En las zonas rurales de Afganistán abundan los vestigios de la guerra, pero ya no hay ni tiroteos ni puestos de control
CHAKI WARDAK, Afganistán — A noventa y siete kilómetros al suroeste de Kabul por un camino pedregoso, abundan los restos de la guerra más larga de Estados Unidos. Los puestos fronterizos saqueados están repartidos por entre las cimas y las carcasas de camionetas y Hummers de la policía incendiados se encuentran desperdigados por la carretera que serpentea a través de los valles intermedios.
Los muros de un edificio del gobierno local construido por Estados Unidos en Chaki Wardak, un distrito de la provincia de Wardak, están salpicados con los impactos de las balas y los cohetes disparados en fechas recientes. Algunos agujeros han sido escarbados para usarse como posiciones de tiro y solo unas cuantas de las ventanas de cristal permanecen intactas.
Pero ya no hay descargas constantes de armas de fuego.
En los últimos años, salir en auto de Kabul, la capital de Afganistán, despertaba el temor de toparse con los improvisados puestos de control talibanes, donde combatientes jóvenes sacaban a los pasajeros en busca de empleados del gobierno o miembros de las fuerzas de seguridad. Siempre se corría el riesgo de quedarse atrapado en un tiroteo repentino entre los dos bandos en conflicto.
No obstante, desde que los talibanes tomaron el control a mediados de agosto, se ha visto una disminución de la violencia en la mayor parte de la campiña afgana. Ahí donde los ataques aéreos y las batallas campales solían ser algo común, ya no se escucha el sonido de las armas y han desaparecido la mayoría de los puestos de control.
En vez de eso, hay una creciente crisis humanitaria y un gobierno talibán nuevo que en ocasiones parece tan desacostumbrado a gobernar como lo están muchos afganos a vivir sin pelear.
Las autoridades de Naciones Unidas afirman que millones de afganos están sufriendo escasez de alimentos y que, de no existir una labor inmediata de ayuda internacional, hasta un millón de niños se encuentran en peligro de inanición.
Sumándose al sufrimiento, los precios de los alimentos básicos han aumentado muchísimo y una gran cantidad de familias afganas se están viendo obligadas a contentarse con arroz y frijoles y nada de pollo y otros tipos de carne.
Sin embargo, por ahora, en el distrito de Chaki Wardak, que es una amalgama de huertos de manzanas y aldeas, al igual que en muchas otras regiones del país, se siente un alivio generalizado por el final de esta guerra y un regreso de algo parecido a la vida normal.
En el segundo piso de un centro administrativo de distrito saqueado, Qari Assad, el jefe de la policía talibana recién nombrado, se encuentra sentado en una silla desvencijada. Descansan sobre su escritorio un fusil kalashnikov todavía más viejo y una bandera talibana provisional con el texto de “Kalima Shahada”, el juramento islámico, escrito a mano en la parte central.
Un jueves reciente, Assad, de barba negra y turbante, acababa de empezar a beber su segundo vaso de té verde cuando llegaron dos hermanos del vecino distrito de Sayedabad con una queja.
“El hombre que se casó con mi hija no nos dijo que ya tenía una esposa”, afirmó Talab Din acariciando con los dedos su barba encanecida. “Mi hija me dijo que lo dejara así, que era feliz con él. Pero ahora la ha golpeado y la ha apuñalado en la pierna. ¡Hemos venido aquí para arreglar este conflicto!”. Debido a que ha interactuado con los talibanes con anterioridad, no mostraba ningún temor del nuevo jefe de la policía.
“De inmediato atenderemos este asunto”, le aseguró Assad al hombre.
Mucho antes de que tomaran el control por completo, los talibanes ya estaban gobernando e impartiendo justicia expedita en muchas regiones, casi siempre a través de su propio sistema judicial. Chaki Wardak, junto con muchas zonas rurales de Afganistán, ha estado bajo su control fáctico durante dos años
No obstante, la pregunta sigue siendo si el movimiento que ha reprimido de manera salvaje las manifestaciones contra su régimen en las zonas urbanas puede convertirse en una estructura de gobierno sólida con la suficiente rapidez como para enfrentar los problemas que subyacen a la creciente crisis humanitaria del país.
Más hacia el oeste del valle, otra bandera talibana estaba ondeando sobre la presa hidroeléctrica más antigua del país. Construida en 1938, sus turbinas solían proveer de electricidad a las regiones aledañas a Wardak, a la provincia de Gazno e incluso a algunas partes de la provincia de Kabul, pero quedó suspendida debido a un mal mantenimiento.
Mientras una mujer nómada conducía a sus ovejas por la presa, unos niños afganos se turnaban para saltar hacia el agua, cosa que les proporcionaba un gran alivio contra ese sol tan abrasador.
Cuesta arriba de la presa se encuentra la casa de la familia Ayoubi, la cual, cuando se intensificó el combate, hace dos años había sido desplazada a otra aldea. A principios de agosto, luego de que terminó la guerra, la familia regresó a una casa rodeada de un frondoso jardín lleno de calabazas que un vigilante había plantado.
Durante un almuerzo con arroz, tomates y elote, Abdullah Ayoubi, el hijo mayor, me habló sobre las atrocidades que habían ocurrido en el valle. “No hay duda de que los talibanes también son corruptos, pero no se comparan con los militares”, comentó. “No solo tomaban el dinero de los camiones y las camionetas, sino que, si veían a alguien con barba larga, decían que era talibán y lo lastimaban”.
Ayoubi mencionó que su hermano Assad estaba en noveno grado cuando los ejércitos afgano y estadounidense llegaron a ese distrito en busca de un comandante talibán que se llamaba igual que él. Entonces aprehendieron a su hermano, explicó, y se lo llevaron a la prisión de Bagram, famosa por el rudo trato que les daban a los prisioneros, donde fue torturado.
“Tardamos cuatro meses en encontrarlo”, comentó Abdullah Ayoubi. “Cuando fuimos a visitarlo a Bagram, me llamó a gritos portando cadenas en las piernas y esposas alrededor de las muñecas”.
Después de dieciocho meses, Assad fue liberado, pero como estaba tan enojado, se unió a un comandante talibán local llamado Ghulam Ali.
En 2019, no lejos de la casa de su familia, Assad fue asesinado en una batalla contra los soldados afganos. Había sido combatiente durante cinco años. “Lo enterramos cerca de la casa”, comentó Ayoubi.
El punto de referencia principal en este valle que ahora se encuentra adormecido es un hospital fundado en 1989 por Karla Schefter, una mujer alemana. En la actualidad, este hospital está patrocinado por el Comité de Ayuda Médica y Humanitaria en Afganistán, el cual se financia con donativos privados.
Faridullah Rahimi, un médico de ese centro hospitalario, comentó que en sus 22 años de trabajar ahí esta era la primera vez que no había pacientes con heridas vinculadas al conflicto bélico.
“Vienen personas de lugares muy alejados de Chaki para recibir tratamiento”. Explicó Rahimi en el frondoso jardín del hospital. “Solíamos atender civiles, soldados del gobierno y combatientes talibanes, y nunca tuvimos problemas”.
El médico explicó que por el momento el hospital tenía insumos médicos suficientes, pero como la mayoría de los bancos estaban cerrados, no tenía dinero para comprar más ni para pagar los sueldos.
Pero, según Rahimi, el hospital seguiría trabajando lo mejor que pudiera. ”Hemos visto que regímenes van y vienen, pero el hospital seguirá en pie”.
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