Aceleradores: el rol clave que cumple un grupo de docentes con los alumnos de primaria que tienen trayectorias débiles

Maribel Bugallo, una de las docentes aceleradoras de la Escuela Nicolás Avellaneda
Maribel Bugallo, una de las docentes aceleradoras de la Escuela Nicolás Avellaneda - Créditos: @SANTIAGO CICHERO/AFV

Por casi todo el tiempo que duró la pandemia, Jaime (no es su nombre real) casi no tuvo contacto con la escuela. De hecho, las maestras no pudieron ubicarlo más que una o dos veces para llevarle las fotocopias de las actividades. Nunca se conectó a un Zoom, ni entregó actividades por la plataforma virtual. Cuando volvió la presencialidad, en 2021, asistió muy poquito. Por eso, este año, al regresar al aula, en una escuela pública en Recoleta, aunque tiene 11 años, no estaba para estar en sexto grado. Es más, pese a que copiaba lo que escribía la maestra en el pizarrón, las docentes descubrieron que casi no estaba alfabetizado. Reconocía las letras, podía copiarlas. Pero no podía leerlas. Y mucho menos escribir palabras por sí solo.

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En 2019, había terminado tercer grado con mucha dificultad, sin completar la alfabetización. Y durante la pandemia, había estado la mayor parte del tiempo en su casa, o en la calle con sus vecinos. A ese ritmo, iba a estar hasta los 14 o 15 años en la primaria. Esto, incrementaba las chances de que finalmente abandonara la escuela. Por eso, sus docentes decidieron incluirlo en un programa de aceleración que depende del Ministerio de Educación porteño, destinado a los alumnos que tienen sobreedad de más de dos años. La idea es apuntalarlos y ayudarlos acreditar dos años en uno para ponerse a tono con sus compañeros sin tener que perder el curso.

Para lograr que eso suceda, es decir, que un chico revierta su trayectoria y acelere su ritmo, se necesita mucho trabajo. Pero por sobre todo, mucho corazón. Jaime, desde que participa de este programa, todas las semanas, durante el horario de clase, sale un par de horas del grado, y mientras sus compañeros tienen alguna hora especial, él se suma a un grupo de aceleración del que participan otros cuatro o chico chicos con sobreedad como él. Y desde allí, trabaja con diferentes docentes en proyectos especiales. Los docentes lo notan motivado, distinto. Como si fuera otro chico.

 Sabrina Silberstein, otra de las docentes aceleradoras
Sabrina Silberstein, otra de las docentes aceleradoras - Créditos: @SANTIAGO CICHERO/AFV

El objetivo de las clases de aceleración no es hacer tarea ni recibir apoyo escolar, sino buscar cómo revincular a estos alumnos con el conocimiento. Buscar en su realidad, en sus intereses, en sus motivaciones un para qué. Una razón lo suficientemente valedera como para que decidan meterse de lleno en el mundo de letras, números y saberes varios.

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Números

No es sencillo. En la ciudad, hoy hay unos 600 chicos que por distintas razones presentan dos o más años de sobreedad con respecto a sus compañeros. La mayoría, debido a las inasistencias, ya que la familia se mudó, viajó o no pudo sostener la regularidad de llevarlos todos los días a clases. Aunque el programa existe desde hace 20 años, con la pandemia, la cantidad de chicos se incrementó. Y no solo eso, también se profundizó, explica Silvia Pulice, coordinadora de los programas socioeducativos del Ministerio de Educación porteño, entre los que se encuentra este programa.

“La pandemia vino a mostrar desnudeces que ya existían”, dice. El programa Grados de Aceleración o de Reorganización de las Trayectorias Escolares está destinado a alumnos con sobreedad del nivel primario. “Trabajamos con niños grandes. Por ejemplo, si detectamos un chico que tiene 11 o 12 años sin saber leer y escribir, pero que sí transitó algún tipo de escolaridad”, explica. “Uno se pregunta, ¿cómo puede ser que estuvo todos estos años sin saber leer y escribir? No es tan sencillo. Suelen ser chicos que faltan mucho, por distintas razones y que con la pandemia interrumpieron su vínculo con la escuela. Otros van, vienen, faltan, se trasladan. Tienen un aprendizaje difuso. Y, simplemente, estar en un entorno alfabetizador, como el aula no garantiza el aprendizaje Le tenemos que devolver a estos chicos la idea de que en la escuela puede aprender. Parece obvio, pero no lo es, porque muchos de ellos vienen con una trayectoria de fracasos. Muchos son los primeros en su familia en terminar la primaria. Tenemos que empoderarlos para que vuelvan a vincularse con el conocimiento”, dice.

