Cómo el virus destrozó a las familias latinas en Estados Unidos

Virginia Herrera, a la izquierda, cuyo prometido durante nueve años, Jesse Ruby, murió debido a la COVID-19 en enero, con la hija de ella, Ginger, en San José, California, el 3 de abril de 2021. (Sarahbeth Maney/The New York Times)
Virginia Herrera, a la izquierda, cuyo prometido durante nueve años, Jesse Ruby, murió debido a la COVID-19 en enero, con la hija de ella, Ginger, en San José, California, el 3 de abril de 2021. (Sarahbeth Maney/The New York Times)

Para un enorme círculo de amigos y familiares, Jesse Ruby era la persona a la que podían recurrir.

El padre que dejaría todo y conduciría hasta el otro lado de la ciudad si sus hijos necesitaban que fuera por ellos. El primo que pasó fines de semana ayudando a sus parientes a mudarse. El novio que hacía pequeños trabajos los fines de semana con su pareja, Virginia Herrera, para ayudar a pagar las cuentas de un hogar numeroso en San José, California.

“Si era tu amigo o te consideraba un amigo o familiar, solo tenías que pedirle el favor”, dijo Herrera. “Podías contar con él. Era ese tipo de persona”. Entonces, en diciembre, Ruby se contagió de coronavirus. Falleció seis semanas después. Tenía solo 38 años.

En todo Estados Unidos, la pandemia ha destrozado familias como la de Ruby. Las comunidades latinas en Estados Unidos se han visto afectadas por una tasa más alta de infecciones que cualquier otro grupo racial o étnico y han experimentado hospitalizaciones y muertes en cifras solo superadas por aquellas entre los pueblos nativos estadounidenses y los nativos de Alaska.

No obstante, una nueva investigación muestra que el coronavirus también ha atacado a los latinos en Estados Unidos de una manera especialmente insidiosa: eran más jóvenes cuando murieron.

Tienen probabilidades mucho mayores que los estadounidenses blancos de morir por COVID-19 antes de los 65 años, a menudo en la flor de la vida y en el punto más alto de sus años productivos. En efecto, un estudio reciente de muertes en California descubrió que los latinos estadounidenses cuyas edades oscilan entre los 20 y los 54 años eran 8,5 veces más propensos a fallecer debido a la COVID-19 que los estadounidenses blancos en ese rango etario.

“La edad que tienes al morir es importante porque tu rol en la sociedad cambia”, dijo Mary Bassett, directora del Centro François-Xavier Bagnoud para la Salud y los Derechos Humanos de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard.

Virginia Herrera y su hija Ginger, de 12 años, con una imagen para recordar a Jesse Ruby, quien falleció en enero debido a la COVID-19 a la edad de 38 años, en San José, California, el 3 de abril de 2021. (Sarahbeth Maney/The New York Times)
Virginia Herrera y su hija Ginger, de 12 años, con una imagen para recordar a Jesse Ruby, quien falleció en enero debido a la COVID-19 a la edad de 38 años, en San José, California, el 3 de abril de 2021. (Sarahbeth Maney/The New York Times)

Su investigación ha encontrado que los latinos estadounidenses y las personas negras que fallecieron por COVID-19 perdieron entre tres y cuatro veces más años de vida potencial antes de la edad de 65 años que los blancos que perecieron.

El virus con mayor frecuencia mató a estadounidenses blancos que eran de edad más avanzada. Sus muertes no fueron menos trágicas, pero no condujeron a la desaparición de flujos de ingresos y redes de apoyo que las comunidades latinas estadounidenses experimentaron. Estas familias vivieron una pandemia muy diferente.

“Cuando mueres joven, es posible que seas un proveedor vital para tu familia”, dijo Bassett. “Puede que tengas hijos que dependen de ti. Además, sabemos que perder a un padre no es bueno para los niños y tiene un impacto en su desarrollo futuro y bienestar psicológico”.

Ruby y Herrera vivían juntos en San José, donde la extrema riqueza de la élite de la alta tecnología de Silicon Valley contrasta con la pobreza y el sinhogarismo, y donde las familias de clase trabajadora viven de a dos o tres bajo el mismo techo, ya que deben pagar algunas de las rentas más caras en el país.

