Reunida en Bucha, una familia ucraniana se resigna a los traumas de la guerra

Un hombre busca entre los escombros de una casa en la calle Vokzalna en Bucha, Ucrania, donde las fuerzas ucranianas destruyeron una columna de tanques militares rusos, el 9 de julio de 2022. (Daniel Berehulak/The New York Times)
Un hombre busca entre los escombros de una casa en la calle Vokzalna en Bucha, Ucrania, donde las fuerzas ucranianas destruyeron una columna de tanques militares rusos, el 9 de julio de 2022. (Daniel Berehulak/The New York Times)

BUCHA, Ucrania — Por primera vez desde el comienzo de la guerra, la familia Stanislavchuk estaba reunida de nuevo.

Yehor guiaba a sus padres, Natasha y Sasha, a su hermana Tasya y a su abuela Lyudmila, en una visita a Bucha, el pintoresco suburbio de Kiev que se ha convertido en sinónimo del salvajismo ruso.

En Bucha estaba la escuela donde Yehor se había escondido durante dos semanas mientras los soldados rusos bombardeaban y asesinaban a su paso por esa ciudad. Allí, en la entrada del sótano de la escuela, estaba el lugar donde un soldado ruso había disparado a una mujer en la cabeza solo porque podía hacerlo. Y por allá, en lo alto de la grúa amarilla, estaba el francotirador que mataba a los civiles mientras buscaban comida y agua.

Yehor, de 28 años, hablaba con calma, y nadie se mostró sorprendido. Estas historias son bien conocidas ahora en Ucrania.

La última vez que vi a los Stanislavchuk fue el 11 de marzo. En ese momento, Yehor estaba atrapado en Bucha, escuchando los pasos de los soldados rusos en el piso superior del sótano donde se escondía. Estaba planeando su huida, pero nadie sabía si era seguro que él saliera.

Una pareja que Yehor conocía había intentado salir de Bucha días antes. Solo la esposa regresó, con un disparo en la pierna. Habían asesinado a su marido.

Yo estaba con el resto de los Stanislavchuk en Mykolaiv, la ciudad portuaria del sur de Ucrania de donde procede la familia. Pasamos ese día de marzo esperando noticias de la evolución de Yehor. Natasha preparó una comida de puré de papas y carne guisada que acompañamos con tragos de vodka. Ella llevaba un icono ortodoxo de la Virgen María y un libro sagrado abierto con una oración sobre los niños. De vez en cuando corríamos al sótano para escondernos de la artillería entrante.

Yehor Stanislavchuk se reúne con su abuela, Lyudmila Kuchmanich, en su departamento de dos habitaciones en Bucha, Ucrania, el 9 de julio de 2022. (Daniel Berehulak/The New York Times)
Yehor Stanislavchuk se reúne con su abuela, Lyudmila Kuchmanich, en su departamento de dos habitaciones en Bucha, Ucrania, el 9 de julio de 2022. (Daniel Berehulak/The New York Times)

Cuando comenzó la guerra, la familia estaba en Bucha, a menos de una hora de Kiev, dando los últimos toques a una nueva sala de exposiciones para su negocio de diseño de interiores. Su tienda principal en Mykolaiv había tenido éxito, y los Stanislavchuk esperaban expandirse. Yehor se había mudado a Bucha poco después de la universidad y la familia se enamoró de los bosques de pinos de la ciudad y de los coloridos edificios modernos que la hacían parecer un suburbio de Oslo, Noruega.

Los primeros cohetes impactaron en el aeropuerto de Hostomel, cerca de Bucha, hacia las 5 de la mañana del 24 de febrero, y despertaron a la familia. Lo primero que pensaron Sasha y Natasha fue en volver a casa, a Mykolaiv, donde Tasya, de 11 años, estaba con su abuela. Solo cuando se vieron atrapados en el tráfico junto con todos los demás que intentaban huir de Kiev y sus alrededores, se preguntaron si deberían haberse llevado a Yehor con ellos.

“Para ser sincera, durante mucho tiempo no pude aceptar el hecho de que el día 24 estuviéramos aquí y no lo trajéramos con nosotros”, me dijo Natasha. “Pensé en consultar a un psicólogo. ¿Cómo podría hacerlo? Tenía la sensación de que lo habíamos abandonado”.

