Twitter cambió el fútbol, y el riesgo es que X lo vuelva a hacer
Tal vez no califique como una parábola de Silicon Valley, pero no está demasiado lejos de serlo. Ahora es imposible imaginar la plataforma social X —eso que, por reflejo, todos seguimos considerando Twitter— sin ese uróboro distintivo y puntiagudo enclavado al pie de cada publicación, el que sirve de calibrador, moneda de cambio y vector de viralidad.
El retuit —la capacidad de compartir con rapidez y facilidad una contribución que disfrutas, apruebas o, por alguna otra razón, deseas dar a conocer a otros— fue la innovación que hizo funcionar a Twitter. Le dio su propósito a una idea de nicho, lo cual convirtió una curiosa aplicación en una fuerza transformadora a nivel social, cultural y político y, a la postre, en el juguete de un multimillonario.
Sin embargo, no fue deliberado. El grupo de desarrolladores que fundó Twitter no diseñó la función para retuitear. No existía en las primeras versiones de la aplicación. En sus primeras versiones, no había forma de amplificar el mejor (o, más tarde, el peor) contenido que surgía del “doomscroll”, es decir, de leer malas noticias de manera compulsiva. Parece probable que los fundadores de la aplicación no hayan considerado para qué iba a servir su invento.
Más bien, el retuit fue una ocurrencia de los primeros usuarios de la plataforma, quienes “impulsaron una herramienta para difundir noticias y mensajes populares”, como escribe la periodista Taylor Lorenz en Extremely Online, su historia de las redes sociales y el auge de la cultura de los influentes. “Twitter no integró el retuit en su producto sino hasta finales de 2009”, casi tres años después de su lanzamiento, indicó.
El libro de Lorenz está lleno de historias como esta. En un inicio, YouTube fue diseñado como un sitio de citas. Los fundadores de Instagram veían con recelo la publicidad y la promoción de productos, pues temían que los impulsos venales del capitalismo interfirieran en la estética de su aplicación. LinkedIn no se creó para que los financieros obsesionado con su sector presumieran de su “arduo trabajo”.
A estas plataformas, fuera cual fuera la motivación original de su desarrollo, les dieron forma las personas que pasaban tiempo en ellas, quienes poco a poco se volvieron adictas a ellas. Los fundadores construyeron la infraestructura —y han recibido grandes recompensas por ello—, pero los usuarios determinaron el propósito y la utilidad.
Sin duda, eso ha sido cierto en el fútbol. El hecho de que el deporte en general esté casi ausente por completo del libro de Lorenz —un mejor crítico que yo podría señalar que también es un poco escueto respecto a todo el asunto de la desinformación— no es una sorpresa. “Redes sociales” es un nombre poco apropiado; a pesar del nombre, nuestra experiencia con las redes sociales es totalmente idiosincrásica. Supongo que a Lorenz no le llegan muchos videos de Gary Neville en sus redes sociales.
De cualquier manera, es una omisión digna de mencionarse. En parte es solo una cuestión de números: una proporción mucho mayor de usuarios de la que parecen tener en cuenta los responsables de estas aplicaciones no está tanto ahí para debatir teorías conspirativas sobre la jurisprudencia brasileña como para averiguar quién va a fichar Joao Félix este verano.
No obstante, también se debe a los efectos. El pasatiempo más popular del mundo ha cambiado de forma irrevocable por su exposición a las redes sociales en las dos últimas décadas. Hay marcas de la mano invisible de Silicon Valley en la manera en que se sigue el juego, en la manera en que se consume e incluso —hasta cierto punto— en la manera en que se juega.
Más que con Instagram y, más tarde, TikTok, el vínculo entre el fútbol y Twitter parecía muy natural. Funcionaba para los clubes, que podían utilizarlo no solo para eludir los medios de comunicación tradicionales, sino también para calcular y ampliar su popularidad en el mundo. Funcionaba para los jugadores, que podían construir sus marcas, comunicarse con su público y contar sus historias.
