La vida bajo el dominio de las maras: “La pandilla lo mira y lo controla todo”

Dominio de las maras y pandillas
Dominio de las maras y pandillas

El carro, un viejo sedán gris, avanza lento por las calles empinadas de Los Pinos, una de las muchas colonias de Tegucigalpa que se encuentran inmersas en una “guerra” entre la Mara Salvatrucha 13 y Barrio 18, dos de las pandillas más violentas de América Latina y el mundo. 

Al volante, Allan, de veintipocos años, alto, moreno, espigado y con aires de reguetonero, maneja con los ojos puestos en todas partes. 

“En Comayagua, informamos del cierre de Transportes Flores —reporta una voz enlatada que sale de la radio—, empresa camionera que tiene buses de ruta que van a Tegucigalpa. O que tenía, mejor dicho —se corrige el reportero—, porque, lastimosamente, la empresa cerró por extorsión…”.  

—El sector del transporte es el más golpeado por la violencia —comenta Allan tras cambiar en el estéreo las noticias por una salsa cuya letra pide “Ven, devórame otra vez”. Atrás, dos periodistas de Animal Político asienten en silencio—. Nosotros, por ejemplo —golpea el volante—, en esta empresa no llevamos placas de taxi. Porque si fuéramos como ese que va por ahí —apunta con la barbilla a un viejo carro blanco que lleva cuatro pasajeros— ya nos habrían parado para preguntarnos a qué Mara le pagamos el impuesto. Y como no le pagamos a ninguna, pues tendríamos problemas serios. 

Lentamente, el carro avanza por calles de paredes en las que se repiten pintas que rezan “¡Fuera Joh!” o “Muerte a Joh”, en alusión a Juan Orlando Hernández, el expresidente de Honduras preso en Estados Unidos por acusaciones de narcotráfico.

Al llegar a un semáforo, el coche se detiene. 

De inmediato, cuatro niños aparecen de la nada pidiendo monedas. 

—Y ahora, estos son los que tienen un mayor peligro —dice el chofer, que les hace un gesto con el dedo para indicar que no tiene lempiras para darles—. Porque a estos cipotes son a los que las maras les dicen: “Mirá vos, este bulto de dinero puede ser tuyo ahora mismo”. O: “Mirá, esta moto te vamos a dar. Venite vos, llevátela ahora mismo, es tuya”. Y claro, un cipote pequeño, que le regalen una moto, pues dice: “Guau, qué fácil, ¿y qué tengo que hacer?”, “Ah, no, pues tenés que llevarnos este paquete para allá. Ah, pues tenés que vigilar acá. Si entra la policía, nos llamás”. ¡Es bien fácil!

Allan continúa sin dejar de espejear.

—Luego, ese cipote va con sus amigos y les dice: “¡Vos vieras cómo me está yendo! ¡Já! ¡Mirá los tenis que ando! Y solo con un día de trabajo me los compré. ¿Querés trabajar conmigo? ¿Sí? Pues venite y te presento a estos manes”—. Claro, luego les dan su calentada —el chofer reanuda la marcha—. Porque entrar a la Mara no es de a gratis. Les pegan, como parte del ritual de iniciación, y luego ya entran. 

Al principio, prosigue Allan, los pagos son por “trabajos” fáciles. Pero, después, los encargos para transportar drogas o para atacar —incluso matar— a pandilleros rivales, o a quienes no pagan los llamados “impuestos de guerra” o no lo hacen a tiempo, son cada vez más recurrentes, hasta que el nivel de violencia se dispara y no hay vuelta atrás. Y, entonces, los jóvenes quedan atrapados en esa espiral de estadísticas que aseguran que, en promedio, más de 600 niños, niñas y menores de 22 años son asesinados al año en Honduras, país que ya en 2017 tuvo la mayor tasa en el mundo de homicidios de jóvenes, de acuerdo con datos del observatorio de la organización civil Casa Alianza.   

—Primero les dan dinero rapidito —Allan chasquea los dedos—. Pero, después, la cosa no es tan fácil. Los utilizan como carne de cañón. Entonces, muchos de estos cipotes quieren salir de la Mara, pero ya no se puede. Porque la única forma de salir de ahí es muriéndose. 

Tras la sentencia, Allan guarda silencio por unos segundos, como si reflexionara al pasar junto a una de las muchas parroquias cristianas que rezan con luces de neón estridentes: “Jesucristo es la respuesta”. 

—O bueno, pueden salir si se meten a la Iglesia. Pero los que se meten ahí también saben que los mareros están vigilando que, de verdad, tengan el compromiso de buscar a Dios. Porque si los mareros ven que no hay ese compromiso real… entonces, en el primer round se los bajan. 

Allan hace con la mano derecha el gesto de una pistola puesta en la sien. 

—Así opera la Mara —dice con los ojos negros fijos en el espejo retrovisor—. Lo mira y lo controla todo. 

