Han pasado más de 20 años y sigo queriendo a mi mamá en voz alta | Opinión

Mientras meditaba una mañana a principios de esta semana, sentí la necesidad de pasar algún tiempo agradeciéndole al Señor por bendiciones específicas que Él ha traído a mi vida a través de los años.

Una de estas bendiciones fue mi difunta madre, Ida Belle Johnson.

Pensé en su personalidad: no era de las que mostraban sus sentimientos.

Y, si por casualidad sus sentimientos salían a la luz, siempre parecía avergonzada: por ejemplo, nunca nos dijo ni a mí ni a mi hermano Adam que nos amaba en voz alta, pero sabíamos, sin lugar a dudas, que lo hacía.

Así que, mientras reflexionaba sobre mi vida, pensé en cuántas veces había querido oír esas tres palabras —”Te amo”— de labios de mi madre.

En eso soy diferente de mi mamá. Ella era de las de “te lo demostraré”, mientras que yo soy de las de “déjame decirte lo que siento”. Prometí que siempre dejaría que mis hijos oyeran esas palabras de mis labios.

Sin embargo, a medida que he ido envejeciendo, he comprendido que el amor no siempre se dice, sino que veces se cuela en la vida de formas pequeñas, casi inadvertidas.

Como cuando mi hermano Adam y yo éramos jóvenes y pasábamos tiempo juntos con mamá, cantando un viejo cancionero de góspel, sentados alrededor de una mesa usada en el salón de nuestra nueva casa en Liberty Square Housing Project.

Y oír a mamá decir con orgullo “Escucha a mi niño...” cuando, para su sorpresa, me uní a ella cantando como contralto y ahogando el barítono de mi hermano Adam, quien cambiaba de voz.

Y recuerdo la sonrisa que se dibujó en mi cara mientras me dormía con el recuerdo de nosotros tres yendo y viniendo en mi mente mientras los sonidos de la voz de mamá resonaban en mis oídos.

Mientras meditaba sobre el recuerdo, pensé “Eso sí que es amor”.

A veces, el amor se manifestaba de otras maneras, como los sacrificios de mamá, quien recortaba algunas facturas para comprarme el vestido blanco que necesitaba para cantar en el coro de Booker T. Washington (BTW) High School.

Y comprar el pase de autobús cada semana para que pudiera viajar de Liberty City a Overtown para asistir a BTW, la escuela de mis sueños. Por aquel entonces, los abonos de autobús costaban solo 85 céntimos a la semana, pero, para una madre soltera con dos hijos, quien a menudo tenía dos trabajos para llegar a fin de mes, bien podrían haber sido $85 a la semana.

Acciones desinteresadas

Mi meditación sobre el amor de mamá me llevó hasta Williston, la Florida, en donde nací.

Recuerdo a mamá como una mujer joven y bonita, que me parecía intrépida. A menudo le doy gracias al Señor por su voluntad de llevarnos a mí y a mi hermano con ella, cuando decidió que ya era suficiente y huyó de la abusiva vida hogareña que había conocido desde que se casó con nuestro padre.

En retrospectiva, me doy cuenta del gran sacrificio que hizo, del amor tácito que demostró al llevarnos con ella cuando escapó. Su vida habría sido mucho más fácil si no hubiera tenido dos hijos pequeños.

Su mudanza fue un ejemplo de amor en voz alta sin necesidad de decir una palabra.

Mamá amaba de un modo que yo no siempre comprendía. Tardé muchos años en entender por qué quería que de mayor fuera maestra o enfermera o quizá trabajadora social. Por aquel entonces, esas eran las profesiones con las que podía contar una joven afroamericana y/o un joven afroamericano.

Sí, entonces había médicos y abogados afroamericanos en nuestros vecindarios, pero eran pocos y, para ella, solo había una Ida B. Wells.

Así que, por miedo a darme una impresión equivocada, mamá nunca me felicitó por mis dibujos o mis escritos y, aunque disfrutaba con mi canto, nunca me permitió aceptar una beca de canto en Knoxville College (ahora universidad) de Tennessee.

Entonces no lo entendía, pero acabé comprendiendo que mi madre actuaba por amor: solo intentaba evitar que me decepcionara. Mamá estaba tan atascada en el Jim Crowismo que su única visión para mí se limitaba a dos o tres profesiones que eran aceptables para los afroamericanos en un mundo casi totalmente blanco.

Sin embargo, no hubo madre más orgullosa en el planeta que mamá cuando me contrataron como la primera reportera afroamericana para The Miami Herald.

Aunque le oculté mi especialidad cuando estudiaba en Miami Dade Community College, mamá vivió para verme hacer realidad mi sueño de convertirme en redactora profesional de un gran periódico y ella se llevó el mérito, pero no me importaba: después de todo, ella había sido mi niñera las noches que tenía clases.

Y, con todas las paradas y arranques de mi vida, me doy cuenta de que nunca habría llegado tan lejos sin mi fe en Dios y la ayuda de mi madre.

Bea Hines y su madre Ida Belle Johnson, quien tenía 80 años en esta foto en 1999.
Bea Hines y su madre Ida Belle Johnson, quien tenía 80 años en esta foto en 1999.

Más tarde en la vida

A medida que envejecíamos juntas, la vida nos trajo muchos cambios. Mamá quedó postrada en cama debido a un derrame cerebral que sufrió el Domingo de Pascua de 1996 y yo me convertí en su cuidadora.

Cuando se acercaba el momento de que me dejara para ir a su hogar eterno, mamá y yo renovamos nuestro vínculo.

Y ella aprendió a decir en voz alta “Te amo...”.

Un día estaba limpiando su habitación y me di cuenta de que me seguía con la mirada. Cuando me volví para mirarla, me dijo “Te amo”. La miré, sonreí y le dije “Yo también te amo, mamá”.

Y entonces salí de la habitación y lloré en la intimidad de la cocina. No sé cómo conseguí salir de la habitación sin ponerme a llorar.

Creo que tuve la suerte de cuidar de mamá. Trabajé durante cinco y medio de los casi siete años que estuvo postrada en cama. Se puso muy contenta cuando le dije que me había jubilado y que podría pasar más tiempo con ella.

Disfrutaba cuando la sacaba en silla de ruedas de su habitación, la llevaba al porche y le ponía la manguera en las manos para que regara las plantas; le encantaba cuando pintaba la casa y la dejaba ayudar a elegir los colores.

Yo cosía y, cuando hacía un vestido de novia y la futura esposa venía a probárselo, una norma era dejar que mi madre la viera con el vestido puesto, así mamá siempre se sentía implicada.

Yo tenía 62 años y mamá 83 cuando se fue a casa con el Señor. Eso fue hace 21 años y medio.

Y sigo queriendo a mi mamá en voz alta.

.
.

Puede ponerse en contacto con Bea L. Hines en bea.hines@gmail.com.