“Tenemos tierra suficiente como para enterrarlos a todos”: la dramática historia de un carpintero que fue prisionero de Rusia
VORZEL.- Boris Popov tiene 50 años pero aparenta muchos más. Antes del 24 de febrero del año pasado, trabajaba apaciblemente como carpintero en Vorzel, pequeña localidad al norte de Kiev, cerca de Bucha. Ese día, que marcó el inicio de la “operación especial” de Vladimir Putin aún en curso, todo cambió dramáticamente para los ucranianos y para él.
En su fallido intento de capturar Kiev, los rusos ocuparon a sangre y fuego esta zona del norte de la capital, cercana a Bucha, durante un mes, dejando destrucción, muerte y heridas y traumas que aparecen incurables, como las de Boris.
El 5 de marzo pasado este humilde carpintero salió de su modesta casa -cuyos techos y ventanas quedaron destruidos, pero que ya reparó-, para buscar agua y comida. Pero fue capturado por soldados rusos, que lo llevaron a un centro de detención que los invasores habían puesto a punto en una planta frigorífica cercana al aeropuerto de Hostomel.
“Ahí había otras personas, civiles como yo, los rusos me interrogaron, simularon una ejecución apuntándome en la cabeza y estuve unos tres días”, evoca. Aunque lo peor vino después, el 8 de marzo.
“Los soldados no sabían desde donde venía la resistencia de la artillería ucraniana y a mí y a otras tres personas nos llevaron, en medio de los combates, al bosque de Myritska”, cuenta, mientras nos lleva caminando a este lugar, donde aún se ven trincheras y demás resabios de la presencia del enemigo, donde fue torturado salvajemente.
“Los rusos nos obligaron a desnudarnos y nos quedamos en ropa interior cuando la temperatura era de 9 grados bajo cero. Nos maniataron, empezaron a golpearnos y nos ordenaron poner en el suelo un plástico negro, diciéndonos que así no mancharíamos de sangre el bosque… De nuevo volvieron a simular nuestra ejecución”, relata. Mientras, fuma un cigarrillo detrás del otro, como para exorcizar esos recuerdos espantosos.
Entonces, también apareció un coronel de los servicios de inteligencia ucranianos, también capturado, recuerda Boris. “Lo ataron a un árbol y comenzaron a golpearlo con un palo en la cabeza y sangraba… A mí me rompieron varias costillas. Pasamos una noche tirados sobre el plástico negro, semidesnudos, tratando de calentarnos los unos a los otros con los cuerpos pegados. En medio de la oscuridad me di cuenta que el coronel había muerto, pero igual me seguía tapando con su cuerpo ya frío”.
Después de esa noche que jamás podrá olvidar, el 18 de marzo Boris y otros prisioneros fueron llevados en un camión a Bielorrusia. Tres días después, a la prisión rusa de Pretrial de Novozybkov, en la región de Bryansk.
El 28 de abril, en uno de los primeros intercambios de prisioneros, Boris fue liberado sólo porque su salud degeneró: contrajo tuberculosis y sigue con varias costillas rotas. En los casi dos meses de detención en Rusia, perdió 30 kilos: pesaba 84 kilos y volvió con 52.
Si sufrió violencia física en ese bosque al que nos acompañó, casi peor fue la violencia psicológica que padeció en Rusia durante su cautiverio.
“La comida era pésima, sólo nos daban de comer papas hervidas, sucias, y nos daban de tomar agua maloliente. Nos despertaban a las 6 de la mañana y nos obligaban a estar parados todo el día en la celda, caminando, no nos dejaban sentar”, denuncia, sin quebrarse y con tono monocorede, como anestesiado. “Como tenía las costillas rotas y no podía dormir por el dolor, pensé que era un problema de corazón. Me llevaron a un consultorio de la cárcel y una doctora me preguntó por qué me quejaba, riendo. Vinieron cuatro guardias que volvieron a pegarme y la doctora me dijo: ‘acá en Rusia tenemos tierra suficiente como para enterrarlos a todos’”, evoca.
Desde que fue liberado y regresó a su casa, Boris, que está casado y tiene una hija que se fue a vivir al oeste de Ucrania, está en tratamiento para curarse de la tuberculosis. Está desempleado y el Ministerio de la Reintegración, le hizo llegar un único monto de 100.000 grivnas (2500 euros), que dice que no le alcanzan para nada. Su caso, además, es excepcional porque como es un civil no tiene el estatus de prisionero de guerra. El sistema sanitario le pagó durante tres meses un tratamiento psicológico y le paga su tratamiento para la tuberculosis, pero necesita más dinero para otros remedios.
“Soy ucraniano pero étnicamente ruso y fueron los rusos los que me redujeron así ¿Putin vino a salvarnos de qué?”, se pregunta.
Durante su cautiverio, Boris conoció a Olexander Ponomarenko, un joven de 28 años, también civil, como él y residente en la misma zona, que fue capturado por los rusos el 7 de marzo cuando había salido para ver a su novia, que aún sigue detenido en Rusia.
Su mamá Natasha, de 46 años -pero que también aparenta más- y que trabaja en un bar de Nemishaieve, otro pueblo cercano a Bucha, llora cuando habla de Olexander. Después de que los rusos se retiraron del norte de Kiev, en abril pasado, esta madre, también destruida, salió a buscar su cuerpo durante meses en morgues y fosas comunes. Su hijo era uno de los cientos de desaparecidos, pero ella estaba convencida de que estaba vivo porque no lograba encontrar la campera muy inusual, llena de colores, que llevaba puesta ese maldito 7 de marzo.
Su cuñada, que por la guerra se fue a vivir como refugiada a Portugal, en julio pasado a través de la Cruz Roja logró averiguar que, como presentía su madre, Olexander está vivo. Se encuentra detenido en la misma cárcel rusa en la que estuvo Boris.
“En agosto me llegó una carta manuscrita de él, que dice ‘estoy vivo, estoy ok’, que escribió en abril”, dice Natasha, mostrando ese pedazo de papel que en este momento para ella es oro. Con los ojos brillosos quiere creer que su hijo, a quien no ve desde hace casi un año, se encuentra en una lista de un futuro intercambio de prisioneros. “Tengo que creer eso para poder seguir adelante”, dice.
Aunque en el primer aniversario de la guerra la consigna en Ucrania es mantener la moral en alto, resistir y hablar de la futura e “inevitable” victoria, para Boris y Natasha -que por supuesto se conocen-, es imposible. Aunque la guerra termine mañana, las heridas son demasiado profundas. “Putin -sintetiza Natasha-, tiene demasiada sangre en las manos”.