Adiós a Alejandro Armengol, hombre sensible y amigo con malas pulgas

Conocí a Alejandro Armengol una noche del verano de 1971 en La Habana, una época llena de crispación, de vigilancia policial, de férrea censura y sin libertades, en que desde el amanecer el día era una queja y uno solo soñaba que alguna vez nos iríamos del país en lo que fuera. Me lo presentó Richard Oteiza a la entrada de la Cinemateca de 23 entre 10 y 12, donde coincidimos para ver Un condenado a muerte se escapa, una de las joyas imprescindibles del director francés Robert Bresson.

No estaba solo, sino con una mujer que ese mismo día supe que era su mujer: Sara Calvo. Desde ese día los vi mucho, casi siempre por el Vedado, y casi siempre a la entrada o a la salida de un cine, la mayor parte de las veces, en el cineclub Enrique José Varona o en la Cinemateca. Y también desde ese día pasaron a ser Sara y Armengol, casi como si uno dijera Olga y Tony, Piloto y Vera o Simon & Garfunkel.

Un día que estaba matando la noche con dos amigos en Coppelia, coincidí con ellos dos en la heladería. Delante de un Tres Gracias, una Copa Lolita y una Canoa, alguien habló de jazz y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Mis amigos (uno, furioso fanático del rock and roll, el otro, un empedernido amante de la ópera y la música clásica) y yo, fogueado en los boleros, el chachachá y más tarde en los Beatles, nos quedamos pasmados cuando sin pretensiones ni poses de pedantería, sino como si conversara de la cosa más natural del mundo, bajo la mirada de aprobación y admiración de Sara, Armengol se puso a hablar sin parar de jazz. Y lo hizo con la pasión y la puntería de un experto cazador de búfalos africanos.

La jornada se prolongó hasta la madrugada y, entre decenas de músicos, los nombres de John Coltrane, Sydney Bechet, Charlie Parker y Gerry Mulligan se me quedaron varios días dándome vueltas en la cabeza. No tardé mucho en saber que además del jazz, también le fascinaban clásicos como Liszt, Brahms y Béla Bartók, la literatura y el cine. Para mí, que cuando aquello leía todo lo que me cayera en las manos (desde gigantes como William Faulkner, Borges y Marcel Proust hasta los bodrios de Manuel Cofiño, David Buzzi y Miguel Cossío Woodward), que adoraba el cine por encima de todo, encontrarme un tipo así fue como descubrir una inteligencia enorme con dos patas grandes. Hablar con los dos era darse un necesario baño de cultura.

Entonces, Armengol tenía apenas veintiún años.

Alejandro Armengol ha muerto la semana pasada en la tropical y calurosa Miami que nunca quiso, donde vivía en un apartamento repleto de libros, CDs de todo tipo, un eterno humo de tabaco, botellas de vino y sin perros ni gatos. Y Sara se ha quedado sola.

Había nacido el 16 de enero de 1949 en Camagüey, donde cada esquina arrastraba el venerado nombre de un patriota, en el hogar de una familia de clase media en la que siempre se sintió un extraño. Todavía sin cumplir los dieciséis años se fue a estudiar a La Habana. El edificio donde vivía quedaba en la esquina de 27 y G, a dos cuadras de la calle 23, una de las principales del Vedado, y las avenidas, los cines, los árboles, los parques y el ambiente de la zona lo deslumbraron. Más de una vez lo escuché decir o me dijo: “La Habana es El Vedado. Hubiera dado cualquier cosa por haber nacido en el Vedado”. Yo, que nací en pleno Vedado, en la calle J #461 entre 23 y 25, cuando aún las comadronas atendían a las madres en las casas, lo miraba satisfecho y burlón.

Sin ningún fervor revolucionario y sin tener una mejor opción, sobre todo para escapar del abominable Servicio Militar Obligatorio, se resignó a ir a la Universidad de La Habana y a estudiar Ingeniería Eléctrica en la CUJAE, que quedaba en la Siberia. Poco a poco, empezó a dejar de ir a clases, a leer, a recorrer las librerías que sobrevivían la erosión histórica y a ir mucho al cine (casi siempre a los mismos: Radiocentro, La Rampa, el Acapulco y el Trianón, todos en el Vedado) en una época en que, realmente, se podía encontrar de todo.

Ante la ausencia del acostumbrado cine americano, películas como Viridiana, Los amores de una rubita, El bravo, A pleno sol, La dulce vida, Cenizas y diamantes, Accattone y Tom Jones empezaron a cambiarle la vida. Había llegado a la capital huyendo del pueblo donde lo consideraban un apático al régimen. En La Habana buscó un consuelo al hecho de no poder irse del país y en la ciudad se convirtió en un habanero más. Solo deseaba irse de Cuba, pero los 27 años que se exigían estaban aún muy lejos. La universidad le servía para escapar del ejército, su preocupación mayor. Nunca supo bien, cómo dejó la Ingeniería Eléctrica y pasó a estudiar Psicología.

