La violencia líquida

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La época que vivimos de la difusión infinita y global de videos cada uno más violento que el otro demuestra que no sólo el amor se convirtió en líquido, tal cual lo conceptualizó Zygmunt Bauman por primera vez hace veinte años para resaltar la forma superficial que habían alcanzado las relaciones humanas, sino también, desgraciadamente, la violencia. El video que ayer nos estremeció, o el de antes de ayer, o el de hace un mes, o incluso ese que nos vas estremecer mañana (de los millones que se difunden en las redes sociales y en internet, uno tras otro; pienso en el de la mujer de León, en Guanajuato, acuchillada en plena mañana, el día de su cumpleaños cuarenta, mientras se dirigía a su trabajo con un backpack en la espalda; Milagros Monserrat desangrándose, caminando en círculos después de recibir las puñaladas en el pecho a manos de su indolente asesino, antes de morir, en agosto pasado, en una calle desierta pero llena de casas y coches), nos hace creer —en todo caso me lo hacía creer a mí—, que ya no podemos ver nada peor. Como su sangre, la de ella, víctima de feminicidio, que se va esparciendo en el pavimento coloreándolo de grana —mientras su verdugo se escurre de la imagen, impune—, la violencia parece líquida, quizás intrínseca a la manera que ha involucionado el amor, como lo filosofaba Bauman.

El horror que se sucede día con día en México es inenarrable. No hay armas para combatirlo, ni palabras suficientes para conceptualizarlo, menos para entenderlo; difícil que cualquier acción pueda mitigarlo a estas alturas. Al contrario, no deja de alimentarse, un acto, un video, cada vez más horroroso que el anterior. No se diga ya cómo se alimenta también el dolor que esa liquidez arrastra consigo con un peso abrumador, ese sí sólido como el plomo, como el que cargan las madres buscadoras que encima son enviadas por el estado, al no protegerlas, a una pena de muerte con sentencia firme.

El video difundido de los golpes en el rostro y las patadas que le dan unos presuntos extorsionadores a un transportista con la mirada perdida —y el alma— en Acapulco, esas noticias de las que el presidente con el discurso verbal más violento de la historia de México —quizá por lo mismo estamos viviendo el México más sanguinario de la historia reciente, una cosa se hermana con la otra—, dice que la prensa “maximiza”, me hizo pensar, al verlo, en la película La zona de interés, que no es otra cosa que “La zona de silencio” en la que nos hemos protegido en México, mirando hacia otra parte —y probablemente en el mundo, con el genocidio en Palestina y otro tanto en Ucrania—, o no mirando siquiera o mirándonos mejor el obligo, como el presidente de México, que sólo se mira así mismo, única víctima, el Mandela mexicano, como ya lo ha calificado la aspirante subordinada.

En la Zona de interés, el drama del exterminio de judíos se ve sin verse: algunos gritos, algunos disparos aquí y allá, que desvelan la arquitectura del Holocausto, algo que ocurría detrás, mientras delante del infierno apenas se veían las fumarolas que las chimeneas de los hornos crematorios expandían, los cuerpos volatilizados. El aire. El viento. La liquidez sin sustancia. No hay cuerpos. Nada de qué preocuparse, nada a la vista de la familia del hombre que administra el campo de concentración donde se sucede el infierno, como lo administra desde Palacio Nacional otro hombre, negándolo. La vida es idílica. Todo ocurre detrás y todo les ocurre a otros.

Ahora que la película dirigida por Jonathan Glazer, basada en la novela de Martin Amis, ha ganado el Oscar a la mejor cinta extranjera, y ha sido tan alabada porque muestra lo que no muestra, y se refiere a “otra época”, en la que unos hombres y unas mujeres no veían lo que les estaba ocurriendo a otros detrás de aquel recinto, detrás de sus casas de campo, no está demás hacer el símil con lo que ocurre actualmente en México —pero no únicamente—, con lo que se esconde detrás de Palacio y detrás también de todas nuestras casas, haciendo como que no vemos, haciendo como que no pasa nada, el genocidio mexicano, los feminicidios, los reclutamientos infames por el narco, de la muerte física y mental de una generación de jóvenes, mujeres y hombres, que hace reflexionar no ya sobre el futuro del país, sino de la raza humana. ¿Tiene futuro? La violencia palpitante y los métodos cada vez más crueles y aterradores que se asemejan a los de cualquier otra guerra hace suponer que no.

