La independencia que salió del trono
De todos los países de América Latina, le cabe el privilegio a Brasil de haber sido el único que no libró una guerra de independencia: ese parto sangriento del que nacieron rotas y devastadas las otras naciones de la región. Aunque no le han faltado a Brasil conflictos bélicos fronterizos o externos y el haber padecido también gobiernos populistas y dictaduras militares, surge como Estado de manera mucho más armónica y civilizada que el resto de sus vecinos.
Esa diferencia parte, en primer lugar, de la decisión del rey Juan VI de Portugal de cruzar el Atlántico con su familia en 1807 —ante la inminente invasión de las tropas napoleónicas— para establecerse en Brasil y convertir más tarde (1815) esa enorme colonia —que entonces, y hasta que Estados Unidos adquiriera Alaska, era el país más grande del continente después de Canadá— en un Reino Unido con Portugal.
Pero sería el espíritu liberal de su sucesor, Pedro I, y su voluntad conciliadora los que transformarían definitivamente a Brasil en una nación independiente como monarquía constitucional —el Imperio de Brasil— cuyas instituciones democráticas terminarían por afianzarse, paradójicamente, en el largo reinado de su hijo, Pedro II (1832-1888). Brasil hizo las cosas de manera distinta, y las hizo bien.
No sabemos qué hubiera pasado si Carlos IV de España o su hijo Fernando —más tarde Fernando VII— hubieran atendido la invitación de la junta de México de venir a establecerse y a gobernar en ese opulento virreinato por el mismo tiempo en que los franceses invadían España. Acaso no contaron con la libertad de acción para hacerlo; pero parece creíble que, de haber podido, tampoco lo habrían hecho: padre e hijo carecían de visión, iniciativa e inteligencia para una movida tan audaz.
La Casa de Braganza estaba llamada, sin embargo, a tener una segunda vida en América; y la independencia de Brasil —que se proclama por el mismo tiempo que el resto de las colonias iberoamericanas— se hará una realidad con el concurso de esta familia real que echa las bases de un régimen político singular y a la cual esa nación aún le debe, en gran medida, su carácter y su estabilidad.
Mientras en toda América del Sur, desde Venezuela hasta el Río de la Plata, se libra una sangrienta guerra regional de independencia, Juan VI reina pacíficamente, apenas con algunos pronunciamientos militares que sofoca con relativa celeridad o que terminan con avenimientos y concesiones. Pronto la situación de Europa exige su presencia en Portugal y deja a su hijo Pedro como regente en Brasil.
Sin embargo, cuando el gobierno portugués decide revocar la autonomía que su gigantesca posesión americana disfruta desde 1808, Pedro I opta por el país en el que no ha nacido, pero al cual ha decidido unir su destino, y proclama la independencia de Brasil el 7 de septiembre de 1822. Así, como un imperio constitucional, nace Brasil a la vida internacional por obra de un joven soberano al que su pueblo —igualándolo a Bolívar— le ha llamado “El Libertador”.
En los tumultuosos años veinte del siglo XIX no faltan inquietudes y conflictos (conspiraciones, alzamientos y movimientos secesionistas) en Brasil; pero ninguno de ellos ni todos juntos bastaron para quebrantar la solidez de la monarquía, pese a que Pedro I, siguiendo las huellas de su padre, se vio obligado a regresar a Portugal y dejó como heredero en Brasil a un hijo muy pequeño sujeto a un consejo de regencia.
A Pedro II le esperaba un largo reinado de casi seis décadas, en el cual, si bien hubo algunos conflictos armados, primó la estabilidad interior y el progreso educacional y tecnológico responsable del desarrollo futuro del país. El emperador fue un auténtico reformador bajo cuyo gobierno se afianzó el sistema bipartidista que, inspirado en el parlamentarismo británico, él veía como modelo, pese a que intervino en la política brasileña muchísimo más que los reyes ingleses contemporáneos.
Pedro II fue depuesto en 1889, mientras se encontraba de viaje por Europa, mediante un golpe de Estado incruento que, no obstante, se produjo en un momento en que el emperador seguía disfrutando de la inmensa popularidad que siempre distinguió su gestión de gobierno. A partir de entonces, la historia de Brasil se asemejará más a la de las naciones vecinas, pero sin faltar por entero a la vocación progresista que inculcaron en su psique colectiva el autor de su independencia y el que se dedicó por más de medio siglo a reafirmarla.