“Yo sigo esperando a mi hijo”: la vida de las familias de los 43 normalistas de Ayotzinapa, 10 años después

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No es posible que este gobierno nos quiera entregar a nuestros hijos por pedazos. Eso es un desgaste tremendo para las familias; un sentimiento de angustia que no sé ni cómo expresarlo. El gobierno nos mata a cada rato.

Luz María Telumbre es la mamá de Cristian Alfonso Rodríguez Telumbre, uno de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa que desapareció a manos de policías la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.

Sentada en una silla de plástico de esas que suele haber en las fonditas económicas, y rodeada en el salón de su casa de coloridos altares, velas prendidas, y cuadros con retratos de su hijo y de sus otras tres hijas, la mujer sostiene con ambas manos una lona con el rostro de Cristian; un joven de 19 años al momento de desaparecer, de tez morena y ojos negros profundos, que sus familiares describen de carácter afable y cariñoso –salvo cuando alguien se metía con alguna de sus tres hermanas– y amante de la danza folclórica.

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Con los ojos negros humedecidos por el recuerdo, la mujer cuenta bajando la mirada para encontrarse con la de su hijo plasmada en la lona, que en el verano de 2022, cuando autoridades del Gobierno federal pidieron urgentemente hablar con ella y su marido Clemente, vivió uno de los peores días de su vida.

Ese día, les informaron que en un sitio diferente al basurero de Cocula, donde el gobierno de Peña Nieto había situado el ‘epicentro’ de la llamada ‘verdad histórica’, que quedó desacreditada, se habían hallado ahora nuevos restos humanos que correspondían a dos normalistas de los 43. Y uno de ellos era su hijo Cristian Alfonso, de quien habían encontrado fragmentos de un pie.

–Pero para mí eso no es una prueba definitiva de muerte –dice la mujer restregándose los ojos con ambos dorsos de las manos con las que, a diario, se dedica a palmear tortillas de maíz para sostener los gastos de la casa junto a su marido Clemente, que antes de la desaparición vendía agua embotellada por las calles de Tixtla, el pequeño municipio de poco más de 21 mil habitantes donde está la normal rural de Ayotzinapa.

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–Para mí no es prueba de nada –insiste Luz María negando rotunda con la cabeza.

Sobre las láminas de hierro del tejado de su casa comienzan a caer ruidosas gotas de lluvia que alivia un poco el sofocante calor guerrerense.

–Hasta que el gobierno nos dé una prueba más contundente de lo que le pasó, nosotros vamos a seguir en la lucha y buscándolo con vida.

–Pero lo que no puede ser –agrega ahora con el ceño fruncido– es que nos los quieran entregar por pedacitos –insiste–, porque eso nos destroza psicológicamente. Yo misma le dije al presidente López Obrador que un ser vivo puede vivir perfectamente sin un pie, así que yo sigo esperando a mi hijo, así sea sin un pie.

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Luz María Telumbre es la mamá de Cristian Alfonso Rodríguez Telumbre, uno de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Foto: Manu Ureste

 

A continuación, la mujer dobla con cuidado la lona y la deja sobre la silla. Sale al patio de su casa, donde una techumbre de lámina cubre de la lluvia la olla de la que sale aroma a café, y lo sirve en una bonita taza de artesanía con el rostro de un ocelote, de esas que también vende su marido.

–Todo el día tenemos a nuestro hijo en la cabeza, todo el día –murmura la mujer tras sacar una canastita con pan dulce para la visita–. Yo digo que, a lo mejor, si nos lo hubieran entregado completo, pues le habríamos dado una sepultura digna en un lugar al que ya sabemos dónde está. Pero no. Diez años y esta pesadilla no se acaba. Se acuesta una pensando en esto y se levanta pensando en esto. No hay paz en nosotros. Es un desgaste constante.