Dominio de las maras y pandillas
Dominio de las maras y pandillas

En 2017, Honduras fue el país con la tasa más alta del mundo de asesinatos de niños, niñas, adolescentes y jóvenes menores de 22 años, de acuerdo con un estudio de la organización civil Casa Alianza.

“En la Mara nunca estás en paz”

Son las 11:00 de la mañana. Las nubes blancas, frondosas, enormes, rozan los picos de los cerros que están desperdigados por los recovecos de Los Pinos, dominada por la MS13. Allan llega con los periodistas al punto indicado para la primera entrevista del recorrido: una muy pequeña y discreta clínica, rodeada de llanteras, pequeñas panaderías y tienditas de abarrotes que llaman “pulperías”.

Con las cámaras guardadas en las mochilas —“No las saquen hasta que se lo digamos, por favor. Es muy importante eso, o si no, van a empezar los problemas”, había advertido durante el trayecto Esdras Medina, activista de Casa Alianza que trabaja con jóvenes vulnerables—, los periodistas descienden del carro gris y caminan por el estacionamiento de la clínica, donde los esperan Bertilio Amaya y Melvin Martínez, también activistas. 

—Acá estamos en una colonia muy problemática —pone sobre aviso Melvin bajando la voz, mientras se coloca el chaleco azul que lo identifica, y explica que se decidió que la entrevista fuera en esta clínica anodina para no llamar la atención de las “banderas” de la Mara, sus espías—. Esta zona está entre las más peligrosas de Tegucigalpa —continúa con la advertencia—, debido a la cercanía con otras dos colonias muy violentas, la Villanueva y la Villavieja. Acá las maras tomaron el control. 

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De hecho, el activista cuenta la anécdota de que recientemente estuvieron en la zona acompañando a un niño en situación de calle, cuando, de la nada, salieron dos coches —“Así, ¡fiiuuum!”—, bajaron los vidrios y se les quedaron mirando en un silencio que se prolongó una eternidad, hasta que los activistas decidieron que lo mejor era salir rápido del lugar.

A continuación, una mujer aparece caminando por el estacionamiento de este improvisado terreno neutral. Trae paso ligero, sonrisa nerviosa y el rostro sofocado por los más de 30 grados de calor y la humedad. 

De un bolsillo del pantalón, la enfermera saca unas llaves y abre mirando para izquierda y derecha una puerta que da acceso a un pequeño cuarto donde guardan garrafas de cloro, escobas y otros productos de limpieza. 

—Acá estarán más tranquilos —dice con voz queda y luego se esfuma.

Tras ella, entran tímidos al cuarto que rezuma olor a desinfectante ‘Jerry’, de 17 años, y ‘Jordi’, de ocho. Ninguno se llama así, pero pidieron que se proteja su identidad porque no tienen el permiso de la MS13 para hablar con periodistas. 

‘Jerry’ es de estatura media. Moreno. Con incipiente barba negra brotándole ya por las mejillas y el mentón. ‘Jordi’, algo más bajo, aunque alto para su edad, es rubio, tiene la piel cobriza y unos llamativos ojos zarcos. Su rostro lampiño todavía es el de un niño.

Los dos visten jeans holgados, tenis y playeras. 

—Yo siempre he sido de recursos bajos —se arranca ‘Jerry’, el mayor—. Y es por eso por lo que, durante un tiempo, yo tenía como pensamiento meterme a la Mara. Quería experimentar qué era eso. Pero mi mamá se dio cuenta y antes de perderme me mandó para Casa Alianza. 

—¿Qué era lo que te ofrecían? —le cuestiona uno de los periodistas. 

—La que más me buscaba era La 18. Venían y me decían: “Metete con nosotros, que aquí vamos a tener una vida tumbada”. Cosas así. Me ofrecían dinero, mariguana, coca, piedra… 

—¿Qué edad tenías cuando empezó a buscarte la pandilla?

—11 años. 

—¿Y tú qué les decías?

—Que me lo iba a pensar. 

—¿Y no te obligaban a meterte?

—No, porque yo no les decía que no. ¡Porque pendejo vos si les decís que no! —ríe ahora tras levantar la mirada del suelo—. Yo siempre les decía que sí quería, pero que lo tenía que pensar. Y como mi mamá me mandó a Casa Alianza, pues me dejaron tranquilo por un rato. 

A pesar de que Juan Orlando Hernández (conocido popularmente como “JOH”) ya no ocupa la presidencia de Honduras (actualmente está preso en Estados Unidos acusado de nexos con el narcotráfico), en las calles de la capital hondureña aún pueden apreciarse múltiples pintas en su contra.

En el albergue de Casa Alianza pasó cuatro años. Hasta que antes de los 17 salió de nuevo a la calle y se refugió en Los Pinos. Ahí conoció a la mujer que hoy es la madre de su bebé. Todo marchaba bien, asegura, hasta que un marero de la MS13 se fijó en su pareja. 

Ese precisamente es uno de los problemas habituales en las colonias, explicará poco después del recorrido por Los Pinos Bartolo Fuentes, diputado en el Congreso de Honduras y activista. 

