Un testimonio desde Israel tras el ataque de Hamas: “Pasé de la felicidad plena a la angustia más profunda en menos de 15 horas”
TEL AVIV.- El contraste es absoluto y total: de una despedida de soltera en un barco a un refugio con ventanas de hierro. De la cumbia y el reggaeton al sonido de las sirenas y los estruendos de los misiles. De la alegría infinita de mi amiga a su desolador mensaje: “A mi novio lo llamaron para combatir en el Ejército”.
Todo sucedió en menos de 15 horas: de la felicidad plena a la angustia más profunda. La vida puede cambiar de la noche a la mañana y, aunque parece cliché, sucedió exactamente así.
El panorama en Israel era de calma y tranquilidad, no había habido eventos recientes en Gaza ni en Judea y Samaria (Cisjordania), tampoco ataques terroristas ni incursiones de las Fuerzas de Defensa de Israel. Nada, absolutamente nada, hacía suponer que el terror estaba planificado y a punto de ser ejecutado.
A las 7.30 de la mañana suena la sirena que nadie quiere escuchar: la que alerta que hay, en Tel Aviv, un minuto y medio para ponerse a salvo de los misiles. Salto de la cama, alzo a las dos perritas que estoy cuidando temporalmente, y entro al “mamad”, una habitación del departamento, que está acondicionada como refugio.
Al sudor en las manos y las palpitaciones le siguen unos minutos -que parecen eternos- en los que me ahogo cuando intento respirar. Cuando puedo recuperar un poco el aire, paso al llanto. Y, de fondo, las explosiones de los misiles que la Cúpula de Hierro logra interceptar.
Unos minutos más tarde, ante el miedo y la extrema incertidumbre, acudo a las redes sociales y a sitios de noticias para entender lo que pasa: una infiltración sin precedente de cientos de terroristas de Hamas que ingresaron a territorio israelí por tierra, aire y mar.
Leo y me aterro: ciudades y barrios enteros del sur tomados por ellos, que entraron casa por casa secuestrando y asesinando a civiles inocentes. Una película de terror nunca antes vista en la joven historia del país, un escenario surrealista que sorprendió a la población y al propio gobierno.
Aún en shock, y con el teléfono que no deja de vibrar, respondo los primeros mensajes de WhatsApp de mis amigos de Israel. Todos estamos a salvo. Con las imágenes desgarradoras que llegan del sur, ya es un privilegio. Me instalo la aplicación Red Alert, que emite una sirena al mismo tiempo que suena la oficial, en caso de que no la escuche.
A las 8.45, suena una nueva sirena. Mismo procedimiento: cargo a las perras y entro al refugio. Empiezo a sentir las explosiones demasiado fuerte, encima de mi cabeza. Las perras les ladran, como si pudieran ahuyentarlas. Decido instalarme definitivamente en el mamad, con agua y algo de alimento para las tres. Es la primera vez que me refugio en uno: no sabía que tenía que acondicionar la ventana para cerrarla herméticamente con sus dos puertas de hierro.
Les mando un mensaje a mis padres, cerca de las 4 de la Argentina, para avisarles que estoy bien. Pero estoy en shock, viendo imágenes y noticias. Aún en pijama, me permito comer una galletita dulce y volver a Twitter. Pasan las horas, no tengo registro de qué hice. No lo sé.
Cerca del mediodía, el primer ministro Benjamin Netanyahu declara el estado de guerra. No puedo ya mirar fotos ni videos, son devastadores y crueles. Intercambio mensajes con colegas, intento responder WhatsApps de amigos que están preocupados -lo hago con emojis, no tengo energía-, hablo con mi mamá y empiezo a pensar en la posibilidad de irme del país con lo puesto. Miro por el balcón: las calles están desiertas con un silencio que duele.
La tensión se siente en la panza, en los músculos y en la cabeza. No soporto la realidad, duermo un rato. Me despierto. Intento comer algo, pero mantener la más mínima rutina en este contexto me supone un esfuerzo sobrehumano. Me contactan de algunos medios para salir al aire: ¿cómo les explico que no puedo hilar oraciones y que no quisiera llorar en cámara? Declino las ofertas con los pedidos de disculpas correspondientes.
El reloj marca las 16.44 cuando mi amiga Yael me escribe: “A mi marido lo llamaron del Ejército, se acaba de ir”. No sé qué responderle, no encuentro palabras de aliento. Mi celular sigue vibrando con mensajes de WhatsApp y de Instagram, me siento mal si no respondo, pero no tengo fuerza. A los sonidos de vibración, les siguen los de las sirenas, en la calle y en la aplicación del celular: sirena, explosión, explosión, explosión, en una secuencia que se repite tres veces en diez minutos.
Son las 23 y sigo en pijama, el uniforme que seguramente me acompañe los próximos días, quizás semanas. La cifra de muertos asciende a 300. Y yo, que hace 24 horas estaba con amigas celebrando la vida, estoy en un refugio pensando tres veces antes de ir a la cocina o al baño. Todavía siento que es un sueño. En realidad, la peor pesadilla.
*Michelle Wigdorovitz es una periodista argentina que vive en Israel