La trágica historia de un meteorito, un niño inuit y la inexcusable explotación de los aborígenes del Ártico

Imagen estereoscópica que muestra a los inuit vistiendo ropa confeccionada con pieles de animales, en Cabo York, en el norte de la Bahía de Baffin, Groenlandia, alrededor de 1902. (Foto de Underwood & Underwood/Graphic House/Archive Photos/Getty Images)
Imagen estereoscópica que muestra a los inuit vistiendo ropa confeccionada con pieles de animales, en Cabo York, en el norte de la Bahía de Baffin, Groenlandia, alrededor de 1902. (Foto de Underwood & Underwood/Graphic House/Archive Photos/Getty Images)

Una de las historias más tristes sobre la descarada explotación de los exploradores blancos a una comunidad indígena comenzó con a un hecho fortuito: la caída del meteorito Innaanganeq sobre la superficie terrestre, cuyos fragmentos se esparcieron por los parajes de la zona noroccidental de Groenlandia hace miles de años.

Los pesados pedazos del meteorito fueron fundamentales para la supervivencia de los inuit polares durante siglos. Es bien sabido que aunque el hierro es uno de los elementos más abundantes del planeta, no se encuentra en la naturaleza en su forma metálica.

Los antiguos y las comunidades indígenas que usaron el hierro sin dominar el arte de la fundición sólo podían obtenerlo de los meteoritos. Los expertos creen que el abundante acceso al hierro meteórico permitió a los inuit polares fabricar lanzas y utensilios para cazar, cocinar y fabricar vestimenta de una manera más eficaz. También canjearon el hierro por alimentos y otros artículos con otras aisladas comunidades árticas.

El capitán británico John Ross, al navegar la costa oeste y norte de Groenlandia en 1818, fue el primer extranjero en notar que la población nativa utilizaba cuchillos y arpones de hierro meteórico. Luego de conversar con los inuit, el navegante infirió que el metal provenía de un meteorito aunque no pudo demostrarlo.

No obstante, regresó a Europa con algunas herramientas que luego se convertirían en los primeros hallazgos científicos del meteorito Innaanganeq, también conocido como Cape York.

Los inuit mantuvieron en secreto los lugares donde yacían los fragmentos del meteorito durante más de siete décadas. Pero alrededor de 1890, el Polo Norte cobró un interés especial y decenas de exploradores desafiaron las condiciones más extremas, impulsados por la ambición de convertirse en los primeros hombres blancos en conquistarlo.

El ambicioso Robert Peary

Uno de los hombres que lo hizo todo por llegar al Polo Norte fue el almirante Robert. E. Peary. El ímpetu de ese ingeniero civil y oficial de la marina estadounidense era tal que se tomó una licencia de seis meses en 1886 para ser el primero en cruzar la capa de hielo de Groenlandia. Pero no calculó la magnitud de la proeza y desistió tras avanzar 160 kilómetros por falta de suministros.

Peary no se dio por vencido y regresó cinco años después con una expedición bien organizada, que fue financiada parcialmente por la Sociedad Geográfica Estadounidense. Esta vez, el objetivo era determinar si Groenlandia era una gran masa de tierra que se extendía hasta el Polo Norte. Su minucioso trabajo comprobó que Groenlandia era una isla grande que no se extendía hasta los 90 grados norte.

En ese segundo viaje, Peary tenía claro que aún no poseía los conocimientos necesarios para tener éxito y se dedicó a estudiar a las comunidades inuit del Ártico para comprender cómo lograban sobrevivir en un territorio que pasaba gran parte del año completamente congelado. Con el tiempo, Peary se ganó la confianza del pueblo inuit, al adoptar algunas de sus prácticas, como la construcción de iglús y el uso de vestimenta nativa durante sus expediciones.

En la imagen aparecen Marie Peary Stafford y su hermano Robert, hijo e hija del contralmirante Robert C. Peary, en una fotografía de la Sociedad Polar Estadounidense en el Museo Estadounidense de Historia Natural.  Se encuentran junto al gran meteorito
Marie Peary Stafford y su hermano Robert, hijos del contralmirante Robert C. Peary, en una fotografía de la Sociedad Polar Estadounidense en el Museo Estadounidense de Historia Natural. Se encuentran junto al gran meteorito "Anighito", que fue llevado a Nueva York por su famoso padre. (Getty Images)

La cercanía del explorador con sus ayudantes Panikpah y Tallekoteah le permitió obtener información sobre la ubicación exacta de los tres grandes fragmentos del meteorito. En 1895, su esposa Josephine envió un barco a Groenlandia para extraer dos trozos de la roca espacial, que fueron obsequiados al Museo Estadounidense de Historia Natural (AMNH) en Nueva York, donde permanecen en la actualidad.

Peary regresó a Groenlandia en 1897 para recolectar el tercero y más grande de los meteoritos, al que llamó "Ahnighito". Para la delicada tarea eligió a La Esperanza, un barco de grandes dimensiones capaz de transportar el pesado objeto hasta Nueva York.

Un niño inuit saliendo de un igloo en Gjohaven, Canada.(Foto:Getty)
Un niño inuit saliendo de un igloo en Gjohaven, Canada.(Foto:Getty)

Seis inuit en Nueva York

Para ese momento, la reputación de Peary iba en picada. No había logrado llegar al Polo Norte y pocos creían sus historias sobre los nativos que vivían en cabañas hechas de nieve y se alimentaban de ballenas y osos polares. La solución era llevar a los nativos a Estados Unidos para comprobar sus relatos.

Ilustración del siglo XIX que muestra a Robert Peary enviando el meteorito Cape York desde las regiones árticas. (Getty Images).
Ilustración del siglo XIX que muestra a Robert Peary enviando el meteorito Cape York desde las regiones árticas. (Getty Images).