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El desgaste a lo largo de esta década ha sido tal, que doña Luz dice que no ha tenido más remedio que empezar a alternar más la protesta social y el activismo, el cual ha dejado más en manos de su esposo, con quedarse en casa para atender el negocio de tortillas y, sobre todo, a sus otras hijas, que además de sufrir la desaparición forzada de un hermano, vieron cómo también perdieron un poco a sus padres desde aquel fatídico 26 de septiembre de 2014.

Antes de la desaparición, mis hijas llegaban a la casa y sabían que aquí estaba su mamá al pendiente de ellas. Pero pasó esto y llegó el momento en que también me reclamaron.

Doña Luz hace una pausa para respirar hondo.

–Me dijeron: ‘mamá, nosotras también somos tus hijas y te necesitamos’.

Afuera, la lluvia cae furiosa, y los truenos cimbran los cristales de la casa.

–Fue muy duro y muy feo para nosotros abandonarlas. Porque antes, al inicio, no era solo cosa de irnos un día y volver. ¡No! –exclama con los ojos muy abiertos–. Era ir todos los días a marchas, a paros, a plantones… Hemos hecho de todo en estos 10 años para encontrar a nuestro hijo –lamenta la mujer con un gesto de tristeza en el rostro–. Pero esta pesadilla nomás no se acaba.

***

Don Clemente Rodríguez Moreno estaciona frente a la puerta de su casa la vieja camioneta blanca de trabajo. En la luna delantera un enorme 43 se ve a varios metros de distancia. El hombre se baja y se disculpa por la tardanza. Estaba alimentando a los cerdos, gallinas y pollos que tiene en su ‘porqueriza’, explica, el otro trabajo con el que, además de las artesanías y la venta de mezcales, saca dinero para la casa y para asistir periódicamente a las marchas en Ciudad de México y a los encuentros que mantenían con Alejandro Encinas en la Segob y con el propio presidente López Obrador en Palacio Nacional.

–Antes de la desaparición en 2014, llevábamos una vida muy feliz aquí en la casa –se arranca Clemente, que viste una playera tipo polo, unos pantalones holgados de mezclilla de color gris deslavado, y unas botas camperas.

–Yo vendía agua de garrafón. Iba por las calles gritando para que la gente saliera y me comprara –sonríe tímidamente con el recuerdo, en la que será la única sonrisa durante la entrevista–. Era muy feliz –insiste–. Mi hijo Cristian me ayudaba a hacer la composta para plantar limoncitos y otros frutos.

Además de trabajar, don Clemente cuenta que su hijo quería estudiar. Su objetivo era convertirse en ingeniero agrónomo, aunque luego lo cambió por el de ser maestro de educación especial. Por ello, aplicó para una escuela en Chilpancingo, la capital guerrerense ubicada a unos 30 minutos en combi de Tixtla, pero se quedó a cuatro puntos de lograr el acceso. Tras la negativa, aplicó entonces para la normal rural de Ayotzinapa, que está a unos pocos minutos caminando desde su casa. Ahí tuvo que pasar una semana de prueba y se quedó. Pero en ese ínter, le hablaron de Chilpancingo diciéndole que había una vacante y que lo habían aceptado en la escuela de educación especial.

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Clemente Rodríguez Moreno es papá de Cristian Alfonso Rodríguez Telumbre, uno de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Foto: Manu Ureste

 

“Lo que tú decidas, nosotros te apoyamos”, le dijeron sus padres.

Cristian decidió quedarse en la normal rural de Ayotzinapa. Era agosto de 2014. Faltaba solo un mes y medio para que desaparecería en el grupo de los 43 normalistas de Ayotzinapa a manos de la policía de la localidad de Iguala, a unos 120 kilómetros de Tixtla.

–Ojalá le hubieran dicho antes que sí se quedaba en Chilpancingo, quizá así no le hubiera pasado nada de esto –interviene en la plática Luz, que se lamenta–. Pero el hubiera no existe. Quizá ya estaba escrito que esto iba a pasar.

