Los niños del narco en México
Los llaman “halcones” o, simplemente, los “desechables”. Los niños reclutados por los carteles del narcotráfico en México simbolizan la ruptura profunda de la sociedad en ese país norteamericano, donde la guerra contra el crimen organizado se eterniza. La violencia alcanza todo y a todos, sin importar la edad. Y en ese vórtice también todos pueden transfigurarse en asesinos.
En los barrios pobres de los estados de Chihuahua, Guerrero, Nuevo León, o en cualquier sitio perdido en la miseria, los cárteles de la droga encuentran a sus imberbes soldados. Como en África, donde miles de niños combatientes sirven en las bandas armadas, los menores mexicanos encuentran en esas mafias un sentido para sus vidas, aunque el final casi seguro sea la muerte violenta.
Los adultos cuentan, pero no saben qué hacer
Según la Red por los derechos de la Infancia en México (REDIM), alrededor de 27.000 menores trabajan en las organizaciones vinculadas al narcotráfico. Ese número, elevado hasta 50.000 de acuerdo con estimaciones de la Cámara de Diputados, se ha disparado desde el inicio de la guerra contra la droga, desatada por el anterior presidente, Felipe Calderón. En la década de 1990 la edad mínima de los sicarios superaba los 20 años.
Los cárteles de Sinaloa, los Zetas y la Familia Michoacana, entre otros grupos que controlan el tráfico de sustancias prohibidas y otros negocios ilícitos, proponen a sus jóvenes reclutas una carrera en el crimen. A partir de los nueve años, incluso antes, les encargan tareas de vigilancia de casas de seguridad y espionaje de los movimientos de la policía y el ejército –los “halcones”. Luego asumen el control de las víctimas de secuestros, y finalmente participan en asesinatos y otras operaciones armadas. Las muchachas suelen terminar como esclavas sexuales de los capos.
A cambio de estos servicios, los pequeños reciben una paga que va desde cientos de dólares hasta 3.000 dólares por cada homicidio. Con ese dinero pueden ayudar a sus familias y pagarse los nuevos placeres: drogas, ropas de marca, automóviles de lujo, sexo… Además, las bandas crean un sentido de pertenencia, cierta familiaridad desconocida en sus hogares, muchas veces quebrados por la violencia y la pobreza.
El reclutamiento se ejecuta de manera voluntaria –mediante regalos y favores, que comprometen al menor y lo empujan a implicarse con los delincuentes—o a través de los llamados “levantones”, o sea, el alistamiento obligatorio, so pena de ver morir a toda la familia o perecer ellos mismos.
El promedio de sobrevivencia ronda los tres años. Si tratan de desertar reciben el mismo castigo que un adulto. Algunos han aparecido descuartizados.
Como consecuencia, entre 2000 y 2011 la tasa de mortalidad por homicidios contra niños y adolescentes en México pasó de 1,7 a cuatro por cada 100.000 habitantes, según datos publicados por REDIM. En jóvenes entre 15 y 17 años ese índice se quintuplicó desde inicios de este siglo. Los asesinatos de menores de 18 años aumentaron de 299 en 2006 a 946 el año pasado.
Sin embargo, los dos últimos gobiernos han mostrado escasa voluntad política para atacar las causas de un problema que compromete el futuro de México. La solución trasciende el combate puntual al narcotráfico.
Cultura de violencia en vacío institucional
Alrededor de 1,3 millones de adolescentes mexicanos no estudian ni trabajan. Uno de cada cuatro niños en el país norteamericano vive en la pobreza. Ese ejército de desocupados, que plaga las comunidades más pobres, alimenta las filas del narcotráfico.
Uno de estos soldados del crimen recuperó su libertad en noviembre pasado. Edgar Jiménez, alias El Ponchis, pasó tres años en la cárcel después de confesarse culpable del asesinato de cuatro personas. En el momento de su captura, en diciembre de 2010, tenía 14 años. Su caso recibió una exhaustiva atención de la prensa local, por el relato de la crueldad con que Jiménez había tratado a sus víctimas.
El ex recluso había nacido en San Diego, Estados Unidos, pero sus padres perdieron la custodia cuando se hallaron restos de cocaína en la sangre del bebé. Su abuela asumió la crianza y se instalaron en Tejalpa, Morelos. A los 11 años Jiménez fue secuestrado por el Cártel Pacífico Sur.
Su historia refleja el círculo de la violencia que rodea a la infancia mexicana. Los varones escuchan desde muy pequeños las “hazañas” de los narcotraficantes y crecen en un ambiente donde el machismo, el delito y la falta de escrúpulos suplantan los valores de familias marginadas por la pobreza. En ese estado de vulnerabilidad, las mafias encuentran terreno fértil para engrosar sus filas con carne de cañón muy barata.
Organizaciones de la sociedad civil han denunciado la falta de instituciones que protejan a niños y adolescentes. Las estrategias de prevención de la delincuencia, que deberían actuar en esos barrios de bajos recursos, tampoco funcionan y los menores terminan sumergidos en un universo donde el dinero, el sexo, las drogas y la violencia constituyen los valores supremos.
Por otra parte, la corrupción ha calado el sistema judicial mexicano. La mayoría de los procesados durante la guerra contra las drogas han salido ya de la cárcel. Los niños y adolescentes reciben penas máximas de tres años y, si bien en la prisión pueden recibir atención psicológica, ese tratamiento desaparece cuando regresan a las calles. Las instituciones tampoco ofrecen programas alternativos para evitar que vuelvan a los cárteles o se encaminen hacia un futuro desligado de la violencia.
Según estimaciones de la no gubernamental Human Rights Watch, entre 2006 y 2012 murieron más de 60.000 personas a causa de la guerra contra las drogas en México.