No hay mejor momento para ser católico

Una dosis de optimismo navideño para una Iglesia dividida. (Alain Pilon/The New York Times).
Una dosis de optimismo navideño para una Iglesia dividida. (Alain Pilon/The New York Times).

Cuando comencé a escribir una columna para este periódico, de ningún modo era su primer columnista católico, pero tal vez sí el primer representante del catolicismo conservador, un partidario tanto del papa Juan Pablo II como del papa Benedicto XVI, que escribía con regularidad en la sección de opinión de The New York Times. Esto generaba la expectativa —al menos en mi mente— de que cuando escribiera sobre mi religión, casi siempre lo haría como su defensor y promovería la doctrina de la Iglesia y la autoridad papal entre los lectores propensos a cierto escepticismo de ambas cosas.

Sin embargo, el artículo sobre el catolicismo más importante de mis primeros años como columnista fue la crisis relacionada con el abuso sexual, donde hubo argumentos ideológicos acerca de las causas y los remedios, pero muchos más que lamentar que defender o reivindicar. Luego, en el año 2013, renunció Benedicto, una decisión que yo estoy convencido de que sacudió de manera insólita a todo el mundo y nos apartó de la cómoda línea temporal en la que la historia tenía un final para arrojarnos a un ámbito más apocalíptico de populistas, plagas y ovnis. Desde luego que esa sacudida afectó principalmente al catolicismo: llegó al poder el papa Francisco y durante esta última década, la Iglesia ha sido gobernada por un papa liberalizador, desestabilizador y provocador.

Esto ha generado un intenso drama en la Iglesia y muchas oportunidades para explicar sus controversias, pero en esas controversias yo mismo me he encontrado apartado del papado en sí, una posición en verdad extraña para un columnista católico en una publicación laica. Imaginaba que lograría hacer de la tradición y el pensamiento católicos algo interesante para los lectores laicos y liberales. En cambio, casi siempre me veo obligado a explicar por qué, cuando al parecer acerca la Iglesia al liberal secular promedio, Francisco en realidad está empujando al catolicismo hacia una crisis.

Las últimas noticias de Roma nos dan un ejemplo más de este patrón. Tenemos una directriz del papa que parece abrir la puerta a (algún tipo ambiguo de) bendiciones sacerdotales para las parejas del mismo sexo, lo cual, como se esperaba, motiva a hablar de hitos y revoluciones y de que la Iglesia finalmente está cambiando con los tiempos.

Y mi función designada es ser el aguafiestas conservador que señala que Francisco está volviendo a ampliar las divisiones entre los liberales y los conservadores sin que haya ningún plan para la unidad, que su estrategia de intentar cambiar las prácticas católicas sin cambiar la doctrina católica es como la era soviética tardía en sus acrobacias ideológicas y que (solo por nombrar algunas reacciones iniciales en todo el mundo) una Iglesia en la que a los sacerdotes de Austria prácticamente se les ordena bendecir a las parejas del mismo sexo mientras que a los sacerdotes de Malaui, Zambia y Nigeria prácticamente se les dice que no le hagan caso al Vaticano, no es una dinámica sustentable.

Pero estamos en la temporada navideña, una época en la que los aguafiestas se quedan callados, así que déjenme decir algo un poco más alentador. En una de las afligidas reacciones a la provocación más reciente del papa, el católico británico converso Gavin Ashenden —un exsacerdote anglicano que de hecho fue capellán de la reina Isabel II— enumera todas las formas en las que Francisco parece estar socavando la doctrina de la Iglesia al describir las disyuntivas imposibles que enfrentan los católicos conservadores y termina con un grito de auxilio: “¿Quién decidiría ser católico en un momento como este?”.

A lo cual yo plantearía, con toda seriedad, que no hay mejor momento para ser católico que el actual.

No porque los problemas de la Iglesia no sean graves. Es evidente que el catolicismo está en medio de una de sus convulsiones y crisis de autoridad periódicas. En mi libro sobre el pontificado de Francisco, hice algunas analogías con la controversia arriana del siglo IV y las luchas de los jesuitas contra los jansenistas en el siglo XVII, pero el Gran Cisma de la Edad Media siempre se asoma como la posibilidad más extrema.