Además, uno de los curadores del AMNH, Franz Boas, le pidió a Peary que regresara con varios inuit para ser estudiados en la institución.

Así que convenció a seis nativos a que viajar con él, con la promesa de que regresarían cargados de armas y utensilios para su comunidad. Los voluntarios fueron Nuktaq, un cazador experto, respetado en la comunidad, quien viajó junto a su esposa Atangana y su hija Aviaq, de 12 años.

Los otros tres integrantes del grupo eran un joven de nombre llamado Uisaakassak, Qisuk, otro respetado cazador que había perdido a su esposa en una pandemia iniciada en la anterior expedición de Peary, y Minik, su hijo de 7 años.

El recibimiento de Peary fue apoteósico. Unas 20.000 personas se acercaron al puerto para ver llegar la expedición y otras miles pagaron entrada en el museo para ver a esas extrañas personas. Los relatos de los periódicos de la época certifican que el museo organizó una exhibición de seres humanos como si fueran animales de un zoológico.

Peary prometió al grupo que tanto él como el museo cuidarían de su bienestar durante su estadía en Estados Unidos. Pero el expedicionario partió de inmediato a ofrecer conferencias sobre sus aventuras en Groenlandia, lo que le permitiría recaudar más fondos para sus futuros viajes, abandonando a su suerte a los incautos inuit.

La humedad y el calor del sótano donde permanecieron recluidos, el contacto con las multitudes y la ausencia de anticuerpos a los virus y bacterias de Nueva York deterioraron la salud de los inuit, quienes al poco tiempo fueron hospitalizados con graves enfermedades respiratorias. Al final, sólo sobrevivieron Uisaakassak y el pequeño Minik.

El primero en morir fue Qisuk, el padre de Minik. Las autoridades del museo le dijeron al niño que habían enterrado a su padre, pero no era cierto. Su cadáver fue analizado y sus partes fueron conservadas para la investigación científica. Existen estudios de la época en los que aparecen fotografías de su cerebro.

Uisaakassak pidió regresar a Groenlandia y fue enviado en una expedición en julio de 1898.

La soledad de Minik

Captura de pantalla del libro Give me my father's body, del autor Kenn Harper, publicado en 1986. La imagen que aparece en la portada es de Minik, el niño inuit llevado por Robert Pearcy a Nueva York.
Captura de pantalla del libro Give me my father's body, del autor Kenn Harper, publicado en 1986. La imagen que aparece en la portada es de Minik, el niño inuit llevado por Robert Pearcy a Nueva York.

A los nueve años, Minik quedó solo en Nueva York. Peary nunca regresó por él y optó por ignorarlo por completo. Pero no todos le dieron la espalda. Un curador del museo llamado William Wallace adoptó a Minik, quien aprendió inglés, se adaptó a las normas estadounidenses y cambió su nombre por Mene Wallace.

Pero Minik nunca olvidó a su padre y tampoco se sintió completamente aceptado en su nueva ciudad. Cuando fue mayor comenzó a preguntar sobre el paradero de los restos de Qisuk. Aunque no obtuvo una respuesta oficial, el joven al final descubrió que le habían mentido y que el cadáver desmembrado de su padre permanecía dentro del museo.

Desesperado, el chico contó su historia a la prensa y exigió la devolución de los restos para darles la debida sepultura. Pero sus súplicas fueron ignoradas.

Decepcionado por el maltrato del museo y por sus infructuosos intentos de integrarse, Minik escribió a Peary para que lo enviara de regreso a Groenlandia, pero el explorador pasó años poniendo excusas, diciendo que no había espacio para él en sus barcos.

Peary finalmente permitió que volviera en 1910, no sin antes volver a mentir y declarar que el joven había regresado a casa cargado de regalos, cuando en realidad volvió con la ropa que llevaba puesta.

Con el corazón partido, Minik escribió una carta donde lamentaba regresar solo, sin los restos de su padre, en la que acusó al museo de usar a su pueblo para sus “experimentos científicos a sangre fría”.

La sensación de ser extranjero no lo abandonó a su regreso a su tierra natal. Ya había olvidado las habilidades indispensables para subsistir en Ártico, que apenas había comenzado a aprender de su padre cuando partió a Estados Unidos siendo un infante.

Intentó aprender de nuevo su lengua materna, a cazar y pescar y lo consiguió a medias. Pero la huella que dejó los años vividos en Nueva York fue demasiado grande, así que desistió de su vida como inuit y regresó a Estados Unidos en 1916.

El desarraigo siguió siendo una constante a su regreso. Sin educación formal y olvidado por sus benefactores, comenzó a deambular sin rumbo hasta emplearse en un campamento maderero en el norte de New Hampshire, donde permaneció por un tiempo entre forajidos y refugiados.

En 1918, Minik fue una de las millones de personas que contrajeron la gripe española y murieron ese año. Sus compañeros recaudaron el dinero para enterrarlo en el cementerio de Indian Stream, donde aún existe la lápida que dice: Mene Wallace 1887-1918.

Peary vendió el meteorito al museo por 40.000 dólares, que en la actualidad equivaldría a un millón de dólares, para continuar con sus sueños de grandeza. También dijo ser el primer explorador en pisar el Polo Norte, aunque hay quienes refutan ese alegato.

El museo finalmente devolvió los restos de Nuktaq, Atangana, Aviaq y Qisuk a Groenlandia100 años después, luego de que el autor Kenn Harper alertara en su libro sobre los prolongados abusos cometidos por Peary y el Museo Estadounidense de Historia Natural de Nueva York contra el pueblo inuit.

Fuentes: VOX, NHMagazine, Meteorite Times, Peter Martin, USGS, Fundación Aquae, American Polar

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