Aimé Bonpland, el brillante botánico opacado por Alexander von Humboldt que se enamoró de Latinoamérica
"A pesar de todo" -escribió en una carta de 1848 Aimé Bonpland una década antes de morir- "estoy feliz".
"Sí, mi estimado amigo, soy un viejo juvenil y feliz, viviendo entre flores y seres queridos. Esta maravillosa América, llena de contrastes, me ha atado con fuertes lazos".
En esa América pasó 47 de sus 85 años de vida, que empezó en La Rochelle, una ciudad costera del sudoeste de Francia, en 1773.
Estudió medicina con los mejores de la época en París, y también con los más célebres naturalistas, disciplina por la que desarrolló un profundo interés que lo llevó al continente del que se enamoraría en uno de los viajes más colosales de la historia.
Por sus hazañas en el Nuevo Mundo y por sus grandes conocimientos se hizo famoso y recibió los más altos honores en Francia y Prusia.
Pero con el tiempo, su nombre fue perdiendo su brillo, aunque jamás se borró su rastro.
Es el nombre de un pico en los Andes de Venezuela, de un calamar en el mar Mediterráneo, de un género de plantas y hasta de un cráter en la Luna.
Hay dos revistas especializadas, varias calles en Latinoamérica, una ciudad y un mercado en Argentina nombrados en su honor.
Sin embargo, a menudo su vida aparece solamente como un apéndice de la de su brillante amigo: el aristócrata prusiano Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander, Freiherr (barón) von Humboldt.
Compañeros de viaje
La aventura comenzó cuando conoció a Humboldt, el verdadero Alejandro Magno según George Sarton -el fundador de la historia de la ciencia como disciplina académica-, pues el nacido en Macedonia en 356 a.C. "degeneró en un dictador".
Con Humboldt, Bonpland hizo ese viaje a la región equinoccial de América en el que, entre 1799 y 1804, cubrieron unos 15.000 kilómetros, casi todos por territorios inexplorados.
A pesar de muchas dificultades y tribulaciones, regresaron con una inmensa cantidad de información que sigue dando frutos.
Desde determinaciones de longitudes y latitudes hasta mediciones de los componentes del campo geomagnético de la Tierra; de observaciones diarias de temperaturas y presión barométrica a datos estadísticos sobre las condiciones sociales y económicas de México.
Además una vasta colección de nuevas plantas.
Tras su triunfal regreso a París, Humboldt se aseguró de que se reconociera el mérito de quien, por cuestiones burocráticas, había sido descrito como su asistente, subrayando siempre que Bonpland había sido quien había recolectado la mayoría de esas plantas y descrito el 80% de lo hallado.
Obtuvo para él una pensión del gobierno francés y más tarde le consigió trabajo con la emperatriz Josefina, la primera esposa de Napoleón I, como su jardinero en jefe (y luego intendente) en el castillo de Malmaison.
Un jardín sin igual
El cargo era equivalente a ser el jefe científico de un jardín botánico.
La emperatriz era una ambiciosa horticultora que se valió de los expertos del siglo XVIII y de la riqueza y el alcance imperial de su esposo para crear una colección única de flora exótica que llegó a tener más de 250 variedades de plantas.
Allí, Bonpland fue feliz: además de recoger y clasificar hierbas y plantas, nada le gustaba más que sembrarlas y verlas crecer.
Esas actividades prácticas lo absorbían al punto de dejar de lado la tarea pendiente de escribir sobre el viaje, para frustración de Humboldt, el coautor de esos indispensables y valiosos recuentos.
Ya habían publicado juntos, en 1805, "Ensayo sobre la geografía de las plantas", y durante el primer año de su servicio con la emperatriz, "Plantas equinocciales", pero no fue sino hasta 1814 que Humboldt y Bonpland pudieron publicar "Narrativa personal de los viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente".
Y es que, como subraya la mayoría de los estudiosos, Bonpland escribía mucho -en sus numerosas libretas y cartas- pero publicaba poco. Anotar la minucia de todo lo que observaba lo apasionaba, pero tornar esas anotaciones en una narración para un libro, no tanto.
Cuando Bonpland decidió dejar Francia tras la muerte de la emperatriz Josefina, aún quedaban temas en el tintero.
Eventualmente Humboldt recurrió a otro escritor para que convirtiera lo escrito por su compañero de viaje en texto publicable.
Regreso a su paraíso
Bonpland soñaba con regresar a América y durante un tiempo consideró aceptar las tentadoras ofertas que le había hecho su amigo Simón Bolívar para que se fuera a Colombia.
Sin embargo, en esa Latinoamérica ebullente de la época, la política hacía que los planes cambiaran bruscamente y, terminó aceptando la invitación de Bernardino Rivadavia, el presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata (más tarde Argentina).
Zarpó con destino a Buenos Aires en noviembre de 1816, con su nueva esposa e hijastra.
Sus primeros cuatro años no fueron los más felices: aunque enseñaba en la universidad, practicaba medicina y, por supuesto, recolectaba plantas, tuvo muchas dificultades financieras y maritales. Finalmente, decidió dejar la ciudad y a su familia en pos de una vida más afín con sus intereses... y la encontró.
En una antigua reducción jesuíta de Santa Ana, cerca del río Paraná, empezó a cultivar, entre otras cosas, yerba mate.
Con sus conocimientos y un grupo de indígenas, la plantación prosperó.
