Cuando la resiliencia no alcanza: en memoria de Juan Manuel Salvat y Orlando Rossardi
Antes las cosas eran más sencillas. Ahora se me agota la paciencia cada vez que alguien menciona la palabra “resiliencia”, como si de una fórmula mágica para superar las adversidades se tratara. Y qué hay de aquellos golpes en la vida, tan fuertes -pregunto yo-, que solo puedes apretar los dientes… (pero ellos, claro, no se han leído a Vallejo y no lo entienden). Resiliencia es una palabreja mil veces reciclada, siempre mal explicada además, a la que le ponen un lacito para llevarla de congresos, que solo viene a decir lo de toda la vida: aguanta y sigue andando, así que no me vale.
Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, pero ¿y cuándo se van dos…? Juan Manuel Salvat, fundador de Ediciones Universal, era una leyenda viva para mí. Pero aunque lo tenía en un pedestal, la última vez que María y yo fuimos a comer al Versalles junto con Manolo y con Marta, le dije: “¡Manolo, me vas a perdonar, sabes que eres una inspiración, pero parqueas como las abuelas…!”, porque metió el coche de frente para aparcar en batería, y él se rio un buen rato, con aquella bonachura… (sí, exacto, me he inventado la palabra, porque bonachona no me vale). Él, para terminar de vacilarme me dijo: “si el Versalles es como mi casa, mi socio, aquí yo aparco como me da la gana”…
Y con Orlando Rossardi, por muy reluciente poeta y digno académico que fuera, bueno, con Orlando me quedaron cuatro palabas por cruzar, porque cada vez que hablábamos o me escribía me preguntaba cariñosamente por la novia bonita, y cuando nos veíamos me decía que me había robado a mi María para mantenerla como un hechizo entre sus versos, y ese tipo de galantería conquistable y fácil, y yo, aléjate de ella, bribón, que eso es pecado, y todos esos trucos con la mujer del prójimo los conozco y los he usado yo también.
Etimológicamente resiliencia también significa capacidad de ir atrás, y cuando viajo veinticinco años en el tiempo recuerdo a Manolo y a Marta llegando al hotel Atlántico de Cádiz, en España, para recibir el Premio a la Difusión de la Cultura Cubana en el Exilio, el primero que se daba.
Esto nunca lo he contado, pero ahora que ya ha “prescrito” creo que puedo hacerlo: días previos a aquel primer congreso “Con Cuba en la distancia”, también me había dedicado a lo que en cubano se dice “untar el carro”, es decir, me gané al personal del hotel con varias cajas de una edición especial de Bacardí añejo, y de esa forma cada vez que llegaba algún invitado a recepción, en el hall sonaban temas como “Vereda tropical”, “Hoy como ayer”, “Nosotros”, y algunos más por el estilo. Marta no se esperaba las flores, y Manolo todavía no entendía muy bien qué hacía en Cádiz (porque en esto de la humildad rivalizaba con Carlos Victoria, aunque eso ya es otra historia). Y es que el buen cubano, el verdadero, el culto, el caballero, el elegante, si no tiene algo de guajiro, al final es como si hubieran pillado a Dios entretenido, con un mal día, y le hubiera salido algo defectuoso, incompleto, inacabado.
A Manolo le admiraba y respetaba tanto que casi le pido permiso cuando le confié que quería abrir una editorial. Los consejos que me dio, lo que nos reímos cuando me dijo “prepárate, que lo menos que te van a llamar es usurero”; las confidencias, lo que me contó de muchos autores, todo eso me lo guardo, porque estamos hablando de caballeros, y por supuesto viene a juego aquello tan oportunista de Julio Iglesias, de yo soy un truhán, pero también un señor… (Martí, que era más fino -y del ballet- lo dijo mucho mejor con aquello de arte soy entre las artes, y en el monte, monte soy.)
Proust desayunaba su magdalena con té en Angelina (hoy hay que bañarla en chocolate) y salía por las ‘arcadas’ del Louvre -yo prefiero decir ‘arquerías’, por motivos semánticos obvios, y porque amo demasiado a París-. Debo decir que a mí el Versalles en Miami me produce el mismo efecto que Angelina a Proust. La tarde de aquel mismo día continuó en el Downtown, donde poco antes de la presentación de uno de los libros que le había editado, Orlando se empeñó en que conociera un nuevo bar y me dijo pídete lo que quieras que hoy invito yo, así que entre las anécdotas de Pepe Prats, y las pataditas discretas de Laura Alonso por debajo de la mesa recordándome que en unos minutos tenía que dar un discurso, yo solo le decía a Orlando: ¡qué bueno está!, y me zumbé tres whiskey sours en su honor. Esa noche igual alguien pensó que divagaba un poco, pero yo solo miraba a Orlando y sonreía.
Y es que tanto Orlando como Manolo distinguían por el método de Lezama la estructura y las formas clásicas de lo que es un buen arroz con leche no por el nombre del local, sino por el “sabor”, esa subcategoría cubana del gusto, menospreciada y todavía por estudiar en Sociología y Estética. Mientras los locales de Miracle Mile permanecían abarrotados de turistas, Orlando siempre prefería un restaurante cubano en una calle paralela, que por su aspecto no invitaba a entrar, pero cuyo nombre me cansé de preguntarle después, porque todavía voy a Miami y doy varias vueltas a ver si lo localizo. Solo en la cocina de mi madre me he sentido más a gusto.
Tanto Manolo como Orlando encarnaban un tipo de cubano que se va perdiendo: ambos llevaron la cultura cubana a donde pocos la han elevado. A los dos les unía una idea de la libertad, una integridad, una claridad y una entereza política más allá de modas, de polémicas y de épocas. Eso, y también la pasión por el verbo, por la palabra, y por su concreción en ese artefacto extraño, moldeable, indefinible, “resiliente” (otra vez la dichosa palabrita), que se resiste a morir, y que es el libro.
Si no es mucho pedir, me resisto yo también, pues, a que descansen en paz. Como buena sanguijuela, me gustaría seguir almorzando, conversando, especulando y divagando con ellos sobre la buena literatura, aunque sea en la distancia. Quiero que sigan escribiendo y editando y deleitándonos con recitales y con libros.
La poesía de Orlando es como la caja de resonancia de una guitarra. Como cuando se pulsa una cuerda y se acerca el oído a la madera para escuchar cómo se propaga el sonido. Es un concierto acústico matemático, infalible y rigurosamente ensamblado.
Pero lo que poca gente conoce es que Manolo no era ni editor ni librero, sino que era un maestro artesano que tenía su taller pasando la Ópera Garnier, en la Rue Des Les Luthiers, en París, y que allí iba Orlando cada viernes por las tardes a afinar su guitarra, mientras ambos saboreaban un cocktail, cuya receta secreta con zumos de guanábana y papaya dictó a orillas del Sena una noche Gastón Baquero a Ramón Alejandro, a ruegos de Sarah Bernhardt.
Esa noche, yo solo tenía hambre, me sentía desamparado, sin mapa y sin brújula, y como Lorca, sabiendo que no solo de pan vive el hombre, no pedí un trozo de pan, que me parecía demasiado, sino pedí solo medio pan, y un libro…
Fabio Murrieta, ensayista, analista y editor. Fundador y director de la editorial Aduana Vieja, con sede en España.