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Tornado. Tesoro. No había nadie como Tina Turner

Tina Turner se presenta en el Madison Square Garden de Nueva York, el 7 de abril de 2000. (Ruth Fremson/The New York Times)
Tina Turner se presenta en el Madison Square Garden de Nueva York, el 7 de abril de 2000. (Ruth Fremson/The New York Times)

Mi edición de bolsillo del libro “I, Tina” se está cayendo a pedazos. Cada vez que lo abro, sale volando una página nueva. Anoche fue la página 37. Tina Turner habla de las canciones que la cautivaron de pequeña. “Tweedle Dee” de LaVern Baker captó su atención porque era rápida. “Siempre me gustaron las rápidas”, escribió Turner, “me gustaba esa energía, incluso en aquel entonces”.

Se puede decir que este libro son sus memorias (le narró todo, en 1986, a Kurt Loder, quien lo trasladó a la literatura), pero a mí siempre me ha parecido un libro de recetas. Los ingredientes incluyen fuerza, dominio, poder, sexo, voluntad. De ahí la conmoción por su fallecimiento. ¿Dicen que tenía 83 años? Nadie se lo cree. Los ingredientes la hacían parecer inmortal. Durante siete décadas de hacer música, todo eso chisporroteaba en ella. Esa energía. Le brotaba del ser: de los pies, de los muslos, de las manos, de los brazos, de los hombros, del pelo, de la boca.

Cada vez que ella y un trío de coristas conocidas como Ikettes saltaban hacia delante, se inclinaban y extendían los brazos, movían los dedos y agitaban el pelo, no era solo baile, era brujería. Tina interpretó versiones de muchas canciones, pero nunca la oí hacer “I Put a Spell on You”. No era necesario. El baile era todo. Leí que Adrienne Warren, quien interpretó a Turner en Broadway, necesitó fisioterapia y entrenamiento personal para sobrevivir al papel. Para la película de Hollywood sobre la vida de Turner, Angela Bassett se preparó en todos los sentidos. Ambas ganaron premios de actuación, pero el premio más apropiado quizá es una medalla de oro.

Puesto que era una vocalista profesional, Turner dominaba sus escalas, pero estoy seguro de que las escalas también la dominaban a ella: Richter, Kelvin, Decibel, Fujita-Pearson (que se usa para un “tornado”). Si hablamos de ella cantando Acid Queen en el disco “Tommy”, entonces la escala debe ser pH. Esa energía suya construyó un ala del rock n’ roll donde puedes escuchar un cuerpo. Otros intérpretes (tremendos, fundacionales, divinos) cantaban: Ma Rainey, Big Mama Thornton, Big Maybelle, Baker, Mahalia Jackson, Sister Rosetta Tharpe. No obstante, Tina creció rodeada de pentecostales. Ella gritaba. Loder señala astutamente que Turner surgió en 1960, cerca de los albores del sonido amplificado. Estaban hechos el uno para el otro.

Su primer éxito, con Ike Turner (el hombre que la llamó Tina en honor a las protagonistas blancas de las matinés sabatinas de Jungle Queens, el hombre con el que estuvo una década y media, el hombre que durante años la menospreció y la golpeó) se titulaba “A Fool in Love”. La canción recurre a un sistema de llamada y respuesta. Los coristas cantan el estribillo y Tina responde así: “¡Yay-ay-hey-hey-heeyyy!”. La magnitud de su lamento y la amplitud de su negrura femenina te dejan helado. Te paraliza de euforia. Ajá: Esa energía.

Y mira que tenía... otros... registros. Gruñía, jadeaba, gemía, chillaba, aullaba. Todo el mundo sabe que era guapa, pero a media canción, la belleza convencional salía por la ventana. Los cantantes negros saben a qué me refiero: estás practicando el arte de la gesticulación. En ocasiones, para hacer ese arte, tienes que ser arte y el rostro de Turner a media canción era arte en su tipo más llamativo, ornamentado y original: era cubismo. Podía ser cruda como la carne y etérea como un grupo coral. Por ejemplo, en 1966, Tina se entregó a Phil Spector y terminó con “River Deep - Mountain High”, una de las creaciones de estudio más triunfantes de todo gran cantante. Turner adoptó el título al pie de la letra. Es Sísifo. Después de cada estribillo, hace rodar su peñasco del amor e incluso lo hace cruzar el puente. Hay cierta tensión entre su naturaleza y la de Spector; la fuerza sónica de ella y el muro de sonido sinfónico y percusivo de él. Spector colocó una servilleta en el regazo de ella y ella la usó para limpiarse la frente. (Ike odiaba esa canción).

