Testimonio: Yo tengo coronavirus... y hasta el momento no fue tan grave

El norteamericano Carl Goldman, propietario de la radio KHTS de Santa Clarita, California, resultó infectado del nuevo coronavirus en el crucero Diamond Princess, que estuvo en cuarentena en Japón. y que en el que se registraron por lo menos 705 contagiados. En una columna para el The Washington Post, relató su experiencia.

SANTA CLARITA, California.- Tengo coronavirus. Y hasta el momento no es tan grave.

Estoy al borde de los 70 años y la única vez que estuve medianamente enfermo fue cuando tuve bronquitis, hace muchos años, que apenas me dejó en cama un par de días. Y esto es incluso más leve: no tengo escalofríos, no me duele el cuerpo. Respiro con facilidad y no estoy congestionado. Siento el pecho un poco tomado y tengo accesos de tos. Si tuviera los mismos síntomas estando en casa, probablemente habría ido a trabajar como si nada.

Me contagié el virus a bordo del Diamond Princess, el barco que estuvo 14 días en cuarentena frente al puerto de Yokohama, como broche final del crucero de 16 días que tomamos con mi esposa, Jeri. Hace dos semanas, cuando bajé del barco, me sentía bien. Nos controlamos la temperatura durante toda la cuarentena. A Jeri y a mí nos hicieron la prueba de hisopado para el virus. Nuestra temperatura corporal era normal. El resultado del hisopado debía estar listo en 48 horas, pero no llegó antes de que nos subiéramos al micro que nos llevó al aeropuerto, donde nos esperaban los dos aviones del gobierno de Estados Unidos para evacuarnos.

Cuando despegamos de Tokio, tuve un poco de tos, pero lo adjudiqué al aire seco que se respira en la cabina de los aviones. Estaba cansado, pero dadas las circunstancias, cómo no estarlo. Me quedé dormido.

Cuando me desperté, tenía fiebre. Caminé hasta la parte posterior del avión de carga, donde la Fuerza Aérea había armado un área de cuarentena aislada con cortinas plásticas. Me tomaron la temperatura, casi 40 grados, así que me recosté y volví a quedarme dormido hasta que tocamos tierra en la Base Travis de la Fuerza Área, California.

Los funcionarios de los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades (CDC) subieron al avión y dijeron que los tres de nosotros que habían permanecido aislados volarían a Omaha, con sus cónyuges, si así lo deseaban. Los funcionarios tenían lista una instalación de cuarentena en el hospital de la Universidad de Nebraska. Ahí llegamos el 17 de febrero y fuimos recibidos por una flota de ambulancias y patrulleros. Me acostaron en una camilla y me subieron a un camión, una escena plena de dramatismo, porque más allá de sentirme cansado, podría haber ido caminando perfectamente.

El el campus del hospital me instalaron en una unidad de biocontención. El espacio estaba sellado, con ventanas de doble vidrio que daban al pasillo y una enorme y pesada puerta de aislamiento. Dos cámaras me observaban las 24 horas, y había un set de monitores de computadoras con micrófono para que el equipo médico y yo pudiéramos comunicarnos con los funcionarios del CDC en la central de operaciones, al final del pasillo. La habitación había sido utilizada por última vez en 2014, durante el brote del virus del Ébola.

Un médico y varios enfermeros repasaron conmigo los pormenores de mi caso y me tomaron muestras para varios análisis de laboratorio. Usaban trajes de seguridad NBQ -sigla de "nuclear, biológico y químico"- sellados con cinta adhesiva impermeable y equipados con motores que facilitaban la circulación de aire. Parecía una escena de la película La amenaza de Andrómeda. Un par de horas después, cuando llegaron los resultados de los análisis, no me sorprendió enterarme que tenía coronavirus. Poco después, finalmente el hisopado de Tokio confirmó el resultado: o sea que había contraído el virus antes de bajar del barco.

No me asusté terriblemente. Me había tocado y punto. Sabía que con virus o sin virus, igual me iban a dejar en cuarentena por lo menos 14 días más. Eran tantos los pasajeros que se habían enfermado, incluido un amigo mío, que de alguna manera me había acostumbrado a la idea de que a mí también podía tocarme. Mi esposa, sin embargo, dio negativo, y quedó en cuarentena en otro edificio, a un par de cuadras. Después de esos días atascados juntos en el crucero, creo que los dos necesitábamos un tiempo solos, y además, podíamos comunicarnos por teléfono cuando quisiéramos.

Los primeros días me tuvieron canalizado, mayormente por precaución, y me solían administrar magnesio y potasio, para asegurarse de que recibiera vitaminas en abundancia. Más allá de eso, mi tratamiento ha consistido básicamente en tomar litros y litros de Gatorade, y cuando mi temperatura superaba los 40°C, un poco de ibuprofeno. Cada cuatro horas pasaban las enfermeras a chequear mis signos vitales, preguntarme si necesitaba algo y sacarme sangre. Aprendí rápidamente a desconectarme de los monitores que chequean mis niveles de oxígeno, presión sanguínea y ritmo cardíaco para poder ir al baño o moverme un poco por la habitación, y así hacer circular un poco la sangre. Pero nunca aprendí del todo a volver a conectarme sin enredar el cablerío. Diez días después, me sacaron de biocontención y me trasladaron al mismo edificio donde estaba Jeri. Ahora hacemos videoconferencia desde habitaciones contiguas.

En cuanto a mi último análisis, del día jueves, sigo dando positivo para el virus. Pero a esta altura ya casi no necesito atención médica. Las enfermeras me toman la temperatura y sacan sangre dos veces al día, porque accedí a participar en un estudio clínico para buscar un tratamiento para el coronavirus. Cuando mi resultado sea negativo tres días seguidos, podré irme con el alta.

Si alguien me hubiera dicho en enero, cuando salí de casa, que no volvería hasta marzo, y que en cambio permanecería confinado más de 24 días por haber contraído un novedoso virus en el epicentro de la que podría ser una pandemia, me habría aterrado por completo. Pero ahora que me está pasando, prefiero vivirlo día a día.

The Washington Post

Traducción de Jaime Arrambide