–Nos tocó a nosotros aprender a la fuerza muchas cosas –dice ahora don Clemente, que tiene el semblante ojeroso y profundamente cansado–. Aprendimos que no solo a los ricos les pasa esto de las desapariciones para luego pedirles dinero, sino que también nos pasa a los pobres, y a mucha gente en todo el país. No son solo nuestros 43, son miles los desaparecidos.

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Desde la noche del 26 de septiembre de hace 10 años, Clemente dice que ya no ha vuelto a ser el mismo.

–Mi vida cambió totalmente, yo era una persona alegre y ahora… –deja una pausa–. Ahora, el cuerpo ya muestra cansancio después de 10 años de caminar. Hay muchos padres que en este tiempo ya han padecido enfermedades, como diabetes, o que incluso ya se murieron sin saber qué pasó con sus hijos.

–También hay mucho cansancio psicológico –agrega tras dejar otros segundos de reflexión flotando por la sala que huele a café y a la humedad de la lluvia.

–Yo llegó un momento en que quedé destrozado totalmente, de querer… De ya no saber qué hacer por tanta desesperación.

Como su esposa, Clemente recuerda que cuando llegaron a darles la noticia del hallazgo de un resto del pie de Cristian “fue un martirio para la familia”, aunque asegura que gracias al apoyo de mucha gente que les ofreció su solidaridad han podido salir, una vez más, adelante. Precisamente, el padre del normalista dice que en toda esta lucha ha sido clave el apoyo de esa gente que desde el inicio se acercó para darles “una moneda” cuando tuvo que vender “absolutamente todo” para enfocarse “en la lucha” y en la búsqueda de su hijo.

–Pero la gente también se va cansando –murmura lacónico el hombre–. Tampoco es que anden enrollando el dinero con pala, y pues también se van olvidando del caso, y de ahí viene también nuestra preocupación de cómo le vamos a hacer. Porque es totalmente falso que el gobierno nos dé dinero, o nos mantenga. Nosotros vivimos de nuestro trabajo.

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A continuación, el periodista le pregunta a Don Clemente qué le diría a la gente que cree que de alguna forma están ganando dinero con el caso de los 43.

–Pues les diría que antes de hablar conozcan a las familias –responde tajante–. Que vengan a una marcha y conozcan los testimonios de cada uno de los padres y madres. No es como alguna gente que dice, ‘ah, ya se vendieron con el gobierno, ya tienen buenas casas y buenos carros’.

El hombre mira hacia la puerta de su modesta vivienda, hacia el viejo carro estacionado.

–Que vengan a caminar con nosotros –insiste–. Que vengan y vean quiénes somos, cómo vivimos; que escuchen las injusticias de las que hemos sido víctimas en estos años y cómo el gobierno nos ha mentido una y otra vez en la cara para no entregarnos a nuestros hijos.

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Clemente Rodríguez Moreno es papá de Cristian Alfonso Rodríguez Telumbre, uno de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Foto: Manu Ureste

 

Doña Cristina Bautista, mujer indígena náhuatl de 49 años, camina con pasos cortos pero rápidos y ágiles por entre las largas matas de maíz de la pequeña milpa que tiene en su comunidad en Alpuyecancingo de las Montañas, una población rural que pertenece al municipio de Ahuacuotzingo, a unos 100 kilómetros de la capital guerrerense sierra adentro. Aquí, según datos del Coneval, hasta el 93% de la población vive en condiciones de pobreza moderada o pobreza extrema.

Vestida con un pantalón gris de faena, una camisa a cuadros con tonos fucsia, y tocada con un sombrero de palma, Doña Cristina explica al tiempo que comienza a tronar y el aire corre impregnado con olor a lluvia que, además de maíz, en esta milpa siembra con ayuda de su padre, un hombre enjuto, de rostro agrietado y también sonrisa rápida, calabaza, frijol y otros vegetales.

