¿Por qué ya no nos parece un tabú el tema del adulterio?
Cuando una serie de mujeres comenzó a acusar al cantante casado de Maroon 5, Adam Levine, de ser infiel la semana pasada, Internet no pensó demasiado en la situación. No provocó una ola de discusiones serias sobre moralidad en las redes sociales, ni la gente expresó la sensación de que él (o su esposa) tenían una expectativa razonable de privacidad en este difícil momento. De manera preocupante, pocos parecían reconocer o preocuparse por el hecho de que la esposa de Levine, Behati Prinsloo, está embarazada y puede estar experimentando un gran trauma en este momento, al volverse viral al mismo tiempo que lleva en su vientre el bebé de alguien que posiblemente le ha estado diciendo a las modelos lo “j*didamente sexy” que son. No, hemos procesado la difícil situación de vida de otras personas... al hacer memes. Memes hilarantes que recontextualizan sus insípidos y (según el propio Levine) “coquetos” mensajes. Hemos convertido (yo incluido) una situación doméstica terrible de un par de completos extraños en una gran broma privada para nuestro propio entretenimiento.
La mayoría de las veces, usamos el humor para evadir (o simplemente ignorar) la realidad tóxica de la infidelidad en historias como esta. Como veremos, creo que hemos llegado a este punto después de décadas de terribles diálogos públicos sobre el tema. Pero también es cierto que probablemente lo evadamos porque, cuando se trata de nuestras propias relaciones, las investigaciones sugieren que todos operamos en un estado de negación en torno al engaño. Según lo reportado por la BBC, aunque algunas encuestas estiman que hasta el 75 por ciento de los hombres y el 68 por ciento de las mujeres han sido infieles, aparente solo el 5 por ciento de las personas cree que su pareja les han sido infieles o lo serán alguna vez. Representa una gran cantidad de personas que hacen la vista gorda.
El hecho de que fallamos espectacularmente en comprender el engaño en nuestras propias vidas podría ser la razón por la que no lo tomamos en serio en los demás. Pero creo que hay una razón específica por la que a los británicos nos resulta especialmente difícil.
Durante décadas, hemos dejado que los medios se apoderen de nuestras brújulas morales sobre el tema, alimentándonos con una serie de “escándalos sexuales” para ganar clics sobre la base de que hay un significado serio en el hecho de que fulano de tal podría haberse besuqueado a no sé quién a puerta cerrada. Si estabas vivo en los años ochenta y noventa, en particular, probablemente un hombre verdaderamente terrible te preparó para tener una visión confusa del mundo.
Max Clifford fue un prolífico publicista que aireaba la vida privada de las personas y negoció una gran cantidad de titulares de infidelidades sexuales. Impulsó los que trataban sobre políticos, como los que involucraron al entonces secretario de cultura conservador británico, David Mellor, y al ex viceprimer ministro laborista, John Prescott, y los escándalos de las más grandes celebridades, como cuando la exasistente personal de David Beckham, Rebecca Loos, afirmó que habían tenido una aventura, algo que el excapitán de Inglaterra descartó por absurdo.
Sin embargo, en un reflejo de cuán retorcida y desordenada es nuestra moral nacional al respecto, se reveló que el hombre detrás de estas historias era un adúltero y organizador de fiestas sexuales, y luego, en 2013, un serio abusador sexual de niños de hasta siete años. Murió en 2017.
En ausencia de Clifford, junto con el endurecimiento de las leyes de privacidad del Reino Unido después del Informe Leveson y el uso excesivo de súper órdenes de restricción, sucedió algo extraño. Habiendo sido un país conocido en todo el mundo por sus escándalos sexuales, hoy parece que hemos perdido la confianza para discutir el engaño en la vida pública. Creo que estamos en un nuevo y extraño estado de confusión moral: inseguros de si es asunto nuestro saber sobre la infidelidad. Enojados y fascinados, pero no del todo seguros de por qué.