“Cuando alguien de la pandilla ya le echó el ojo a la niña, como decimos acá, entonces lo que hacen es ‘apartarlas’ para ellos. Y lo que sucede es que o la familia la saca de la colonia, o hasta del país, o si no la joven va a ser víctima de violencia y de abusos sexuales de todo tipo. Porque no tiene opción de decir ‘no’”, expuso el diputado en una entrevista en la explanada del Congreso, junto a la antigua Casa Presidencial, un palacete de fachada color pastel y estilo arabesco, rodeado de palmeras.  

‘Jerry’ cuenta que el marero “piropeaba” todo el rato a su pareja. Y cuando eso no fue suficiente para llamar la atención de la joven, entonces pasó a las amenazas de muerte. 

—Como yo no les tengo miedo, sí le puse las cosas claras. Pero ese man alquilaba casa ahí donde nosotros, y un día llegó con otros mareros cuando yo no estaba, y le dijo a mi novia que si no se iba con ellos nos iban a matar. Entonces, decidí mejor llevármela para el sur, donde una hermana. 

Ante la mirada seria de ‘Jordi’, ‘Jerry’ dice que ha estado tentado de buscar a la Mara rival para pedirle protección, o a otros de los pequeños grupos que surgieron en la zona, como Los Chirizos o El Combo que no se deja, pues en las colonias es una ley no escrita que quien ofrece seguridad no es el Estado, sino la pandilla. 

Pero, acto seguido, niega con la cabeza y clava la mirada en el suelo. 

—Prefiero seguir como albañil o limpiando carros —murmura no muy convencido—. Porque en la pandilla uno no duerme tranquilo. No estás nunca en paz. Si andás metido en esas ondas, tenés que estar todo el rato pendiente de que no venga nadie a matarte o de si viene la policía a llevarte, o los contras. 

‘Jordi’, que luce una esclava de oro en la muñeca derecha, asiente en silencio. Con el ceño fruncido, dice muy seguro de sí mismo que él tampoco tiene miedo a la pandilla, aunque prefiere guardar distancia con ellos. Por eso, explica con un desparpajo que asombra a sus ocho años, no va a jugar al futbol a la cancha de la colonia, a pesar de que es fanático del balompié y del Club Olimpia, uno de los equipos locales de más afición en Honduras. 

—Ahí van a jugar esos manes —explica, en referencia a los pandilleros—. Y si te agarra la policía jugando con ellos, pues también van a decir que andás metido en la Mara. 

De hecho, el niño asegura que la policía ya lo ha interrogado varias veces. 

—Te empiezan a revisar y a hacer preguntas extrañas. Te dicen: “¿De qué Mara sos? ¿Llevás droga?”, como que a uno ya lo tienen fichado. Creen que ya sos pandillero solo por andar en la calle. 

Terminada la entrevista, ‘Jerry’ y ‘Jordi’ se despiden. Abren la puerta del cuarto y, tras mirar con desconfianza a ambos lados de la calle —un gesto que se repite constantemente en los entrevistados para esta crónica—, salen rápido para perderse por entre los recovecos de esta colonia donde cientos de casitas de techo de lámina se extienden por los cerros.

Pinta en Tegucigalpa condenando el número de feminicidios en Honduras.

Afuera, en una discreta esquina del estacionamiento, el activista Melvin explica con una sonrisa cansada que muchos menores de edad muestran una actitud similar cuando hablan con desconocidos sobre las maras. La mayoría no va a reconocer que tiene miedo, dice, porque eso es un síntoma de debilidad y un riesgo en una colonia, una ciudad, un país donde solo sobrevive el más violento. 

—Muchas veces estos niños, como un mecanismo de protección, lo que te van a decir es que no tienen ningún problema con las maras, que no les tienen miedo, y cosas así. Pero claro que muchos sí tienen problemas, porque los pusieron como “mulas” para llevar drogas y perdieron un cargamento. O se les perdió el dinero y tienen que pagar la mercancía. O porque son víctimas de abuso sexual y tienen temor o vergüenza de decirlo. 

Así les pasó a muchos niños, niñas y adolescentes que se refugiaron en Casa Alianza. Como Emma, de 14 años, que tras perder un cargamento de droga fue castigada por la MS13 con sesión multitudinaria de golpes, para luego raparle la cabeza y las cejas como escarnio.

O Kevin, un niño de 11 años que niega tener problemas con la pandilla, aunque su historia es terrible: su madre y hermana de 12 años fueron violadas por la pandilla como represalia, debido a que el niño no quiso ser reclutado como “bandera” de la MS13. Así se documentó en el especial publicado por Animal Político “Niñez Migrante: Promesas de papel”. 

—El problema —continúa explicando Melvin— es que muchos de estos niños ya normalizaron el abuso y la violencia. Y eso es lo más triste y preocupante —recalca—: que ya se acostumbraron a que la vida que les tocó es así. 

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