Los test de inmunoglobulinas G no sirven para detectar intolerancias alimentarias
No hay más que buscar en Google “pruebas de intolerancia alimentaria IgG” o “test de sensibilidad IgG” para, entre el casi medio millón de resultados, encontrar todo tipo de empresas que están haciendo negocio con esas pruebas. Generalmente se realizan en laboratorios de análisis clínicos, hospitales y aseguradoras privadas, pero también en algunas farmacias.
¿Por qué no se ofrecen en la sanidad pública? Sencillamente porque no hay evidencia científica que respalde la relación entre la presencia de IgG y esas supuestas “sensibilidades alimentarias”. Si la prueba fuera realmente fiable, dietistas y alergólogos estarían encantados de hacerlas.
En busca de anticuerpos IgG
Cuando se expone a gérmenes, el cuerpo produce anticuerpos específicos diseñados para destruir únicamente a dichos gérmenes. Las pruebas de inmunoglobulinas a las que nos referimos miden la cantidad en sangre de una de esas proteínas defensivas: las inmunoglobulinas G (IgG). También conocidas como anticuerpos IgG, son elaboradas por el sistema inmunitario para combatir los ataques de virus y bacterias, principalmente.
Las IgG se unen a una variedad de antígenos, no solo a los de virus y bacterias, sino también a toxinas, parásitos y proteínas de alimentos. Además, el organismo mantiene un “modelo” de todos los anticuerpos de este tipo que ha producido. De ese modo, si vuelve a estar expuesto a los mismos gérmenes, el sistema inmunitario puede producir rápidamente más anticuerpos.
¿Qué hacen los test de sensibilidad alimentaria?
Los test analizan una pequeña muestra de sangre con la pretensión de cuantificar la presencia de inmunoglobulinas G frente a diversos alimentos, generalmente entre 100 y 200 de manera simultánea. Por supuesto, a mayor número de alimentos incluidos en la prueba, mayor es su precio, que suele oscilar entre los 50 y 200 euros.
Pero la unión de IgG a proteínas alimentarias no implica una reacción adversa: es simplemente el reflejo de una exposición a esos alimentos.
Además de pasar por alto que los anticuerpos IgG solo sirven para combatir infecciones, el negocio de este tipo de pruebas se basa en la facilidad con que se suele confundir “intolerancia alimentaria” y “alergia alimentaria”, dos conceptos muy diferentes.
¿En qué se diferencian las alergias de las intolerancias alimentarias?
Las alergias, que pueden ser desatadas por las proteínas de los ácaros, el polen, el pelo de animales o los alimentos, son una respuesta directa inmediata y grave del sistema inmunológico que gira en torno a una proteína llamada IgE, abreviatura de inmunoglobulina E.
La IgE es un anticuerpo que desencadena una súbita reacción alérgica como la que sufre, por ejemplo, alguien con alergia al cacahuete que ingiere esa legumbre y, entre otros síntomas, siente una obstrucción en la garganta.
Por contra, las intolerancias alimentarias están relacionadas con la dificultad de digerir ciertos alimentos. No tienen nada que ver con las respuestas inmunológicas desencadenadas por las inmunoglobulinas que caracterizan las alergias.
En los episodios alérgicos, los linfocitos B del sistema inmunitario interpretan como dañinas las proteínas inocuas presentes en determinados alimentos. Esa interpretación errónea provoca que una sustancia normalmente inofensiva, como un cacahuete, se tome por una amenaza contra la que se lanza una respuesta inmunológica defensiva que puede ser peligrosa y potencialmente mortal.
En definitiva, las inmunoglobulinas que se disparan en las alergias de cualquier origen son exclusivamente las IgE, que nada tienen que ver con otras inmunoglobulinas implicadas en las infecciones microbianas. Por eso, en las pruebas para el diagnóstico de las alergias –incluidas las alimentarias–, lo que los médicos buscan son los niveles de IgE frente al elemento que podría ser el agente responsable.
A nivel molecular, lo que ocurre es sencillo: una proteína presente en el cacahuete se une a ese anticuerpo de IgE en forma de Y que sobresale de la superficie de un mastocito, un tipo especializado de glóbulo blanco. Ese contacto provoca que el mastocito libere histamina y otras moléculas inflamatorias.
Los resultados de ese proceso son enrojecimiento, hinchazón y, en algunos casos extremos, la muerte. Por cierto, este es el mismo principio que se aplica cuando un alergólogo pincha en la piel de un paciente para saber a qué es alérgico. Las agujas están recubiertas de la proteína de un elemento en particular que puede provocar alergias, y la proteína se unirá (o no) a la IgE en la superficie de los mastocitos de esa persona.
La intolerancia nada tiene que ver con el sistema inmunológico
Las pruebas de intolerancia alimentaria IgG enfrentan una muestra de sangre a un panel de alimentos y componentes alimentarios. Luego, utilizando una técnica conocida como ensayo inmunoabsorbente, se cuantifica el grado en que la IgG de la sangre se une a cada elemento.
Aunque en estas pruebas se usen inmunoglobulinas, las intolerancias no provocan una reacción inmunológica. Las intolerancias son dificultades para digerir o metabolizar ciertos alimentos, como sucede con la más extendida de ellas: la intolerancia a la lactosa.
En este caso, el intestino produce poca o ninguna lactasa, las “tijeras moleculares” que cortan la lactosa en glucosa y galactosa. La lactosa no digerida llega al colon, donde las bacterias la fermentan, generando gases y causando hinchazón. A diferencia de una alergia, que activa el sistema inmunológico, las intolerancias no lo hacen.
Los laboratorios que comercializan estos test quieren hacer creer que la IgG está involucrada de alguna manera en esta intolerancia y que, de la misma manera que las pruebas de punción de IgE funcionan para las alergias, cuanta más unión haya entre la IgG y el alimento, más acusada será la intolerancia.
No es así. Determinar las intolerancias alimentarias exige un enfoque más integral: historia clínica del paciente, examen físico y una dieta de eliminación a corto plazo seguida de otra supervisada por un nutricionista cualificado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Manuel Peinado Lorca es miembro del Grupo Fedreal de Biodiversidad del PSOE.
José Miguel Sanz Anquela no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.