Pero un día de diciembre de 1821 fue atacada y saqueada por 400 paraguayos enviados por José Gaspar García Rodríguez de Francia y Velasco, también conocido como el doctor Francia, quien para entonces ya era el Dictador Perpetuo de la República del Paraguay.
¿La razón? Lo acusó de ser un espía porteño en una zona conflictiva, pues estaba en disputa entre la Confederación Argentina y Paraguay. Sin embargo muchos afirman que fue porque Francia quería tener el monopolio del negocio de la yerba mate.
El caso es que quienes trabajaban con Bonpland fueron heridos o asesinados, y él fue encadenado y llevado a Paraguay donde lo hizo prisionero, prohibiéndole la salida de un pequeño pueblo, donde sólo podía moverse libremente en un radio de unas leguas.
Durante años, de nada valieron los esfuerzos de los gobiernos de Francia y Reino Unido, o los de Humboldt u otras personalidades, ni siquiera las amenazas de Simón Bolívar de ir a derrocar al dictador y liberar a su amigo.
Finalmente, en 1829 Francia repentinamente cedió y le dio a Bonpland 5 días para dejar el país.
Volver a empezar
Una vez más, por culpa del Dictador Perpetuo de la República del Paraguay, se quedó sin lo que había logrado crear durante los años privado de libertad: "Tuve que dejar en Paraguay un establecimiento agrícola en plena prosperidad", contó Bonpland en una carta a un amigo, detallando que sembraba, entre otras cosas, caña de azúcar, algodón y yerba mate, así como cítricos y viñedos, y que tenía ganado, caballos y mulas.
"También he dejado una destilería, un aserradero, una herrería y un hospital compuesto de cuatro habitaciones, donde tenía constantemente enfermos".
Dejó atrás también a los amigos que había hecho, particularmente los nativos a los que había atendido médicamente y con los que había compartido su vida y sus conocimientos. Además, por orden de Francia, se tuvo que separar de su nueva familia, que había formado con la hija de un cacique de la familia de los Pañá, con quien tuvo dos hijos.
Ante la oferta de volver a Europa, reflexiona: "Habituado a vivir al aire libre, a la sombra de los árboles seculares de América, a oir el canto de los pájaros que suspenden sus nidos sobre mi cabeza, a sentarme viendo correr a mis pies las puras aguas de un arroyo; ¿qué encontraría yo en el barrio más aristocrático y brillante de París?"
Respondiéndose a sí mismo que sólo una oficina decide: "Perdería lo que yo más quiero, (...), mis plantas que hacen mi alegría y mi vida. No, no, es aquí donde debo vivir y morir".
Y así fue.
Bosques, campos y amor
Bonpland se fue primero en São Borja (hoy Brasil) y, cuando la guerra empobreció esa tierra, se mudó a Santa Ana (Argentina), a orillas del río Uruguay, donde tenía a mano bosques para herborizar y campos para sembrar.
No todo fue paz: a ambos lados del río hubo episodios bélicos, algunos muy sangrientos, y en una ocasión su estancia fue saqueada obligándolo, otra vez, a empezar de nuevo.
No obstante, fue ahí donde, tuvo otros tres hijos con Victoriana Cristaldo, una viuda de Corrientes que se convirtió en su pareja cuando ella tenía 35 años y él 65.
Aunque no volvió a ejercer la medicina como profesión, siempre atendió a quienes lo necesitaban, que eran muchos, e hizo -y enseñó a hacer- medicinas con las plantas que identificaba como curativas.
Nunca dejó la tarea que había empezado décadas atrás: conocer, recolectar, describir y clasificar la naturaleza americana.
A los 84 años todavía le escribía emocionado cartas a Humboldt sobre la flora del continente que habían explorado juntos.
Un año después, murió, el 11 de mayo de 1858.
Sus dos muertes
El recuento de la vida de Bonpland ha estado siempre teñido con un tinte de realismo mágico, aunque con el tiempo, se han ido marcando las fronteras entre la realidad y la fantasía.
Se dice que fue el médico del ejército del argentino José María Paz durante la Guerra del Brasil (1825-1828), que participó en la coalición del Litoral contra el militar y político argentino Juan Manuel de Rosas, que fue agente para los franceses y los británicos durante el Bloqueo anglo-francés al río de la Plata (1845-1850) y hasta que se involucró en el tráfico de armas.
Pero quizás lo más pintoresco es lo que cuentan que ocurrió después de su muerte.
Al parecer, Bonpland fue llevado agonizante en una carreta tirada por bueyes desde su hogar a la ciudad del este de la provincia de Corrientes que hoy se llama Paso de los Libres.
La idea era embalsamar su cuerpo ahí, velarlo y llevarlo a la capital provincial, para enterrarlo con honores.
Sin embargo, en algún momento alguien acuchilló el cadáver.
Una versión dice que ocurrió en el camino a Paso de los Libres; otra, que fue mientras estaba al aire libre secándose durante el proceso de embalsamiento.
Una tercera cuenta que quien perpetró el extraño (y redundante) crimen fue su cuñado, Diego Cristaldo, quien llegó a caballo completamente borracho durante la capilla ardiente, saludó al difunto y, enfurecido porque este no tuvo la decencia de responderle, apuñaló su cuerpo embalsamado.
El caso es que las puñaladas arruinaron el efecto del embalsamiento, así que su hija tuvo que enterrarlo en el cementerio de Paso de los Libres.
Más tarde, inspiraría a grandes escritores, como Gabriel García Márquez, en "El general en su laberinto", y Augusto Roa Bastos, en "Yo, el supremo".
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