¿Somos hijos de Caín? Sobre la envidia

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Cuenta la Biblia que los hermanos Caín y Abel, uno agricultor y el otro ganadero, llevaron ofrendas a Yaveh: frutos del campo y las primeras crías del rebaño, respectivamente. Y que mientras que el obsequio de Abel agradó a Yaveh, no fue así con el de Caín, aunque no explica por qué. Lleno de envidia, Caín aprovecha un paseo por el campo para matar a su hermano.

Yaveh le hace entonces a Caín una pregunta que parece retórica: “¿Dónde está tu hermano Abel?”, a lo que Caín responde: “No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. La condena de Yaveh a Caín no fue exorbitante: tiene que desterrarse “al este del Edén”, dondequiera que estuviese.

El episodio se asemeja a otros de la vida real, donde los agravios injustificados suelen ofender a los que los sufren.

El purgatorio de los envidiosos

La historia de Caín ha inspirado muchas obras literarias y, aunque atroz por el parricidio, a muchos escritores ha inspirado compasión. Entre las más conocidas están Al Este del Edén, de John Steinbeck; Demian, de Hermann Hesse, y Abel Sánchez, una historia de pasión, de Miguel de Unamuno. Las tres obras abordan, desde distintas historias y contextos, la lucha entre el bien y el mal, y especialmente la pasión de la envidia, a veces inflamada por agravios comparativos.

A pesar de que Yaveh perdonó la vida de Caín, y aunque haya razones para pensar que este se arrepintió de su delito, el asesino no tiene cabida en el Purgatorio de la Divina Comedia. Su historia y su presencia se proscribe al infierno: la Caína es la región del fondo del infierno, el noveno círculo, en el que se castiga a los que atentaron contra sus deudos.

En el círculo del Purgatorio donde purgan los envidiosos, estos son castigados a vestir túnicas grises, que se difuminan con la roca, a la que se arriman sentados en el suelo. Además, tienen los ojos sellados con hilo para no poder ver más que su interior. El político estadounidense Nelson W. Aldrich decía de los envidiosos:

Invidia, envidia en latín, se traduce como ‘falta de visión’, y Dante hacía que los envidiosos caminaran pesadamente bajo capas de plomo y con los ojos cosidos y cerrados con alambre de plomo. Lo que no ven es lo que tienen en sí mismos, dado por Dios y nutrido humanamente”.

Tristeza por el bien ajeno

A diferencia de otros vicios, como la ira, la soberbia o la avaricia, que incluso hay quienes disfrutan exhibiendo, ser envidioso da vergüenza porque proyecta una insatisfacción con uno mismo, el descontento con lo que se ha recibido comparativamente o la amargura por lo que tienen los demás.

Explica Aristóteles en su Retórica que la envidia es “la tristeza por el bien ajeno” y que es causada “porque otros tienen lo que nosotros (pensamos) que deberíamos tener”.

Immanuel Kant añade a esta definición el componente de insatisfacción interior que yace en el origen etimológico del término:

“(Es) una renuncia a ver nuestro propio bienestar, eclipsado por el de los demás, porque el estándar que utilizamos para ver qué tan bien estamos no es el valor intrínseco de nuestro propio bienestar sino cómo se compara con el de los otros”.

Por su parte, Adam Smith añade el elemento propio del individualismo liberal:

“La envidia es esa pasión que ve con maligno disgusto la superioridad de aquellos que realmente tienen derecho a toda la superioridad que poseen”.

¡Ojos morados!

El proverbio español que dice que “las comparaciones son odiosas” sintetiza bien la reacción animosa que las comparaciones sobre temas personales pueden generar en los afectados.

De muy niño, cuando contaba tres años, mis abuelos solían jugar con sus nietos enseñándoles el significado de los colores. Mis hermanas y mi hermano tienen el iris de los ojos de color azul o verde, que tradicionalmente se han considerado bonitos desde un punto de vista estético. Los míos son marrones.

Mi abuelo Segismundo solía comenzar el repaso a la gama: “Tú tienes los ojos azules, los tuyos son verdes…”. Como viera que no me llegaba el turno, preguntaba a mi abuela Ana: “Y yo, ¿de qué color los tengo?”. Y ella me respondía, con un cariño que todavía me conmueve: “Tú los tienes ¡morados!”. Así, supo infundirme seguridad y quitarle importancia al aspecto físico, que debería ser secundario.

Ignoro si los comentarios positivos de mi abuela reafirmaron mi autoconfianza, pero lo cierto es que nunca he tenido complejo por ninguno de mis atributos físicos, a pesar de ser calvo y comparativamente bajo, por lo que tengo que elevar la mirada frecuentemente en los cócteles y eventos.

Zozobra mental

En el entorno profesional se dan situaciones que potencialmente generan envidia, algunas veces justificada y otras fruto de la zozobra mental de quien la padece: nombramientos, promociones, comparaciones de sueldos, elogio de los jefes a compañeros, diferencias entre despachos o protocolos de situación en reuniones y tratamientos.

Aunque la envidia se produce en cualquier fase vital –desde la infancia o la adolescencia hasta la madurez– y germina en cualquier geografía o cultura, se puede cultivar el aprecio personal desde el comienzo, y respetar y admirar la diversidad de todo tipo. Así se crecerá con muchos menos complejos.

Sin duda, el mejor tratamiento es pensar en las cualidades personales que tenemos, especialmente las interiores, y no sufrir por querer emular las ajenas.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Santiago Iñiguez de Onzoño no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.