Antes de ser aceleradora, Pulice fue directora de escuelas bilingües de zona norte. Hace 12 años se convirtió en docente del programa. Después se convirtió en la responsable. “Ser aceleradora me cambió como docente y como persona”, afirma. No exagera. Porque allí, los docentes ponen todo para lograr que esos chicos puedan subirse al tren de la educación. Desde tirarse al piso a jugar con ellos a los palitos chinos, organizar un amigo invisible de toda la escuela para motivarlos a leer y escribir, o mandarles la tarea por WhatsApp porque todo formato que los estimule a interactuar con otros mediante palabras escritas, cuenta. Los ejemplos son muchos. Y cuando llegan los resultados, la recompensa afectiva es inmensa. Como ese chico que descubrió que saber sumar le servía para ayudar a su madre en el puesto que tenía en la feria, para cobrar bien. O el que quiere ser futbolista, que se dio cuenta que necesita saber leer para que “no los suenen con los contratos”.

Muchas de las maestras, además de su formación como docentes tienen otra carrera que las completa a la hora de bajar la teoría a la realidad.

Los coordinares del programa, Silvia Pulice y Eduardo Levigne, y las docentes, Bugallo y Silberstein
Los coordinares del programa, Silvia Pulice y Eduardo Levigne, y las docentes, Bugallo y Silberstein - Créditos: @SANTIAGO CICHERO/AFV

En la práctica

En el aula de la planta baja de la escuela primaria N°8 DE 1 “Nicolás Avellaneda”, en Talcahuano 680, a pesar de ser viernes por la mañana, en la ronda hay ganas de aprender. Quien las infunde es Maribel Bugallo que además de docente aceleradora es socióloga. A su alrededor, se sientan tres chicas de ocho y nueve años que festejan los resultados de las cuentas que resuelven como si fueran goles del Mundial. Delante tienen el cuadernillo, pero cada una va por una página distinta. Una de ellas resuelve multiplicaciones y otra inventa adivinanzas numéricas para la docente. “¿Qué número multiplicado por siete me da 63?”, pregunta. Y chequea la respuesta con la tabla pitagórica, su nueva mejor amiga desde que logró conectarse con las matemáticas. “Muy bien. ¿Qué nota te vas a poner?”, la motiva la docente. “Un súper mil”, se entusiasma la pequeña. Mientras tanto, su compañera, absorta en una situación problemática de su cuadernillo, dispara una frase que a la maestra le hace sentir que valió la pena cada esfuerzo del año. “Ah, este problema me da una pista de cómo resolver el de abajo”, dice. Bugallo no puede estar más feliz. Asistir a ese momento casi mágico en el que un chico aprende a leer, o a sumar, o a multiplicar y logra automatizar ese mecanismo mental, todavía la emociona. Lo mismo que a la mayoría de las docentes que le ponen el cuerpo a esa dura lucha contra la exclusión educativa.

“Todavía nos sigue emocionando”, resume Sabrina Silberstein, capacitadora y docente del programa. “Esto es un punto de llegada. No fue así el punto de partida”, explica, sobre la situación de estas tres chicas, todas con trayectorias escolares difusas. A principio de año, casi no podían leer en voz alta. Hoy, gracias al trabajo que hacen junto a la docente, han logrado ponerse en muchos aspectos a la par de sus compañeros de cuarto grado y en algunos casos, volverse expertas. Por ejemplo, gracias a los proyectos que hicieron de ciencias sociales, sobre los inventos del siglo XX y de la cultura inca. Cuando sus compañeros estudiaron algunos de esos tópicos, ellas ya eran especialistas. “El conocimiento empodera”, apunta Silberstein. Saber más que sus compañeros les permitió dejar ese lugar de ser ante los ojos de sus compañeros, el alumno que no copia o que no abre el cuaderno, o que no participa, para pasar a ser el que levanta la mano y quiere responder primero. O que no quiere faltar porque esa clase que le toca le gusta. “Seño, ya son 11.30″, le reclama una de las niñas a Bugallo. No está pidiendo el recreo. No quiere perderse la hora de física que van a tener sus otros compañeros. Ella quiere ser parte.

Ese también es uno de los objetivos del programa. Sembrar en el corazón de los chicos las ganas y la motivación para levantarse e ir al colegio cada mañana. Más allá de la situación de la familia. Que sean ellos los que no quieren faltar. “Nos pasó este año. Y nos llena de alegría. A alguno, incluso le regalamos un despertador, porque como los papás trabajan de noche, les costaba madrugar. Y funcionó. ‘Seño, vine a esta hora porque recién me desperté, y vine’. ‘Perfecto, sumate’, le decimos. Hay que sacarle a la escuela esa carga punitiva. Porque es algo que incluso cuesta mucho después de la pandemia, que los padres los traigan a la escuela. Y como docentes tenemos que visualizar que el hecho de que vengan ya es haber ganado la mitad de la pelea”, explica Pulice. La otra parte es la motivación. “Cuando los chicos encuentran el para qué, para qué estudian, para qué vienen a la escuela, para qué vale la pena esforzarse para aprender, no los para nadie”, apunta Silberstein.