Los actos violentos y sus respectivos videos, como aquel terrible de los jóvenes de San Juan de los Lagos, amigos todos, a quienes sus secuestradores los hicieron golpearse y matarse entre sí, hacen pensar que el odio del ser humano es parte intrínseca, biológica, inherente a él. Recuerdan a Hobbes, por supuesto. De otra manera no se puede concebir que existan esas imágenes. Hacen pensar en una descomposición, no de la corteza frontal dañada del cerebro o apenas desarrollada de los criminales —en la que insiste mucho el neurobiólogo Robert Sapolsky, quien también defiende en su último libro Determined. Life without Free Will  la no existencia del libre albedrío, y que para comprender nuestros comportamientos hay que rascar en los más profundo de nuestra corteza frontal, la parte del cerebro que más tarda en desarrollarse, que explica muchos comportamientos adolescentes, y de nuestro pasado, y del pasado de nuestros antepasados—, sino en la indolencia de las autoridades, en su permisividad e incompetencia, cuando no incentivadora, complaciente, alentadora de esas violencias y de su consecuente impunidad.

No dejo de citar uno de los libros más crudos que retratan la maldad por la maldad —lo que Hannah Arendt acuñó como la banalidad del mal, entonces administrada por unos burócratas, hoy en día administrada simplemente por delincuentes bien organizados, otro tipo de administradores—, el retrato del gusto que unos seres humanos le toman a asesinar, Una temporada de machetes del periodista francés Jean Hatzfeld, en el que el horror lo narran sus perpetradores asesinos hutus encargados del exterminio tutsi. “Cuanto más matábamos más nos engolosinábamos con matar. La golosina, si nadie la castiga, ya nunca se le pasa a uno”. La golosina, ese siniestro gusto por vejar y matar en la época de los abrazos a los que dan balazos, en efecto, lo que provoca es incentivar, es como decirle a un niño encerrado en una dulcería que no se le ocurra comer nada.

Sapolsky es uno de los científicos más brillantes hoy en día, pero si queremos aplicar su teoría y querer entender la violencia que vive México, yéndonos a un gestación indefinida en el tiempo (¿a los mayas, a los aztecas, a las múltiples carencias cerebrales de los múltiples delincuentes mexicanos?), no se resuelve nada. Más bien parece, como los verdugos del genocidio en Ruanda, que los verdugos del genocidio en México lo hacen ya por diversión, puro entretenimiento, alimentados por esa banalidad del mal que ahora les ha tocado administrar a ellos.

En La zona de interés, en ese mundo donde nadie ve lo que se ve, los animales, un perro, un caballo, un cerdo, son los seres más vivos y empáticos, y florecen radiantes como esas plantas que tan afanosamente cuida la esposa del poderoso administrador del campo, Hedwin (Sandra Hüller). Los demás, ciegos y egoístas, sólo piensan en sí mismos y en su felicidad, piensan en el espacio que se requiere para recibir 30,000 judíos que llegarán de Hungría, y si cabrán, si hay cámaras de gas suficientes y grandes para “albergarlos”. Esas son sus preocupaciones. A la mejor, en vez de estudiar lo determinante que resulta la corteza frontal en nuestros comportamientos, habría que cuestionar el rango que ocupa el hombre (y hoy hay que escribir la mujer, ocupados como estamos en el lenguaje) en la escala de los seres vivos.

* Juan Manuel Villalobos es periodista, escritor y editor. Su última obra es el libro de relatos La peor parte (librosampleados, 2020).