Sobre todo, funcionaba para los aficionados. Twitter era un lugar donde seguir los partidos, analizar las actuaciones, monitorear el desarrollo de la gran telenovela del fútbol. Era un lugar donde podías reunirte con otros aficionados y alardear ante los rivales. Era un lugar donde podía florecer el tribalismo y se podía vituperar. Podía enfatizar lo común y lo diferente, todo al mismo tiempo. Podía ser profundamente tóxico, y a menudo lo era, en particular para cualquiera que no fuera un hombre blanco.
Twitter siempre se consideró a sí mismo como la plaza pública del mundo —una autodefinición que Elon Musk ha fomentado desde que compró la plataforma—, pero eso es un malentendido. No era una gran conversación, sino millones de pequeñas conversaciones. Algunas personas podían estar debatiendo las maquinaciones del Estado profundo, en tanto que otras estaban tratando de dilucidar si alguien que tiene 28 años en realidad tiene 29.
Lo mismo ocurría en el fútbol. Twitter ofreció un escenario en el que todas las distintas comunidades de aficionados al fútbol podían encontrarse. Había un Twitter para los nerds de la táctica y los entusiastas de los datos, un Twitter para la gente a la que le gustaba la Bundesliga, otro para los que se consideraban visores. Había un Twitter de Ronaldo y otro de Messi, un Twitter del Liverpool y otro del Manchester United.
Después de un tiempo, la relación se volvió recíproca. El impacto más directo de esto es, tal vez, todas esas personas que ahora trabajan en el fútbol —como analistas de datos, visores, entrenadores y periodistas—, pero que primero utilizaron Twitter para difundir sus ideas, amplificar su trabajo y encontrar su público.
Sin embargo, también ha cambiado la manera de debatir el fútbol a causa de Twitter y la necesidad de adecuarse a esta plataforma. Las disputas partidistas entre Jamie Carragher y Neville, las payasadas disparatadas de los comentaristas de la Liga de Campeones en CBS Sports, la disposición a utilizar datos en el análisis, los videos estilizados y dramáticos con los que los clubes anuncian sus nuevos fichajes... todo ello tiene su origen en la red social.
Por supuesto que algunos de esos cambios han sido más bienvenidos que otros, pero pocos han sido activamente perjudiciales. No obstante, el riesgo es que la relación del fútbol con Twitter está ahora tan arraigada, su adicción es tan profunda, que es especialmente vulnerable a la volatilidad repentina —y aparentemente deliberada— de la plataforma.
No es solo que ahora la plataforma imposibilite que nuevas voces convincentes consigan seguidores, dado que ha eliminado su función de vía de acceso para el talento, sino que su algoritmo se ha perfeccionado para priorizar lo extremo, lo deliberadamente controvertido y, con frecuencia, lo totalmente desagradable.
Durante la última semana, mi sección Para ti —la determinada por el algoritmo, en vez de por la cronología— me ha ofrecido capítulos de un debate particularmente estúpido sobre si Erling Haaland es mejor que Luis Suárez, varias publicaciones con subtítulos incendiarios que contrastan el palmarés de Bukayo Saka con el de Phil Foden y un suministro interminable de memes sobre Cristiano Ronaldo (también, como a todos los demás, cada uno de los pensamientos de Musk).
Por supuesto que el riesgo es que el fútbol no se aleje de la plataforma a medida que esta se vuelva cada vez menos gratificante, sino que siga su patrón establecido: que lo que el algoritmo recomiende ahora sea un atisbo de cómo se presentará y consumirá el fútbol en el futuro.
El fútbol no puede desvincularse con facilidad de este ecosistema. Esta aplicación —como quiera que la llamemos ahora— sigue siendo el lugar donde se puede seguir con más facilidad el ciclo de noticias del juego en constante rotación. Sin embargo, conforme la conversación se vuelve más fracturada, más cáustica y más conflictiva, se siente menos que seamos nosotros quienes damos forma a la experiencia y más que la están definiendo por nosotros. Twitter ya ha cambiado la forma en que se consume el fútbol hasta volverla irreconocible. Lo preocupante es que esto apenas esté empezando.
c.2024 The New York Times Company