Su amor por el cine lo llevó a colaborar en la revista Arte 7, vinculada a la Universidad de La Habana, donde integró el Consejo de Redacción. El proyecto independiente no duró mucho y, en medio del control de los burócratas y la férrea censura estatal, el propio Alfredo Guevara ordenó que se cerrara.

Seguí viendo mucho a Sara y Armengol por toda La Habana, el Vedado más bien. Casi siempre a la entrada o a la salida de un cine, pero también en la pizzería La Romanita, en 16 y Línea, donde el cascarrabias, astuto y perspicaz cinéfilo de Héctor Pedreira —amigo de ellos y mío— que trabajaba como camarero, nos colaba olímpicamente sin hacer la insoportable cola que siempre había.

Ocurrió lo de la Embajada de Perú, surgió el Mariel y el sábado 20 de mayo de 1980 me fui en un camaronero atestado de gente de todos los pelajes. Ya era 1983, yo vivía en Elizabeth, un pueblo de New Jersey que se parecía Quivicán, y por una carta me enteré que Sara y Armengol se habían largado de Cuba a través de Costa Rica y andaban por Chicago. Me mudé a Miami en el 90 y una mañana que pasé por la Rama Hispana de la Red de Bibliotecas de Miami-Dade, me encontré a Armengol en una esquina buscando un libro. Hablamos un largo rato de la bobería que hablan los cubanos cuando se tropiezan después de un tiempo sin verse y terminamos tomando café en una Esquina de Tejas muy diferente de la vieja en que un bongosero desconocido escribía su nombre con tiza: Chori.

Con el tiempo coincidimos en el Nuevo Herald, donde él trabajaba como editor de mesa y columnista, y yo de traductor. Y nos pusimos al día de casi todo. Fui a su casa muchas veces y Sara y él fueron a la mía otras tantas, en reuniones de amigos viejos y nuevos.

Cuando yo iba a las librerías Barnes & Noble y a Books and Books, ponía sus libros La galería invisible, Miamenses y más y Cuaderno interrumpido en lugares destacados de los estantes, mientras escondía detrás de un manual de locomotoras búlgaras o de tarántulas libanesas, los de autores odiados como Ariel Dorfman, Mario Benedetti y Eduardo Galeano. Cuando se lo contaba, se moría de la risa.

Armengol tenía fama —y era— de ser un tipo distante, parco, hermético, ácido, de pocas palabras, callado, con una indescifrable y mordaz amargura. Salvo en cuestiones estéticas, en política no podíamos ser más diferentes y más de una vez discutimos abiertamente críticos, casi siempre salpicados por el tono de relajo cubano. Me acuerdo que se insultó conmigo cuando la noticia de la muerte de Barbarroja en un presunto accidente me llenó de alegría y en plena redacción, grité para provocar al que provocara: “¡Coño, uno menos!”.

A muchos no les caía bien. Sin embargo, entre socios, y más si entraba en confianza y hablaba de cine, de música o de literatura, la conversación se volvía ávida, vehemente y gozosa. Con su melena revuelta y su barba de Michel Simon, en el periódico, jamás se inclinó ante nadie, nunca se calló ante lo que no le gustaba ni le celebró un chiste a ningún jefe.

Cuando mi amigo Roberto Madrigal, que desde hace unos doce años escribe una columna de cine con el título de Arte 7, en la revista Cubaencuentro, que Armengol dirigía desde hacía diez años, me llamó para decirme que Armengol había muerto el día antes de un fulminante cáncer de páncreas que, al parecer, se le había detectado apenas nueve días atrás, me hizo leña la tarde. Nunca llegamos a ser íntimos, pero sí fuimos amigos, mucho más que colegas, y la noticia de su muerte no solo me sorprendió, sino que me ha dolido profundamente.

Un domingo, uno de esos aburridos domingos en el periódico en que no se caía ningún avión, nadie le hacía un atentado al papa y Fidel Castro seguía sin morirse, Armengol tenía el día libre y un redactor que buscaba una computadora, fue a sentarse en su buró. Pero alguien lo atajó a tiempo: “Ese es el buró de Armengol, ni se te ocurra sentarte ahí: está lleno de malas pulgas”.

Tenía razón, pero también debió haber dicho que se podía contagiar de la irradiación de un hombre sensible, admirable columnista y lector inteligente; de un tipo con ojo avizor para el cine, oído para la música y firme en sus convicciones.