–Aquí solo sembramos en tiempos de agua porque no llega el riego –dice quitándose el sombrero y mirando el cielo la madre del normalista desaparecido Benjamín Ascencio Bautista, otro de los 43.

El trabajo en el campo, explica la mujer, es la base que le garantiza unas tortillas y un plato de frijoles en la mesa. Y aparte, dice, se dedica a hacer artesanías, al bordado –con una habilidad pasmosa aprovecha los continuos viajes en incómodas y ajetreadas combis para ir bordando telas con el rostro y el nombre de su hijo–, y a la venta de mezcal, sombreros de palma, y de aretes y bolsas que ella misma confecciona. Con eso se mantiene y saca adelante a sus otras dos hijas.

Todos los padres y madres de los 43 vivimos de nuestro trabajo –explica la mujer mientras agarra con cuidado una mazorca de maíz y la observa con detenimiento–. Hay gente que nos dice que ya nos gustó andar en la calle, que somos flojos y huevones, que nos la pasamos en marchas gritando, pero esa gente no sabe lo difícil que es esto. No saben todo lo que hemos pasado.

A continuación, luego de que sobre el cielo colmado de nubes grises apareciera el repentino trazo de un relámpago, Doña Cristina explica que en Tixtla, reciben apoyo de los estudiantes de Ayotzinapa para trasladarse por la localidad. E igual para ir en camión a la Ciudad de México, donde organizaciones de derechos humanos, como el Centro Pro, los apoyan con estancia y comida. Pero nadie los apoya, por ejemplo, para llegar a la escuela normal, donde las familias hacen base antes de los eventos. De hecho, Doña Cristina, tal y como atestiguó Animal Político en un recorrido con ella, tiene que invertir más de 4 horas a bordo de varias combis y taxis rurales que le cobran hasta 400 pesos por viaje para llegar a la escuela Ayotzinapa.

–Nosotros tenemos que buscarle, porque nadie va a llegar y nos va a decir: ‘mire, tomen, aquí hay dinero. Sigan en pie de lucha, los apoyamos’.

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Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio Bautista, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos. Foto: Manu Ureste

 

Son algo más de las siete de la tarde y entre los nubarrones y la lenta caída del sol que se sumerge por entre los cerros verdes de la sierra ya casi no se aprecian las sombras. En unos minutos más, la noche caerá por completo.

Doña Cristina, tras echar un último vistazo a la milpa, insta al periodista para que mejor se marchen con su padre en un modesto Tsuru y se resguarden en su casa. No es que el pueblo de apenas 2 mil habitantes y calles en su mayoría sin asfaltar y con muy poco alumbrado público sea especialmente peligroso. Pero a unos pocos kilómetros, en la cabecera municipal de Ahuacuotzingo, los dos atestiguaron cómo en pleno centro, junto a una colorida iglesia, una camioneta sin logos de policía pasó lentamente junto a ellos con cuatro jóvenes a bordo que, sonrientes, los saludaron mostrando sus armas largas.

La prudencia, insiste la mujer, sugiere ponerse a resguardo.

***

La casa de Doña Cristina, que hasta quinto de primaria era conocida como ‘Teresa’ –sus padres, tras perder a un primer hijo por la picadura de un alacrán, tenían la creencia de que si ocultaban su verdadero nombre, Cristina, ‘engañarían’ de alguna forma a la muerte y protegerían a su hija de otra posible desgracia–, es una vivienda grande; de un par de niveles de altura, aunque aún mantiene algunas partes en obra negra.

Afuera, en una pared de la fachada, hay un enorme mural pintado sobre un estridente color amarillo, que incluye un retrato de Benjamín en una bandera mexicana, un enorme corazón con el 43, y a la señora Cristina con el puño alzado junto al lema ‘¡Hasta encontrarlos!’.

