¿Sueñan los pájaros?

(Adara Sánchez/The New York Times)
(Adara Sánchez/The New York Times)

Nuevas investigaciones sobre el cerebro de las aves y su sueño REM nos dan pistas sobre la evolución de nuestros propios sueños.

Una vez soñé un beso que aún no se había producido. Soñé el ángulo en que se inclinaban nuestras cabezas, el encaje de mis dedos detrás de su oreja, la presión exacta ejercida sobre los labios por esta transferencia de confianza y ternura.

Freud, que fue catalizador del estudio de los sueños con su tratado fundacional de 1899, habría descartado esto como una mera quimera del deseo inconsciente. Pero lo que hemos descubierto desde entonces sobre la mente —en particular sobre el estado pleno de sueños del movimiento ocular rápido, o REM, desconocido en la época de Freud— sugiere otra posibilidad para la función adaptativa de estas vidas nocturnas paralelas.

Una fría mañana, poco después del sueño del beso, observé a un martinete común, una joven garza nocturna que dormía en una rama desnuda sobre el estanque del Brooklyn Bridge Park, con la cabeza plegada en el pecho, y me pregunté si las aves sueñan.

El reconocimiento de que los animales no humanos sueñan se remonta al menos a los tiempos de Aristóteles, que observó el ladrido de un perro dormido y lo consideró una prueba inequívoca de la existencia de su vida mental. Pero cuando Descartes catalizó la Ilustración en el siglo XVII, ya había reducido a otros animales a meros autómatas, contaminando siglos de ciencia con la suposición de que todo lo que no es como nosotros es intrínsecamente inferior.

En el siglo XIX, cuando el naturalista alemán Ludwig Edinger realizó los primeros estudios anatómicos del cerebro de las aves y descubrió la ausencia de neocórtex —la capa externa del cerebro, evolutivamente más incipiente y responsable de la cognición compleja y la resolución creativa de problemas—, descartó a las aves como poco más que marionetas cartesianas de los reflejos. Esta opinión se vio reforzada en el siglo XX por la desviación, liderada por B.F. Skinner y sus palomas, hacia el conductismo, una escuela de pensamiento que consideraba el comportamiento una máquina de Rube Goldberg de estímulo y respuesta gobernada por el reflejo, sin tener en cuenta los estados mentales interiores ni la respuesta emocional.

En 1861, solo dos años después de que Darwin publicó El origen de las especies, se descubrió en Alemania un fósil con la cola y las mandíbulas de un reptil y las alas y la espina dorsal de un ave, lo que desencadenó la revelación de que las aves habían evolucionado a partir de los dinosaurios. Desde entonces hemos sabido que, aunque las aves y los humanos no comparten un ancestro común desde hace más de 300 millones de años, el cerebro de un ave es mucho más parecido al nuestro que al de un reptil. La densidad neuronal de su cerebro anterior —la región encargada de la planificación, el procesamiento sensorial y las respuestas emocionales, y de la que depende en gran medida el sueño REM— es comparable a la de los primates. A nivel celular, el cerebro de un pájaro cantor cuenta con una estructura, la cresta ventricular dorsal, similar al neocórtex de los mamíferos en función, aunque no en forma. (En palomas y lechuzas, la cresta ventricular dorsal está estructurada como el neocórtex humano, con circuitos neuronales horizontales y verticales).

Sin embargo, los cerebros aviares son profundamente distintos, capaces de hazañas inimaginables para nosotros, especialmente durante el sueño: muchas aves duermen con un ojo abierto, incluso durante el vuelo. Las especies migratorias que atraviesan grandes distancias de noche, como la aguja colipinta, que recorre los 11.000 kilómetros que separan Alaska de Nueva Zelanda en ocho días de vuelo continuo, duermen de forma unihemisférica, desdibujando la línea que separa nuestras categorías habituales de sueño y vigilia.

Pero mientras que el sueño es un comportamiento físico observable desde fuera, soñar es una experiencia interior invisible tan misteriosa como el amor, un misterio al que la ciencia ha aportado tecnología de imagen cerebral para iluminar el paisaje interior de la mente del pájaro dormido.

El primer electroencefalograma (EEG) de la actividad eléctrica del cerebro humano se registró en 1924, pero el EEG no se aplicó al estudio del sueño aviar sino hasta el siglo XXI, ayudado por la aún más incipiente resonancia magnética funcional (IRMf), desarrollada en la década de 1990. Ambas tecnologías se complementan. Al registrar la actividad eléctrica de grandes poblaciones de neuronas cerca de la superficie cortical, el EEG rastrea lo que hacen las neuronas de forma más directa. Pero la resonancia magnética funcional es capaz de localizar la actividad cerebral con mayor precisión a través de los niveles de oxígeno en la sangre. Los científicos han utilizado estas tecnologías conjuntamente para estudiar los patrones de disparo de las células durante el sueño REM en un esfuerzo por deducir el contenido de los sueños.