No obstante, la crisis del catolicismo está atada de manera indisoluble a las crisis más amplias de Occidente y, en realidad, del mundo entero. ¿Cuál es la relación entre un liberalismo que controla los órganos de autoridad y una resistencia populista y reaccionaria? ¿Qué tipo de acuerdo cultural exitoso es posible en el otro extremo de la revolución sexual? ¿Puede una sociedad liberal e individualista evitar ser presa del desánimo, la esterilidad e incluso la extinción? ¿Puede una alternativa conservadora ser algo más que un vestigio recalcitrante, una facción anacrónica? ¿Acaso el futuro le pertenece al progresismo secular de un Occidente que envejece, al cristianismo insólito de una África joven, o al choque de ambas con algún tipo de espiritualidad poscristiana emergente, al surgimiento de la tecnorreligión o al retorno de la magia pagana?

Estas son preguntas generales, no solo de los católicos, pero se destilan de maneras específicas en el enfrentamiento entre el proyecto de liberalización de Francisco y la resistencia tradicionalista y conservadora. Y el modo en que la institución religiosa jerárquica más grande del mundo atraviese esta crisis, el modo en que estas preguntas se disputen y se resuelvan dentro de una Iglesia de mil millones de miembros, tendrá una participación fundamental al momento de decidir qué tipo de civilización se configura en el futuro, más allá de la época actual de aceleración y reacción, utopismo y desánimo.

En diversos momentos de la era de Juan Pablo II, hubo quejas de los católicos conservadores que preguntaban por qué, si los liberales creen tanto en la transformación moral y doctrinal, si están tan convencidos de que (por ejemplo) debe haber sacerdotes casados o sacerdotisas, de la intercomunión con otras Iglesias cristianas, la aceptación de la homosexualidad y la anticoncepción e incluso tal vez del aborto, no se unen a uno de los muchos grupos cristianos donde esas transformaciones ya han tenido lugar? ¿Por qué ser un católico romano discrepante e insatisfecho cuando se puede ser un creyente episcopalista o congregacionalista?

Sin duda, la respuesta es que el proyecto religioso liberal cree ser un proyecto de Dios, que sus infatigables defensores creen estar haciendo la labor del Espíritu Santo y demuestra muy poco las intenciones definitivas de Dios si unos cuantos grupos de tamaño modesto en el firmamento del protestantismo tradicional acogen la revolución sexual. Solo sabremos y probaremos que Dios quiere la liberalización cuando la liberalización llegue a la Iglesia de Roma y a sus mil millones de católicos. No podemos ser reivindicados por completo ni estar totalmente seguros del favor de la Providencia, a menos que cambiemos esa Iglesia.

Una lógica parecida se aplica a los conservadores católicos actuales. Si de verdad están del lado de Dios contra un papa extraviado, es casi seguro que, a la larga, sean reivindicados dentro de la Iglesia católica (suponiendo que no intervengan los acontecimientos del Libro de las Revelaciones). Y los medios de esa reivindicación tal vez sean menos un tipo de debate público, por importantes que estos sean, y más una disposición personal de practicar y difundir la religión a través de la adversidad, de formar la lealtad y la caridad, de tener una participación ordinaria en la determinación del destino de la Iglesia más importante del cristianismo.

Cuando conozco personas que ahora se están convirtiendo al catolicismo, “en un momento como este”, no parece molestarles en particular el hecho de que haya luchas presentes dentro de la Iglesia. Están acostumbrados a la lucha y a la incertidumbre, no esperan un simple refugio y reconocen que cualquier espacio de fuerza espiritual real —lo que sigue siendo la Iglesia católica, se lo juro— también será inevitablemente una zona de confrontación.

Como lo ha sido desde el principio, desde los papas fallidos e incompetentes y desde los discípulos fallidos e incluso traidores. Por lo tanto, si la historia que los cristianos le cuentan al mundo es en verdad la más grande e importante jamás contada, entonces el cristianismo saldrá de esta crisis como ha salido de las anteriores. Además, ya sea que seamos liberales, conservadores o solo creyentes que intentan quedarse fuera del fuego cruzado, debemos confiar en que lo que ocurra dentro del cristianismo católico romano nos mostrará algunas de esas salidas.

Feliz Navidad.

c.2023 The New York Times Company