Nuestra nueva primera ministra, Liz Truss, es la apoteosis de esta extraña era de “no hables de la aventura”. ¿Sabían que tuvo un romance de 18 meses con el entonces parlamentario conservador Mark Field? Comenzó en 2004, cuatro años después de casarse con su esposo, el contador Hugh O'Leary, con quien tiene dos hijas. Cuando fue seleccionada como parlamentaria en 2009, el partido local estaba tan indignado por lo que percibían como un encubrimiento de su pasado infiel que incluso votaron sobre si revertían su elección como candidata. Sobrevivió a la votación, y el resto es una marcha de victoria hacia la gloria. Excepto por la entonces esposa de Field (cuyo nombre no menciono, no sea que las búsquedas en Google sobre ella queden marcadas para siempre con un trauma del pasado). Se divorció de él en 2006, luego de 12 años de matrimonio. El romance con Liz Truss fue uno de los factores, según dijo. Estoy seguro de que todos esperamos que esté muy bien hoy.
Mientras que el partido local de Truss estaba en pie de guerra por el asunto en ese entonces, el Partido Conservador actual aparentemente no le dio ninguna importancia cuando la eligió en 2022. A lo largo de un período dolorosamente largo de campañas electorales, el tema de su romance no surgió una vez. No hubo preguntas de los periodistas, ni siquiera artículos de opinión de sus oponentes ideológicos de izquierda. E independientemente del tribalismo político, en un nivel humano muy básico, nadie se preguntó si alguien que mantiene una aventura de 18 meses es apto para un trabajo que exige probidad y decoro. ¿Nadie se preguntó siquiera si el esposo y los niños estaban bien? ¿Estas preguntas son apropiadas o simplemente groseras e invasivas? Como digo, ya no creo que sepamos la respuesta.
Por supuesto, ayuda a un político con pasado haber sucedido a un hombre con un pasado más accidentado. No necesitamos revisar las muchas, muchas supuestas indiscreciones de Boris Johnson. Pero el caos moral de los últimos años pide un poco de análisis. Por un lado, tenemos que confiar en la democracia. Al entrar en las elecciones de 2019, los británicos sabían muy bien que Johnson era rebelde, difícilmente el primero en la línea para conseguir un premio al padre del año, y probablemente un poco idiota. Sin embargo, el electorado igual lo respaldaba sin dudar por encima de Jeremy Corbyn. Puede parecer descabellado, pero creo que podrías considerar las elecciones de 2019 como un referéndum sobre la moral: una prueba democrática y concluyente de que ya no esperamos que las personas en el poder tengan vidas perfectas, honradas y ejemplares.
Sin embargo, por otro lado, ¿es tóxico y anticuado de mi parte pensar que un hombre de dudosa moralidad estaba destinado a fracasar con estrépito en el trabajo más importante del país? ¿Que demostrablemente no tenía el carácter adecuado para generar respeto? ¿No deberíamos habernos tomado todo lo de las infidelidades más en serio, en lugar de tratarlo como un rasgo peculiar de carácter o una gran broma para reír a carcajadas?
Estamos limitados de forma tan incómoda por una sensación de confusión moral sobre las aventuras que incluso tratamos de fingir que no suceden, incluso aunque haya una demostración pública de afecto justo enfrente de nosotros. ¿Recuerdan el vídeo de Matt Hancock en el cual besaba apasionadamente a su asistente, mientras su mano fue a parar en...? Ay, lo siento. No puedo. Como sea, a pesar de las inenarrables y vívidas imágenes que se compartieron, porque los medios necesitaban demostrar un interés público detrás de la presentación de algo tan lascivo, el aspecto moral de la historia se retrató desde la perspectiva del pecaminoso incumplimiento... de las regulaciones del covid-19. Durante días y semanas, los británicos no hablaron realmente sobre la infidelidad. Nada sobre el matrimonio de 15 años hecho pedazos. Nada sobre la mortificada familia. Era como si nadie se atreviera a hablar sobre el gran elefante excitado en la habitación.