“Es un relato de dos ciudades”, dijo Jennifer Loving, directora ejecutiva de Destination: Home, una asociación público-privada que tiene el objetivo de acabar con el sinhogarismo en el condado de Santa Clara, en el cual se encuentra San José. “Literalmente, tenemos Teslas estacionados afuera de campamentos de personas sin hogar”.

La salud está tan polarizada como la riqueza. Un análisis de registros de muertes del condado realizado por The New York Times brinda un raro y detallado vistazo a quienes murieron de COVID-19 en un condado de 1,9 millones de personas (por edad, sexo, raza y etnicidad, padecimientos de salud preexistentes y, lo importante, dónde vivían).

Los datos muestran que personas como Ruby y otras en barrios predominantemente latinos y en áreas en las que los ingresos son menores al promedio del condado tenían mayores probabilidades de morir a una edad más joven que aquellos que viven en comunidades de ingresos altos o en lugares donde residen menos latinos estadounidenses.

Los registros fueron obtenidos primero por Evan Low, un miembro de la Asamblea Estatal de California quien abogó sin éxito por una legislación que requiriera que el departamento de salud del estado registrara e informara de manera pública las muertes derivadas de la COVID-19 por código postal.

“La meta es una mayor transparencia sobre lo que ha ocurrido durante la pandemia”, dijo Low. “Necesitamos saber qué barrios han sido los más afectados. Queremos entender con precisión dónde murieron personas por la COVID-19, para tener datos y hechos que guíen las políticas públicas”.

A finales de febrero, los residentes blancos tuvieron la misma posibilidad de morir de COVID-19 que los latinos, según el análisis del Times. Sin embargo, los residentes blancos eran mucho mayores en edad en promedio.

La edad promedio al momento del fallecimiento era de 86 años para los pacientes blancos de COVID-19, en comparación con 73 años de los individuos latinos. El análisis muestra que mientras solo el 25 por ciento de la población del condado es latina, 51 de los 68 residentes de menos de 50 años que murieron por COVID-19 hasta finales de febrero eran latinos.

Extremas dificultades

Ruby era encantador y podía iniciar conversaciones con cualquier persona, era el alma de la fiesta. Sus amigos de la escuela lo apodaron Buda, una referencia a su naturaleza alegre y su complexión robusta.

“Para él todo se trataba de pasar un buen rato”, dijo un primo, Anthony Fernandez. “A los cinco minutos de estar hablando con él, ya te estabas riendo”.

En 2011, cuando Herrera conoció a Ruby, ella dudaba sobre iniciar una relación con él. Ruby acababa de ser liberado después de una breve estancia en prisión por un robo que involucró cerveza. Además, tenía una cicatriz en el estómago por una herida de bala, así como un gran y prominente tatuaje de Buda en la frente. Ella lo convenció de quitárselo.

“Le dije: ‘No soy una amiga por correspondencia. No voy a escribirte a la cárcel. Necesitas estar afuera’”, recordó Herrera.

La relación fue tormentosa al principio, pero Ruby a la larga se volvió una parte integral y de confianza en la familia extendida de Herrera. Procuró el sustento de sus dos hijos adolescentes, nacidos de una relación previa: Jesse Jr., de 18 años, quien planea asistir a la universidad comunitaria en el otoño, y Joseph, de 16.

Ruby se volvió padre sustituto de la hija de Herrera, fue entrenador de su equipo de béisbol y veía películas con ella cuando la joven estaba desanimada. Él preparaba una deliciosa cacerola de enchiladas y se encargaba de lavar la ropa y hacer reparaciones en la casa.

Incluso, se ganó a la madre de Herrera, Virginia Marquez, quien pensó que él bebía en exceso cuando lo conoció, pero llegó a quererlo.

“Era la persona a la que podías llamar. Dejaba lo que estaba haciendo y te iba a ayudar”, dijo ella.

Herrera ha sentido la pérdida de Ruby de incontables maneras, pero el dinero ha sido una preocupación particular.

