La muerte anticipada y noble de Roberto Clemente

El carismático beisbolista puertorriqueño dio su vida por los más infortunados

Roberto Clemente en marzo de 1968. (AP Photo)
Roberto Clemente en marzo de 1968. (AP Photo)

En la Noche Vieja de 1972, Roberto Clemente, el carismático beisbolista puertorriqueño con una exitosa carrera de 18 temporadas con los Piratas de Pittsburgh, salió del aeropuerto internacional en Carolina, Puerto Rico, en un avión que llevaba ayuda humanitaria para los damnificados del terremoto que había devastado Managua, Nicaragua, poco más de una semana antes. El avión, que era un aparato viejo y defectuoso, y que además iba sobrecargado, se precipitó al mar pocos minutos después de despegar. Como es usual en estos casos, no hubo sobrevivientes y el cadáver de Clemente nunca se recobró. A partir de ese momento él ingresó por derecho propio en la leyenda.

Más de cuatro décadas después de este suceso, el recuerdo de Clemente —el astro del béisbol y el hombre solidario que muere en el cumplimiento de una misión humanitaria— parece tener una posteridad asegurada: hospitales, escuelas y más de 200 campos deportivos llevan orgullosamente su nombre, que ingresó en el Salón de la Fama tan sólo seis meses después de su muerte —con lo cual se rompió la tradición que imponía una espera de cinco años tras el fallecimiento de un jugador para poder merecer esa distinción.

El honor no era gratuito, pues Roberto Clemente, en sus 38 años de vida, fue mucho más que un jugador notable. No obstante los triunfos que acumuló en su carrera —campeón de bateo de la Liga Nacional (1961, 1964, 1965, 1967), partícipe de juegos estelares (1960-71), guante de oro (1961-72), 3.000 hits—

no fue el que mejor ha jugado este deporte, pero acaso el más elegante, imbuido de un aire de dignidad que hacía de su presencia en el terreno un espectáculo; y, sobre todo, un hombre amable, cálido, genuinamente preocupado y solidario  con los necesitados, dispuesto siempre a socorrer a otros y a tratar de hacer realidad sus sueños. La manera en que murió sirvió para consagrar esa imagen: una especie de santo laico que dio su vida por los más infortunados.

Roberto Clemente y su familia en 1970. (AP Photo)
Roberto Clemente y su familia en 1970. (AP Photo)

En Nicaragua, donde él había ido a jugar a principios de diciembre de ese año, ocurrió un terremoto que prácticamente barrió la ciudad de Managua; la cual, de pobre que ya era, se tornó en paupérrima en pocos minutos. Como es usual, a los derrumbes provocados por el temblor, siguieron luego los incendios y también los saqueos. La comunidad internacional se movilizó y llovieron las donaciones; pero el régimen de Anastasio Somoza Debayle y sus corruptos funcionarios vieron en esta ayuda un filón para acrecentar su enriquecimiento, de suerte que los artículos de primera necesidad que llegaban para los damnificados se empezaron a guardar en grandes almacenes para revenderlos después. El dinero, desde luego, terminó en los bolsillos de los poderosos.

Clemente, que ya había enviado vuelos de socorro —producto de campañas de recaudación promovidas por él en su natal Puerto Rico— se indignó al enterarse de la estafa, que conllevaba, desde luego, una burla a la buena fe de los donantes. Fue por esto que decidió ir en persona a Managua en ese vuelo fletado del 31 de diciembre por la noche para verificar sobre el terreno que la ayuda humanitaria que él llevaba fuese distribuida entre los que en verdad la necesitaban: la gente que había perdido todo o casi todo con el sismo.

Su premura por reparar, de algún modo, el daño cometido y por encarar, sin mediadores, a los responsables del secuestro de las medicinas, víveres y ropa que él mismo se había encargado de colectar o de comprar con dinero propio y de donaciones, lo decidió a no esperar siquiera la llegada del nuevo año y abandonar a los suyos en una noche de celebración familiar para emprender esta misión.

Esa misma premura le hizo pasar por alto las condiciones defectuosas del avión que fletaba, el cual, además, cargó excesivamente. El aparato, que apenas si pudo despegar, no tardó en estrellarse en el Océano.

Vera Clemente, la viuda, acepta la placa del Salón de la Fama del Béisbol. (AP Photo/Ray Howard)
Vera Clemente, la viuda, acepta la placa del Salón de la Fama del Béisbol. (AP Photo/Ray Howard)

La tragedia conmovió al mundo, incluidas las autoridades nicaragüenses que eran, de algún modo, responsables de la misma. De Roberto Clemente no se recuperó más que un calcetín en un arrecife de coral que su viuda reconoció como suyo; pero el recuerdo de su vida, de su trayectoria deportiva y, sobre todo, de su actitud solidaria y desprendida hacia sus semejantes más necesitados estaba llamado a perdurar. Más de cuarenta años después de su muerte, él sigue teniendo un merecido sitio entre los hombres dignos de admiración y de memoria.