Tenía 29 años, destapó el escándalo del Estudio de Tuskegee
Jean Heller trabajaba en el Centro de Convenciones de Miami Beach cuando una colega de la Associated Press del otro extremo del país se le acercó y le entregó un sobre.
“No hago investigaciones periodísticas”, le dijo Edith Lederer a Heller, una joven reportera de 29 años, mientras la competencia tecleaba detrás de las divisiones que separaban los espacios de cada medio que cubrían la Convención Nacional Demócrata de 1972. “Pero creo que aquí puede haber algo”.
Los documentos que contenía el sobre contaban una historia que, incluso hoy, desafía la imaginación: Durante cuatro décadas, el gobierno les había negado a cientos de individuos pobres, de raza negra, tratamiento para la sífilis, para que los científicos pudiesen estudiar el deterioro que causa ese mal en el cuerpo humano.
El Servicio Nacional del Salud Pública lo llamó “Estudio de Tuskegee de la Sífilis Sin Tratar en los Hombres Negros”. Pronto el mundo lo conocería como el Estudio de Tusgekee, uno de los escándalos médicos más grandes de la historia, una atrocidad que todavía hoy alimenta la desconfianza de los afroestadounidenses en el gobierno y en el sistema de salud.
“Pensé, ‘no puede ser’”, relata Heller al recordar ese momento de hace 50 años. “El espanto que provoca”.
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La historia de cómo el estudio salió a la luz comenzó cuatro años antes, en una fiesta en San Francisco. Lederer trabajaba para la oficina de la AP allí en 1968 cuando conoció a Peter Buxtun. Tres años antes, Buxtun había trabajado para la oficina local del Servicio de Salud Pública, en 1965. Tenía que rastrear los casos de enfermedades venéreas en la Bay Area.
En 1966, Buxtun oyó a algunos colegas hablar de un estudio sobre la sífilis en Alabama. Llamó al Centro de Enfermedades Comunicables, hoy Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés), y preguntó si tenían algún material que pudiesen compartir. Recibió un sobre con diez informes, según dijo en un artículo publicado por la revista American Scholar en el 2017.
De inmediato supo que el estudio no era ético y envió informes a sus superiores, dos veces. La respuesta fue básicamente un “concéntrate en tus asuntos y olvídate de Tuskegee”, según contó.
Buxtun dejó ese trabajo. Pero nunca se olvidó de Tuskegee.
Habló con una periodista amiga, “Edie”, quien se quedó muda.
“Sabía que yo no podía hacerme cargo de esto”, comentó Lederer en una entrevista reciente. “En 1972 la AP no hubiera puesto a una joven periodista de San Francisco en un avión hacia Tuskegee, en Alabama, para investigar el tema”.
Pero le comentó a Buxtun que sabía de alguien que podía hacerlo.
Por entonces, Heller era la única mujer en el Equipo de Asignaciones Especiales de la AP, algo inusual en el periodismo. Pero no se libraba de ser blanco de las expresiones sexistas de la era. En una nota del equipo de 1968 en una publicación interna de AP, se describía al equipo como “diez hombres y una chica simpática”.
Un pie de grabado de la foto de Heller, quien es de baja estatura, la presentaba como un “duendecito... encantador y competente”.
Lederer había conocido a Heller cuando las dos trabajaron en la sede central de la AP en Nueva York, en 50 Rockefeller Plaza, donde Heller se inició en el servicio radial.
“Sabía que era una periodista excelente”, dijo Lederer.
Durante un viaje a la Florida para visitar a sus padres, Lederer hizo una pasada por Miami Beach, donde Heller era parte de un equipo que cubría la convención demócrata en la que George McGovern sería nombrado candidato a la presidencia.
En una reciente entrevistas en su casa de Carolina del Norte, Heller recordó haber puesto los documentos del SSP en su portafolio. Los leyó recién en su vuelo de regreso a Washington, donde trabajaba por entonces.
Sentada a su lado estaba Ray Stephens, el director del equipo de investigaciones. Le mostró los documentos. Stephens se dio cuenta de que el gobierno no negaba la existencia del estudio, solo se negaba a hablar de él.
Heller cuenta que Stephens le dijo: “Cuando llegues a Washington, quiero que dejes todo lo que estás haciendo y te concentres en esto”.
El gobierno se negó a hablar del estudio. Heller buscó por otro lado y habló con colegas, universidades y facultades de medicina.
Una de sus fuentes recordó haber visto alguna vez algo sobre el estudio de la sífilis en una pequeña publicación médica. Fue entonces a la biblioteca púbica de Washington.
“Pregunté si tenían algún tipo de documento, libro, revista, lo que fuere... en el que se pudiese hacer una búsqueda de palabras como ‘Tuskegee’, ‘agricultores’, ‘Servicio de Salud Pública’, ‘sífilis’”, expresó Heller.
Encontraron una poco conocida publicación médica --Heller ni se acuerda su nombre-- que había estado siguiendo los “progresos” del estudio.
Generalmente los periodistas festejan este tipo de momentos cruciales en una investigación. Pero Heller no tenía ánimo para celebrar.
“Sabía que había muerto gente y estaba a punto de decirle al mundo quienes eran y qué tuvieron”, comentó. “No me pareció oportuno alegrarme”.
Con el periódico en su poder, Heller volvió al SSP. Y esta vez bajaron la guardia.
Dice que el arranque de la nota surgió rápidamente. “Marv Arrowsmith, el jefe de la oficina, vino a mi escritorio y le dije, ‘oye, Marv, ¿publicarás esto?’”, según recuerda. “Él lo leyó, me miró y me dijo, ´¿puedes probar esto?’. Le dije que sí. ‘Adelante entonces’”.
Un reportero de medicina de la AP ayudó con las entrevistas a los médicos. En pocas semanas, el equipo sintió que tenía suficiente material como para publicar el artículo.
El despacho fue publicado el 25 de julio de 1972. Fue un relato espeluznante.
A partir de 1932, el Servicio de Salud Pública --en coordinación con el famoso Instituto de Tuskegee-- comenzó a reclutar personas de raza negra en el Macon County, en Alabama. Les decían que iban a tratar los problemas ocasionados por la “sangre mala”, expresión que abarcaba varis males, incluidos anemia, fatiga y sífilis. El tratamiento por entonces consistía básicamente en dosis de arsénico y mercurio.
A cambio de su participación, se ofrecía a los individuos exámenes médicos gratis, comidas gratis y seguros para sus entierros, siempre y cuando autorizasen al gobierno a realizar autopsias.
Más de 600 individuos se inscribieron en el programa. Lo que no se les dijo es que un tercio de ellos no recibirían tratamiento alguno, ni siquiera cuando surgió la penicilina en la década de 1940.
Cuando se publicó la nota de Heller, al menos siete de los individuos del estudio habían fallecido como consecuencia directa de la enfermedad y otros 154 por problemas cardíacos.
“Por más que hubiera mucha injusticia con los estadounidenses de raza negra por 1932, cuando empezó el estudio, no podía creer que un organismo del gobierno, por equivocado que estuviese al principio, permitiese que esto continuase por 40 años”, dijo Heller. “Es algo que me enfurecía”.
Casi cuatro meses después de que se publicase su despacho, se interrumpió el estudio.
Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.