Un año de chicas que se desahogan

Alice Robb en Steps, un conocido estudio de baile en Upper West Side, un barrio de Manhattan, el 17 de febrero de 2023. (Laurel Golio/The New York Times)
Alice Robb en Steps, un conocido estudio de baile en Upper West Side, un barrio de Manhattan, el 17 de febrero de 2023. (Laurel Golio/The New York Times)

Cuando solo tenía 14 años, Priscilla Beaulieu, hija de un militar de las Fuerzas Aéreas apostado con su familia en Alemania, conoció a una de las mayores estrellas del pop del planeta. La pareja estableció una conexión y, cuando llegó el momento de separarse temporalmente, él le dio algo en recuerdo.

Ese regalo, una chaqueta militar de Elvis Presley, es un símbolo importante en “Priscilla”, el cual cuelga de la pared de su habitación como un póster arrancado de una revista. La directora de la película, Sofia Coppola, parece querer hacer hincapié en la brecha de edad que separa a la adolescente del galán (24 años y más de un año de servicio militar), pero también en la universalidad del enamoramiento de una chica, algo con lo que todo el mundo se identifica y que lo consume todo.

Poco después, en clase, en una escena que me recordó a Britney Spears contando ansiosamente los segundos que faltan para que suene el timbre en el video de “ … Baby One More Time”, una Priscilla que sueña despierta se remueve inquieta en su pupitre. Casi se pueden ver los corazones de dibujos animados flotando sobre su cabeza mientras Coppola ofrece este inquietante retrato de una adolescente arrastrada a una relación inapropiada para su edad. Sin embargo, su acertada descripción de los anhelos de la adolescencia también se me quedó grabada. Porque no importa si eres una adolescente en 1959 o en 2023, ese dolor específico —el del amor o de lo que crees que es amor— tal vez resulte familiar.

Identifico esa punzada —de esas que surgen de un fuerte anhelo de algo que está fuera de nuestro alcance— en nuestras opciones de entretenimiento de este año: a pleno pulmón y derribando puertas en “Guts”, el divertidísimo, aunque desgarrador, álbum de Olivia Rodrigo sobre las relaciones; a fuego lento en “Swarm”, la serie sobre una fan obsesionada con un hambre desbordante. y en busca de validación en “Don’t Think, Dear”, las devastadoras memorias de una bailarina sobre una carrera de ballet que se estancó en la barra. Chicas que expresan su dolor incluso cuando no pueden entenderlo del todo. Chicas que se desahogan.

El cruel tutelaje de Alice Robb

“El ballet me había dado una forma de ser una chica” una “plantilla específica”, escribe Alice Robb en “Don’t Think, Dear”.

Olivia Rodrigo en Los Ángeles, el 25 de julio de 2023. (Chantal Anderson/The New York Times)
Olivia Rodrigo en Los Ángeles, el 25 de julio de 2023. (Chantal Anderson/The New York Times)

En la escuela secundaria, lleva el pelo recogido en un chongo perfecto, un leotardo en lugar de sujetador. Estudia en la prestigiosa escuela del Ballet de la Ciudad de Nueva York. Sin embargo, a los 12 años, lucha por mantenerse al día, es expulsada después de tres años de estudio. El rechazo es irreversible y perdura durante décadas. Desesperada por una segunda oportunidad que nunca llega, se inscribe en academias de baile menos prestigiosas, donde se le rompe el corazón al ver a chicas con pies planos y chongos despeinados. Acecha a antiguas compañeras en las redes sociales y, durante 15 años, mantiene una rutina de estiramientos que espera que mantenga los contornos de un cuerpo de ballet, una indicación de que ella es “especial”.

En cada página, deseaba que Robb, ahora periodista en sus treintas, encontrara la postura que le permitiera volver a plantar los pies en el suelo.

Y me hizo pensar en la letra de una canción de Olivia Rodrigo: “Me compré toda la ropa que me dijeron que me comprara, perseguí un [palabra malsonante] ideal toda mi vida” (así es como esta superestrella del pop de 20 años lidia con la angustia del rechazo en su segundo disco, “Guts”: la rompe). Rodrigo se da cuenta de que, en sus primeras agonías: “Love Is Embarrassing”, el amor da vergüenza, (y es cierto). En ese tema estremecedor, admite el poder que ejerce sobre ella “un extraño perdedor de segunda”. En “Get Him Back”, expone en broma un conflictivo plan de venganza mientras el puente se convierte en un susurro: “Quiero besarle la cara y, luego, darle un puñetazo”, confiesa. “Quiero conocer a su madre… solo para decirle que su hijo es un asco”. Enumera sus humillaciones, pero también se ríe de ellas.

Directo al corazón roto

La niñez, estrictamente marcada en años, llega a su fin en los últimos años de la adolescencia. Pero para algunos, creo que este periodo requiere una métrica menos ordenada, que deja espacio para una transición suave hacia el final de la niñez o la adolescencia, con toda su intensificación de sentimientos, y después de la niñez, con su propia ronda de desamores. Lauryn Hill tenía 23 años en 1998 cuando publicó un álbum de relaciones para la posteridad. “The Miseducation of Lauryn Hill”; este álbum, ganador de varios discos de platino y un Grammy, relataba su recuperación de una serie de rupturas de las que se habló mucho: con su trío de hiphop, los Fugees, y con uno de sus compañeros de banda, Wyclef Jean, con quien se decía que había compartido un tormentoso romance. Para una generación de nosotros, fue como si hubiera encontrado nuestras propias cartas de amor y las hubiera leído en voz alta.

Este otoño, en el que se reunió con sus compañeros de banda, la chica de South Orange, Nueva Jersey, volvió a los escenarios para infundirle nueva vida a esa colección imborrable. En la noche del estreno de una gira de corta duración, fui testigo desde el Prudential Center de Newark de cómo Hill cantaba la exasperada súplica de “Ex-Factor”: “Por mucho que crea que crecemos, siempre me haces saber que no funciona”. Habían pasado 25 años desde “Miseducation”; un cuarto de siglo para que la perspectiva, el amor y la maternidad enderezaran unos sentimientos desmesurados. Cantó las palabras que había escrito hacía tantos años, pero esta vez su voz estaba teñida de una alegría inconfundible.

Hay un anhelo en el mundo de ficción de “Swarm”, pero muy poca alegría. Dre (Dominique Fishback), una chica de veintitantos años a la que le cuesta trabajo socializar, pasa los días publicando tributos en línea dedicados a su artista favorita, una doble de Beyoncé llamada Ni’Jah. “Creo que en cuanto me vea, sabrá que tenemos una conexión”, le dice Dre a su compañera de apartamento.

Dre es una “abeja asesina”, parte de una colmena de fanes apasionados y hará honor a su nombre: pronto emprenderá una violenta carrera por todo el país, para matar a los desprevenidos críticos virtuales de Ni’Jah. Después de cada asesinato, Dre devora hambrienta cualquier cosa con la que se encuentre: restos de pay de manzana, un sándwich. Es evidente que no está hambrienta en absoluto; lo que le busca es un vínculo. En ese sentido, no es tan diferente de las decenas de mujeres y niñas que llenaron los estadios de conciertos este verano, ataviadas con brillantes joyas de plata o los brazos llenos de brazaletes de la amistad.

c.2023 The New York Times Company