En ningún caso está más presente esta sensación de tremenda incomodidad que cuando se trata del nuevo rey. Cuando Carlos conoció a la joven Camila Shand en 1972, una de las primeras cosas que ella le dijo fue que su bisabuela había tenido una aventura con Eduardo VII (el tatarabuelo de Carlos). “Siento que tenemos algo en común”, según le dijo. Todo el mundo sabe que el nuevo rey engañó a su primera esposa, Diana, y que la reina consorte engañó a su primer marido, Andrew Parker-Bowles. Y aunque las solemnidades recientes han logrado legitimar la relación de Carlos y Camila, fue hace solo cuatro meses que la reina Isabel II finalmente cedió a que Camila un día fuera conocida como Reina Consorte. Esto marcó el final de un período muy largo de relajación sobre la naturaleza previamente adúltera de la relación de su hijo y heredero. En 1998, supuestamente, la religiosamente devota reina Isabel II ni siquiera asistió al 50 cumpleaños de Carlos, solo porque Camila hubiera estado allí. ¿Se equivocó la reina Isabel II al adoptar una posición tan enérgica en torno al adulterio?
Al considerar el futuro del rey Carlos (en referencia a su pasado), sospecho que puede haber altibajos por venir. Por el lado positivo, está registrado que Josh O'Connor, quien interpretó al príncipe Carlos en The Crown, dijo que “Tampongate” (el escándalo de 1993 en el que una llamada telefónica interceptada reveló que Carlos le hizo comentarios explícitos a Camila, después de su separación formal de Diana, pero antes de su divorcio) no se incluirán en la temporada final del programa de Netflix. Así que es algo, al menos. Pero en la próxima coronación del rey Carlos, tendrá que equilibrar el ser ungido sagradamente como la elección bendita de Dios para gobernarnos a todos, mientras trata de olvidar el hecho de que ya ha defraudado al jefe al romper los votos matrimoniales que hizo en la Catedral de San Pablo en 1981. Todo es muy complicado, ¿no?
Personalmente, de verdad encuentro el tema de las infidelidades en la vida pública terriblemente fascinante. Tal vez sea porque uno de mis recuerdos más vívidos (y angustiosos) de la infancia fue llegar a casa con cautela después de unas vacaciones familiares con una terrible intoxicación alimentaria, abrir la puerta y ver un periódico en el tapete que me decía que John Major había tenido una aventura con Edwina Currie, y haber tenido unas ganas violentas de vomitar. Sin embargo, más lógicamente, es la experiencia lo que me tiene aquí. Engañar es lo peor. Absolutamente, completamente lo peor. Es una forma de poner a la gente cuerda en el camino hacia la locura. Lo sé porque he engañado, y lo sé porque me han engañado. El asunto por completo es horrible.
Entonces, si bien debería celebrar al ver menguar la cobertura sensacionalista de la vieja escuela sobre la vida privada de las personas públicas, siento que alguien pierde en todo esto. Es la pareja engañada, al observar (suponemos) con una ardiente sensación de injusticia que su ex infiel es capaz de tener éxito, de tener poder, de mejorar, hablar de cosas como la tolerancia, la bondad y la decencia, todo eso mientras lleva encima las cicatrices de haber mentido, de ser humillado, de sentirse completamente inadecuado.
Hablamos de estos temas como si la monogamia fuera la regla del día. No lo es. Las estructuras de relaciones alternativas basadas en ideas de poliamor y no monogamia ética (es decir, relaciones en las que ambas partes de la pareja pueden buscar algo más allá de su pareja establecida, con el consentimiento informado de todos los interesados) parecen más populares que nunca. Sin embargo, creo que las personas prominentes tienen el deber de hablar sobre el engaño, por qué lo hacemos y por qué es tan horrible. Hacer la vista gorda no es bueno para nadie; tampoco lo es volver a una era de deferencia en la que se supone que los ricos, los poderosos y los aristócratas tienen razón y nunca se les cuestiona.
¿El nuevo rey y la nueva primera ministra no son aptos para sus roles porque han sido adúlteros? No. ¿Es raro que no hayamos hablado de eso? Sí, creo que sí. ¿Sería el mundo un lugar mejor si las personas, especialmente los que están a cargo, fueran honestos acerca de todo? Definitivamente.