Poco antes de que enfermara, Ruby había conseguido un empleo estable en la construcción de cámaras de refrigeración y congelación (Herrera dijo que retirarse el tatuaje de Buda le había ayudado). El sueldo era bueno, le tocaba manejar el camión de la compañía y pagaban muchas horas extras.

Durante un breve periodo, “se sintió como si nos hubieran quitado un peso de encima”, dijo Herrera. Su repentina muerte la dejó llorando su pérdida y con pánico. “Cada quien pagaba la mitad de todo, así que he enfrentado dificultades”, afirmó.

Los investigadores han comentado desde hace mucho tiempo que las redes sociales y los lazos familiares expansivos ayudan a explicar por qué los latinos estadounidenses tienden a ser igual o más sanos que los estadounidenses blancos. Los latinos estadounidenses tienen tasas más altas de diabetes y obesidad, pero viven más que los estadounidenses blancos, a pesar de tener ingresos promedio y niveles educativos más bajos, así como un acceso más difícil a la atención médica.

No obstante, el fenómeno, llamado la Paradoja Latina, no se ha mantenido durante la pandemia. Un estudio reciente en Health Affairs descubrió que el 70 por ciento de los casos de COVID-19 en California en los que la raza y la etnicidad eran conocidas habían afectado a individuos latinos, aunque ese grupo conforma solo el 39 por ciento de la población estatal. Los latinos estadounidenses también representaron casi la mitad de las muertes por COVID-19 en el estado.

Las muertes de los integrantes de la familia que ganaban el sustento se añaden a las dificultades que las comunidades minoritarias están experimentando durante la pandemia.

Una de cada cinco personas negras y latinas reportó estar atrasada en sus pagos de renta o hipoteca en abril, en comparación con el 7,5 de los estadounidenses blancos. Uno de cada cinco adultos negros y latinos en hogares con niños dijo que no tuvo suficiente para comer en la semana previa, en comparación con el 6,4 por ciento de los estadounidenses blancos, según un análisis de encuestas del censo realizado por Diane Schanzenbach, una economista en la Universidad del Noroeste.

Un festejo cancelado

Algunos días antes del Día de Acción de Gracias, el esposo de Marquez, un chofer en Lyft, se contagió de lo que al principio parecía un resfriado. Comenzó a tener dificultad para respirar y después una prueba de coronavirus resultó positiva.

Ingresó al hospital el Día de Acción de Gracias. Marquez canceló el festejo que había planeado para la familia y les dijo a todos que se mantuvieran alejados. Sin embargo, Herrera y Ruby pasaron a hacerle una breve visita y entonces, el virus se propagó con rapidez en los dos hogares.

Cinco personas de las nueve que viven en el hogar de Marquez se infectaron; a excepción de su esposo, la mayoría tuvo síntomas leves. De los ocho que viven en la casa de Herrera, todos excepto dos se enfermaron. Los hijos adolescentes de Ruby, quienes no vivían con ellos, también se contagiaron.

El 4 de diciembre, la fiebre de Ruby se disparó a los 40 grados Celsius y también tuvo dificultad para respirar. El seguro privado de su trabajo todavía no entraba en vigor (estaba en el programa de Medicaid de California, MediCal) y Herrera lo llevó a la sala de urgencias de un hospital.

Su peso, hipertensión y diabetes ponían a Ruby en alto riesgo de padecer una enfermedad grave, pero el hospital lo mandó a casa. Herrera todavía se siente atormentada por eso.

El 8 de diciembre, la piel de Ruby comenzó a tornarse azul y Herrera llamó a una ambulancia. Esta vez, el hospital lo admitió. Unos días después, Ruby parecía recuperarse. Sin embargo, su estado de salud empeoró y le dijeron que lo conectarían a un respirador.

Le dijo a Herrera por teléfono que tenía miedo.

“Le decía constantemente: ‘Vas a venir a casa, vas a estar bien y, cuando sea el tiempo adecuado, nos reiremos de todo esto’”, dijo. Ruby falleció el 16 de enero.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company