En un estudio sobre diamantes cebra —pájaros cantores cuyo repertorio es aprendido, no programado— se asociaron notas concretas de melodías cantadas durante el día a neuronas que se activaban en el cerebro anterior. Luego, durante la fase REM, las neuronas se disparaban en un orden similar: parecía que los pájaros ensayaban las canciones en sueños.

Un estudio de IRMf con palomas descubrió que las regiones cerebrales encargadas del procesamiento visual y la navegación espacial estaban activas durante la fase REM, al igual que las regiones responsables de la acción de las alas, aunque las aves estuvieran inmóviles con el sueño: parecía que soñaban con volar. La amígdala —un conjunto de núcleos responsables de la regulación emocional— también estaba activa durante la fase REM, lo que apunta a sueños cargados de sentimientos. Mi garza nocturna probablemente también estaba soñando: el cuello doblado es un marcador clásico de atonía, la pérdida de tono muscular característica del estado REM.

Pero el indicio más inquietante de la investigación sobre el sueño aviar es que, sin los sueños de las aves, nosotros también podríamos quedarnos sin sueños. Sin garza no hay beso.

Hay dos grupos principales de aves vivas: los paleognatos, que no vuelan, como el avestruz y el kiwi, que han conservado ciertos rasgos ancestrales de reptiles, y los neognatos, que comprenden todas las demás aves. Los estudios del electroencefalograma de avestruces dormidas han revelado una actividad similar a la de la fase REM en el tronco encefálico, una parte más antigua del cerebro, mientras que en las aves modernas, como en los mamíferos, esta actividad similar a la de la fase REM tiene lugar principalmente en el cerebro anterior, de desarrollo más reciente.

Varios estudios de monotremas o monotremados durmientes —mamíferos que ponen huevos, como el ornitorrinco y el equidna, el eslabón evolutivo entre nosotros y las aves— también revelan actividad similar a la del sueño REM en el tronco encefálico, lo que da a entender que este fue el crisol ancestral del sueño REM antes de que emigrara lentamente hacia el cerebro anterior.

De ser así, el cerebro de las aves podría ser el lugar donde la evolución diseñó los sueños, esa cámara secreta adyacente a nuestra conciencia despierta donde seguimos trabajando en los problemas que ocupan nuestros días. Dmitri Mendeléyev, después de darle muchas vueltas a la disposición de los pesos atómicos en su estado de vigilia, llegó a su tabla periódica en un sueño. “Todos los elementos encajaban en su sitio”, cuenta en su diario. “Al despertar, la escribí inmediatamente en un papel”. Stephon Alexander, cosmólogo que ahora está en la Universidad de Brown, soñó con una idea innovadora sobre el papel de la simetría en la inflación cósmica que le valió un premio nacional de la Sociedad Estadounidense de Física. Para Einstein, la revelación central de la relatividad tomó forma en un sueño en el que las vacas saltaban y se movían simultáneamente en un movimiento ondulatorio.

Igual que ocurre con la mente, ocurre con el cuerpo. Los estudios han demostrado que las personas que aprenden nuevas tareas motrices las “practican” mientras duermen, y luego las realizan mejor cuando están despiertas. Esta línea de investigación también ha demostrado cómo la visualización mental ayuda a los atletas a mejorar su rendimiento. Renata Adler habla de ello en su novela Lancha rápida: “Eso fue un sueño”, escribe, “pero he descubierto que muchas de las cosas más importantes son las que aprendes durmiendo. La oratoria, el tenis, la música, el esquí, los modales, el amor… Lo intentas despierta y tal vez te rindas ante el obstáculo, pero enseguida has dado el salto. Has cogido el ritmo, de una vez por todas, durmiendo por la noche”.

Puede ser que en REM, esta penumbra entre la conciencia despierta y el inconsciente, ensayemos lo posible en lo real. Puede que el beso de mi sueño no fuera una fantasía nocturna, sino, como los sueños de vuelo de la garza, la puesta en práctica de la posibilidad. Puede que hayamos evolucionado para soñarnos a nosotros mismos en la realidad, un laboratorio de la conciencia que comenzó en el cerebro de las aves.

c. 2024 The New York Times Company

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