Ya en el interior de la vivienda, en la cocina, bajo la tenue luz titilante de un foco de luz blanca y rodeada de un inmenso silencio –el pueblo está prácticamente a oscuras y sin nadie caminando por las calles desiertas–, la mujer cuenta que a principios de los años 2000 emigró en dos ocasiones para trabajar como indocumentada en un restaurante de mariscos en Connecticut.

Así fue como, primero, construyó la estructura de la casa, y luego la equipó con lo que pudo para sus hijos. Todo, sin la ayuda de su expareja con la que se casó a los 15 años, que también emigró para Estados Unidos, pero una vez allá se desentendió de la familia y los abandonó. Aun así, la mujer cuenta con una sonrisa fatigada que el señor tuvo los arrestos de llamarla por teléfono cuando su hijo desapareció para reclamarle “por qué lo había metido a estudiar en la escuela”. “Por tu culpa se perdió”, cuenta que le dijo con un gesto de rabia contenida en los labios.

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Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio Bautista, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos. Foto: Manu Ureste

 

De vuelta en México, en su comunidad, abrió su fondita de comida económica en 2007, donde además vendía pan que su hijo Benjamín le ayudaba a repartir hasta que éste decidió que quería estudiar.

–Un día de las madres, él llegó muy contento con regalos para mí, su hermana y su abuela, y ahí fue cuando nos dijo que había conseguido una ficha para hacer el examen para entrar a la normal rural de Ayotzinapa.

Cristina no estaba feliz con la noticia, prefería que su hijo la ayudara con el trabajo que se acumulaba en el campo y en la fonda. Pero antes de marcharse a pasar la semana de prueba en la normal, su hijo le pidió un favor al que no pudo negarse.

–Compró unas veladoras y me dijo: ‘mami, tienes que apoyarme en esto. Tienes que rezar para que yo me quede en la normal a la primera’.

Doña Cristina lo apoyó y prendió las veladoras. Benjamín fue aceptado a la primera en la normal de Ayotzinapa, pero a los dos meses, en septiembre de ese año, desapareció con el resto de los 43.

–Yo antes de 2014 no tenía ni idea de que en México desaparecían a personas, y mucho menos a estudiantes. Yo estaba en mi comunidad y en mi mundo, trabajando. No sabía nada de eso –explica la mujer que sirve una taza de café de olla, y comienza a recordar los primeros días de la pesadilla, cuando iban al Centro Pro en la Ciudad de México para que les ayudaran a denunciar el caso.

–Ahí vi que había gente que tenía un año buscando a su ser querido, dos años, tres, cinco… Eso me desesperó mucho, porque yo pensaba: ‘¡yo no voy a aguantar un año sin saber de mi hijo! Y pues mira… –hace una pausa en la que se escucha el sonido de la lluvia afuera– ya llevamos 10 de caminar y de luchar.

Una década, dice ahora ya con la voz agotada, en la que siempre que se acerca la fatídica fecha del 26 de septiembre se enferma, motivo por el que no pudo asistir a la última reunión en agosto pasado con el presidente López Obrador, cuando los padres y madres anunciaron que ya no volverían a tener diálogo con él tras su postura fija de defender al Ejército en el caso Ayotzinapa.

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–Siempre que se acerca la fecha me enfermo de los nervios por la preocupación –dice Cristina tras bajar las escaleras que llevan de la cocina a la habitación de su hijo Benjamín, donde está su cama intacta y unos pósters viejos, de cuando fue la cuarta marcha por Ayotzinapa.

–Otro año más sin alcanzar la verdad es algo muy duro –agrega la mujer, que se ha recogido el largo cabello negro antes de dar por terminada la jornada–. Ya no vivo tranquila, estoy siempre triste. No he dormido ni un día bien desde que desapareció –dice paseando la mirada por la habitación de Benjamín.

–Me meto a la cama y no paro de pensar: ‘¿dónde está mi hijo? ¿Dónde está?’.

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