Turner podía bajar tanto la voz, estaba tan sudorosa y sensual que se saltaba lo sugerente. Era justo lo que parecía: un dolor satisfactorio. ¡Podía sonar preparada para, digamos, cualquier placer que le esperara hacia el final de la versión de “Let Me Touch Your Mind” que aparece en “Live! The World of Ike & Tina”, de 1973. Sobre el escenario, ella y Ike transformaron la balada triste de Otis Redding “I’ve Been Loving You Too Long” en un psicodrama explícito para adultos en el que Tina tuvo que esforzarse por disfrutar. Tenía que encontrar la manera de comercializarlo.

Ya vi las imágenes de lo que ocurre cuando miles de personas la admiran a la vez, en su mayoría blancos, en Londres, Osaka, Suecia y Los Ángeles. Las he escuchado en “Tina Live in Europe”, de 1988. Y lloro. Sencillamente pierden la cabeza por ella, por esta mujer negra criada en las hondonadas y carreteras secundarias de Tennessee, en Nutbush. Es increíble verla cautivar a las masas, conmoverlas; ver al público de “Oprah” enloquecer de asombro, como si Tina Turner fuera una maravilla del mundo.

¿Qué es eso? Es la supervivencia: a la pobreza, a Ike, a una tuberculosis que no sabía que padecía. Es la libertad ganada con mucho esfuerzo. Es la manera en que las canciones prometían que sobreviviría: “It’s Gonna Work Out Fine”; pero hay más: se amaba a sí misma, le encantaba ser ella misma. Queríamos contagiarnos algo de eso. Página 133 de “I, Tina”: “Llegué a pensar que quizá yo era tal mezcla de cosas que iba más allá del blanco o negro, más allá de las culturas: ¡que yo era universal!”.

La Tina de la Arena, la Tina Universal, es la Turner que yo vi: la de “Private Dancer” y “What’s Love Got to Do with It”. La primera vez que la vi fue quizá en “Friday Night Videos”, cuando yo tenía 8 años. Ahí estaba esta mujer de aspecto alargado con una minifalda de cuero, medias, tacones, una chamarra de mezclilla y el pelo tan imponente como la melena de un león. El yo niño quería ser ella pavoneándose por la calle en aquel video de “What’s Love”, con una pierna cruzando casi por completo la otra. Parecía mala, segura de su maldad, fuerte, pero también dócil, como cuando se inclinaba hacia un bailarín y se contoneaba con su compañero y luego con otro. Cuando ganó todos esos premios Grammy en 1985, yo quería sonar como la mujer que los recibía. ¿Era sureña continental? ¿Caribeña?

Era una Tina nueva, sofisticada, espiritual, con una recuperación de la imagen y la voz pulida devastadoramente elegante. Su renacimiento constituía una declaración de mando: lo que traían en la cabeza no eran pelucas, sino tocados. Esa energía... se había reinterpretado como sabiduría, una sabiduría que gruñía, una que reinaría en el Thunderdome. La lava se había enfriado un poco. El fuego suave de esta vida nueva y sonido suyos (el rock ‘n’ roll con la apariencia de sintetizador pop) tenía un objetivo musical: “Show Some Respect”, “Better Be Good to Me”. Así lo hicimos, así que nunca nos detuvimos.

Se me acaba de ocurrir qué otra cosa es “I, Tina”. Lo he leído mucho, pero nunca había pensado en ese título. Es una declaración, sí, la puesta en juego de una afirmación. También es el comienzo de un juramento. Vivir, creo. Vivir con tanta plenitud, de manera tan galáctica y contagiosa, con tanta audacia, candor, entusiasmo y, sí, energía, que nadie lo va a creer cuando te mueras.

c.2023 The New York Times Company