Con su negocio cerrado y su hijo atrapado por las fuerzas rusas a casi 644 kilómetros de distancia, Sasha y Natasha se lanzaron a trabajar como voluntarios en Mykolaiv, recorriendo la ciudad en su vehículo todoterreno blanco para repartir comida y medicinas a los vecinos que estuvieran demasiado enfermos o asustados para salir de sus casas. Aunque Bucha y las ciudades de los alrededores de Kiev estaban soportando la peor parte del ataque ruso en ese momento, la vida en Mykolaiv no era fácil. Las sirenas de los ataques aéreos sonaban constantemente, y cada día se producían nuevos ataques con misiles contra las casas y los negocios mientras las fuerzas rusas los asediaban.

“Hay momentos en los que la moral flaquea y en los que tu estado de ánimo se deteriora”, me dijo Natasha el día que nos conocimos. “Pero cuando ves que alguien necesita tu ayuda y apoyo, tienes que levantarte y actuar”.

Estaba conduciendo con ellos para hacer una entrega de comida cuando llamó Yehor. Había perdido todos sus documentos, incluyendo las escrituras de su departamento. Y lo peor, en el caos de su huida había extraviado la transportadora que contenía a su querida coneja, Diva. Pero había conseguido salir de Bucha sin un rasguño y ahora estaba con un amigo en la relativa seguridad de Kiev.

“Lo más importante es que has salido de allí”, le dijo Natasha por teléfono. “El resto lo encontraremos, no te preocupes”.

Minutos después de que Natasha terminó de hablar por teléfono, volvió a sonar la sirena antiaérea y nos metimos en un sótano.

No ha cambiado mucho en la guerra desde entonces, pero sí algunas cosas. Las fuerzas ucranianas han hecho retroceder a los rusos de Mykolaiv, más allá del alcance de su artillería. Ahora golpean la ciudad con misiles balísticos y de crucero todo el día, y es prácticamente inhabitable. No hay agua potable desde hace semanas. La mayoría de los habitantes han huido.

En cambio, Bucha, el lugar donde ocurrió una masacre que no se veía en Europa desde hacía una generación, ahora es un lugar casi tranquilo.

Así que los Stanislavchuk se han reunido allí, por ahora.

Yehor regresó el 15 de mayo, después de que Bucha fuera liberada de las fuerzas rusas. El resto de la familia llegó el día anterior a mi visita: Natasha, Lyudmila y Tasya regresaban de Alemania, donde habían pasado tres meses y medio, y Sasha venía desde Mykolaiv con el gato de la familia, Timur.

Cuando nos encontramos, llevaban puestas las camisetas patrióticas amarillas y azules que Natasha había comprado en su viaje de vuelta.

La familia se apiñó en el pequeño departamento de dos habitaciones de Yehor, que ahora está repleto de las pertenencias de todos. En una gran jaula en la cocina está sentada Diva, marrón y gorda, mordisqueando verduras. Yehor pudo localizarla tres días después de su huida.

Con Mykolaiv todavía bajo asedio, la familia espera abrir la nueva sala de exposiciones, no muy lejos de la casa de Yehor en Irpin, que está al lado de Bucha. Creen que, con el regreso de la gente a sus hogares destrozados, sus servicios podrían ser necesarios. Toda la familia colaborará.

Yehor habla con facilidad y naturalidad de su experiencia.

“Aquí es donde mataron a un tipo en bicicleta”, explicó mientras conducíamos por la calle Yablonska, donde los soldados rusos mataron a tiros a una decena de personas. “El tío Misha también estaba tirado aquí”.

“Allí, un soldado ruso estaba tendido con el dedo apuntando en esa dirección, en dirección a Rusia, como si quisiera volver allá”, relató.

Los cadáveres estaban frescos cuando Yehor recorrió la calle Yablonska el 11 de marzo, empujando en una silla de ruedas a una anciana a la que llamaba tía Tanya. Los dos, que no se conocían antes de la guerra, se inventaron unos antecedentes en común en caso de ser detenidos por los soldados rusos. Yehor, que está en edad de combatir y corre más peligro a la intemperie, diría que la mujer era su abuela y que la llevaba a un lugar seguro en Kiev.

De alguna manera, el puesto de control ruso en las afueras de la ciudad fue abandonado ese día, y Yehor y la tía Tanya pudieron caminar sin que los molestaran hasta los puestos ucranianos a las afueras de la ciudad.

Al escuchar su historia, nuestra amiga común, Nastya, sugirió que Yehor acudiera a un terapeuta. Lo hizo durante un tiempo, pero dejó de hacerlo. Duerme bien, dice, y está en gran medida en paz con lo que pasó. Pero reconoce que algo ha cambiado en él.

“La vida no será igual que antes”, aseguró mientras conducíamos. “Me siento muy pesado, perezoso y necesito algún tipo de inspiración seria”.

© 2022 The New York Times Company