes hayan montado ese checkpoint sin la venia rusa.
Witlin, el analista de Eurasia, dice que por el momento los observadores creen que la paz es más probable que la guerra. Una ronda de conversaciones en Washington entre los ministros de Relaciones Exteriores de Armenia y Azerbaiyán terminó con tibios avances. Y mañana habrá una cumbre entre Aliyev y Pashinyan promovida por Bruselas, una de varias iniciativas impulsadas por la Unión Europea.
“Aún así, será muy difícil para Armenia y Azerbaiyán ponerse de acuerdo sobre algunos de los temas que bloquean un acuerdo integral. Azerbaiyán quiere que Armenia reconozca todo Nagorno Karabaj como propiedad de Azerbaiyán, y Armenia solo consideraría hacerlo si un acuerdo establece protecciones especiales o potencialmente un estatus especial para el área que aún ocupa la etnia armenia. Reducir los riesgos de seguridad será difícil dada la desconfianza entre las partes”, explica Witlin.
“Si las conversaciones de paz fracasan, existe el peligro de que el conflicto vuelva a convertirse en una situación de guerra a gran escala”, advierte.
La Iglesia Armenia
En las afueras de Ereván se encuentra Echmiadzin, uno de los lugares más sagrados del país, llamado a veces el “Vaticano” armenio. La religión sigue ocupando un lugar central y el país se enorgullece de haber sido el primer Estado oficialmente cristiano de la historia, en el año 301. Pero ahora el Estado es laico y no financia a la Iglesia. Para mantener este impactante complejo, la Iglesia Armenia depende de benefactores privados, y en este punto vuelve a notarse el entramado histórico con Rusia.
Se estima que del total de 12 millones de armenios que hay en el mundo, solo algo más de 3 millones vive en Armenia, el resto reside en otros países. La diáspora más importante es precisamente la rusa, con una población estimada en 2,5 millones de personas. Una diáspora que además tiene un gigantesco poder económico, con fuertes vínculos con el Kremlin. Echmiadzin se mantiene con fondos que aportan benefactores como el magnate ruso-armenio Samvel Karapetyan, que tiene una fortuna de 2700 millones de dólares según Forbes. Un retrato suyo acompañado de su esposa está colgado en la sala del museo que contiene las piezas más valiosas del complejo religioso.
Durante una audiencia en la que participaron varios medios argentinos -entre ellos, LA NACION-, el patriarca de la Iglesia Armenia, Karekin II, mostró un profundo agradecimiento hacía el patriarca de Moscú, Kiril, que no ha ocultado su fuerte apoyo a la invasión a Ucrania de Vladimir Putin.
Karekin II dijo que gracias a las gestiones de Kiril, que ha tenido polémicas expresiones sobre la guerra de Ucrania, se logró preservar un monasterio y otros objetos sagrados que están en los territorios que hoy están en disputa entre Armenia y Azerbaiyán. El también llamado “catholicós” también manifestó preocupación por que los “120.000 armenios” que viven en Nagorno Karabaj sufran “otro genocidio”. “Esperamos que Rusia garantice que se cumpla el acuerdo de paz”, agregó.
Son las 11.55 en el club de jazz de Ereván. Las dos mujeres rusas tomaron asiento. Detrás de ellas, colgados en una de las paredes del local, hay fotos del mítico pianista armenio con celebridades y políticos. Está con Boris Yeltsin, con Dimitri Medveded y, también, con Vladimir Putin. En cinco minutos las luces se apagarán y, al menos por un rato, con la magia de su piano, Malkhasyan hará que el público se olvide de todos los males del mundo.