Veinticuatro horas en un refugio improvisado para migrantes en una zona silvestre de California
Era la 1:53 a. m. y Peter Fink estaba en una meseta montañosa árida cerca de Campo, California, repartiendo mantas a personas de cuatro continentes que habían llegado allí bajo el amparo de la noche.
Este era un ritual nocturno para el joven de 22 años, vestido con una gorra de béisbol y una sobrecamisa de lana, cuya posición —a poco más de 270 metros sobre una pendiente rocosa desde el muro fronterizo entre Estados Unidos y México— se había convertido en una zona de embarque permanente para personas que habían cruzado de manera ilegal a suelo estadounidense.
Ahora que la Guardia Nacional de México está desplegada en los sitios de cruce más populares a lo largo del sureste del condado de San Diego, las rutas de los migrantes se han desplazado más profundamente hacia áreas remotas y salvajes, donde las personas enfrentan terrenos y temperaturas más extremas con poca o ninguna infraestructura para mantenerlos con vida.
Para los inmigrantes que buscaban ser detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos con el fin de comenzar el proceso de solicitud para permanecer en el país, el campamento improvisado de Fink, ubicado en una parcela de tierra bajo las celosías de una torre de alto voltaje, se había convertido en una primera parada, donde las modestas raciones de comida, agua y leña donada ayudaban a los migrantes a sobrevivir mientras esperaban que los agentes atravesaran el paraje y los detuvieran antes de que su salud languideciera peligrosamente.
En este sitio y en otros a lo largo de la frontera, los migrantes han esperado durante horas o a veces días para ser detenidos, y una jueza de una corte de distrito de Estados Unidos dictaminó la semana pasada que la Patrulla Fronteriza debe actuar “rápidamente” para llevar a los niños a refugios seguros y sanitarios. Pero a diferencia de las zonas de espera al aire libre que habían surgido en áreas más pobladas, el sitio de Fink no tenía tiendas de campaña ni voluntarios médicos ni contenedores de basura ni baños portátiles; solo un hoyo que él había cavado como baño comunitario, y el propio Fink.
Por la mañana había indios, brasileños, georgianos, uzbekos y chinos.
Los funcionarios afirman que el personal y los fondos federales son demasiado limitados para hacer frente a la afluencia de cruces fronterizos en la región, y operaciones como estas se han convertido en una fuente de gran tensión en el condado de San Diego.
______
Fink es rubio y de rostro juvenil y se deja crecer la barba solo para aparentar su edad. Creció en el noroeste del Pacífico y aprendió español trabajando en un empleo de verano recogiendo cerezas. Cautivado por la crisis migratoria de 2020, pasó meses en Arizona, cruzando la frontera para ser voluntario en un refugio de migrantes en Sonora durante el día mientras, de noche, obtenía un título en Relaciones Internacionales en línea, utilizando wifi gratuito en un McDonald’s local.
Fink no creó este campamento en la cima de una montaña; lo encontró. Un lugareño había notado fogatas en la meseta cada noche, y Fink, un bombero forestal y ávido campista que viajaba por la región, se ofreció como voluntario para pasar la noche en la parcela en una tienda de campaña para ver qué sucedía. En cuestión de horas, más de 200 inmigrantes llegaron a pie —entre ellos mujeres embarazadas, niños y ancianos— apiñados en medio del viento penetrante.
Se corrió la voz entre las comunidades del sur de lo que se conoce como Mountain Empire, la cual es un área tan aislada que la pequeña localidad desértica de Jacumba Hot Springs (con una población de 857 personas), a 48 kilómetros de distancia, se convirtió en el cuartel general de la operación. Los voluntarios recogían leña de los desechos de un lugar donde se practicaba el lanzamiento de hachas y de un fabricante de mesas con acabados rústicos. Se utilizó un centro juvenil abandonado para organizar las donaciones no perecederas. Un contenedor de transporte en el patio de alguien se convirtió en una especie de depósito para cajas de agua y lonas.
Después de esa primera noche a principios de marzo, Fink pasó otra y, luego, otra. Instaló una serie de tiendas de campaña para cuatro personas en una fila ordenada, apiñando a 10 personas en cada una cuando el viento se volvía particularmente insoportable. Usó pintura blanca para identificar los cajones de viejos archivadores de oficina en cuatro idiomas, indicando raciones de compotas de manzana para niños y fórmula para bebés. Estableció lineamientos para su campamento: una merienda por persona; no tirar basura; conservar leña; las mujeres y los niños tienen prioridad en las carpas.
Ese día, el sol estaba casi directamente sobre su cabeza cuando Fink miró a través de sus binoculares y vio a una pareja que un vehículo sin identificación dejó en un camino de tierra en México y que caminaba a través de la maleza árida hacia Estados Unidos. La mujer empezó a reducir la velocidad. Estaba visiblemente embarazada.
Fink agarró dos botellas de agua y comenzó su descenso hacia el cañón de abajo, esperando a los dos a una distancia segura del muro fronterizo para no alentarlos. Una vez en suelo estadounidense, la mujer jadeó pesadamente y se dejó caer al suelo. Su marido se agachó frente a ella y le tomó la cara entre las manos.
“¿Está bien?”, susurró, secándole el sudor de la frente. Ella asintió.
Por un momento hubo silencio. Luego, Fink preguntó en español de dónde eran (San Salvador), cuándo nacería el bebé (en un mes) y si las autoridades mexicanas los habían extorsionado por dinero en efectivo en su camino hacia el muro fronterizo. La pareja dijo que no.
“Buena suerte”, dijo Fink.
Los guio en el ascenso al campamento, pasando junto a bolsas y ropa abandonadas y utilizando puntos de apoyo que había excavado en la tierra con una técnica que había aprendido combatiendo incendios forestales. Tan pronto como llegaron al campamento, dio media vuelta y comenzó a correr hacia el valle nuevamente. Había visto a una niña con pantalones de lunares y una cola de caballo deambulando con su madre, y pudo ver que estaban a punto de irse por un camino equivocado.
Una vez que la niña, Briana López, de 5 años, llegó al campamento, comió los bocadillos de frutas Welch’s que le dio Fink y habló por teléfono con su padre, que todavía estaba en Guatemala.
“¿Cómo estás, hija mía? ¿Estás feliz?”, preguntó.
“¡Bien!”, respondió la niña. “¡Sí!”.
______
El último grupo de migrantes fue recogido al anochecer, y Fink se agazapó en su tienda, masticando un trozo de pan pita y organizando la entrega de diversas donaciones a través de su teléfono celular.
Esta era la hora a la que normalmente se iba a dormir, esperando tener unas horas de descanso antes de que llegara la primera ola nocturna. Pero a lo lejos escuchó respiraciones exasperadas y apareció una mujer sola, la cual se desplomó en sus brazos, llorando.
Sus compañeros de viaje la habían dejado atrás, contó, luego de que siguieron una vía de ferrocarril subterránea y se enfilaron demasiado hacia el oeste, hasta desaparecer en la zona silvestre y árida. Ahora, estaban desaparecidos.
Fink subió al punto más alto del saliente rocoso, se puso las manos en ambos lados de la boca en forma de copa y gritó: “¡Aquí tenemos agua y comida! ¡No tengan miedo, vengan acá!”, su voz resonó por el valle. “¡Ey, bienvenidos a Estados Unidos!”.
Fink envolvió a la mujer en una manta mientras esperaba. “Dios te bendiga”, le dijo ella.
c.2024 The New York Times Company