Una historia de España a través de "textos falsos, alterados y manipulados".

Todos los países tienen su revisionismo de cosplay, mucha bandera, mucho orgullo, mucho mito. Todos han falsificado la Historia, y en todos, los historiadores siguen desmintiendo algunas de las grandes gestas tal y como han llegado hasta nosotros. Pero, ¿seguimos enseñando mentiras históricas a nuestros hijos en el colegio? ¿Siguen entrando en el temario escolar hechos que se han demostrado falsos o de los que hay muchas dudas?

"La historia de España, como la de los demás países, se ha hecho en gran medida a partir de textos falsificados, alterados, interpolados y manipulados", escribe Miguel-Anxo Murado en La invención del pasado, un libro donde ubica qué hay de verdad y qué hay de ficción en la historia de nuestro país. La Historia, la que pervive, la que se estudia, es la de los vencedores. Y en las últimas décadas, multitud de expertos de todo el mundo han ido desmontando cuentos y leyendas que por conveniencia se inventaron, exageraron o escribieron como reales para la posteridad. Un ejemplo. La gran reina per se de España, Isabel la Católica, mandó destruir todos los documentos que no convenían a su visión de la historia. Y monarcas posteriores mandaron -en aras de la glorificación histórica del derecho de un trono que había que asentar y añejar- que fueran olvidados los documentos que mantenían como independientes a Castilla de León y a Isabel y de Fernando. Tanto monta no montaba tanto.

Ha caído en mis manos un libro de primaria de la Comunidad de Madrid en el que se marca como hito histórico para la recuperación territorial cristiana la Batalla de Covadonga. Un grupo de visigodos cristianos, liderados por Don Pelayo, se enfrentó a los musulmanes en la batalla de Covadonga (772). Y, sí, ha sido pregunta de examen. ¿Con qué batalla iniciaron los reinos cristianos la recuperación territorial de la península?

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Hoy sabemos, por múltiples historiadores, que la batalla de Covadonga -ese gran mito fundacional español- no existió como tal, y que Don Pelayo no tenían un plan para iniciar la Gloriosa Reconquista sino que con toda probabilidad era un señor feudal que huía de los inspectores de Hacienda, perdón, los recaudadores de impuestos musulmanes -Echevarría y Martín, La Península Ibérica en la Edad Media-, y que la batalla de 125.000 aguerridos cristianos fue en realidad una escaramuza con varias decenas de hombres en un valle cercano a la actual Cangas de Onís, de la que Pelayo logró salir victorioso y con la recaudación. No es hasta cien años más tarde, en el siglo X, cuando empieza a crearse la figura del valeroso capitán, un mito humano que fue creciendo y creciendo -engordando gesta inventada sobre gesta inventada- hasta hacerlo incluso descendiente de reyes godos. Los señores cristianos necesitaban una épica gloriosa que ayudara con el engrosamiento de sus arcas y sus ejércitos. Y encontraron a Pelayo.

Todos los países tienen su revisionismo de cosplay, mucha bandera, mucho orgullo, mucho mito.

Los niños de mi generación crecimos cantando "Viva España triunfal, las páginas de la Historia de nuevo se llenarán con esas gestas de gloria...", celebrando a Don Pelayo mientras asesinaba con saña a los moros para recuperar el santo territorio cristiano en una Reconquista histórica, lamentando la infertilidad de las esposas de Carlos II, y añorando a los grandes monarcas absolutistas en cuyo Reyno no se ponía el sol. Cuando el Imperio se cayó a cachitos -y nos fuimos quedando con la porción actual- fue por mala suerte. Una tras otra. Por mal tiempo, en el canal de la Mancha, o débiles regentes abducidas de amor por malvados amantes. Nunca porque lo hiciéramos mal.

A un compañero le suspendieron un examen en el instituto porque escribió que los Habsburgo y los Borbones acabaron tontos y enfermos de tanto casarse entre ellos. Hoy sabemos que la dinastía de los Habsburgo acabó de tanto aparearse primos con tíos, sobrinos y hermanastros. Un estudio genético de la Universidad de Santiago confirma que el último Austria, Carlos II el Hechizado, falleció en 1700 debido a las graves complicaciones de salud derivadas de tener el 25% de sus genes repetidos -la misma repetición que tendría alguien que fuera hijo de hermano y hermana-. Murió sin hijos. Su infertilidad, que desembocó en el fin de la dinastía, fue culpa también del desorden genético.

Durante siglos, todas las naciones han creado sus mitos -Italia se espejó en Roma, Alemania en los nibelungos, Inglaterra en Arturo-, manejados sin escrúpulos por los vencedores de turno. Esos mitos se han usado para alejar la verdad y cohesionar bajo banderas que glorifican lo propio y denigran irracionalmente lo ajeno. Una vez esas narrativas quedan en el poso emocional, poco pueden hacer los hechos.

Los historiadores contemporáneos siguen desmintiendo muchos de los mitos que aprendimos en el colegio, aunque haya quien insista en volver a la fantasía creacionista. Nos debemos honestidad. Y luchar por dejar el mejor de los países posibles a nuestros hijos.