Resignificar el dolor: mujeres víctimas de tortura sexual luchan por encontrar la justicia más allá de las instituciones

Mujeres víctimas de tortura sexual buscan justicia
Mujeres víctimas de tortura sexual buscan justicia

Han pasado 16 años desde el día en que Norma fue detenida, violada, golpeada, insultada y amenazada de muerte y desaparición forzada por policías que participaron en la represión de protestas en San Salvador Atenco, Estado de México, en 2006.

“¿Es posible reparar el daño causado por tortura sexual y la búsqueda larga y dolorosa de la justicia?”, se pregunta.

“Ha sido un proceso largo de entendimiento y de búsqueda de respuestas, de entender la vida de distinta forma, porque hay un antes y un después. Todavía me pregunto si hay algún daño que se pueda reparar, o si, como hasta ahora, lo único por hacer es resignificar las cosas”, reflexiona, y apunta: “Hasta la fecha, la justicia prometida no ha llegado”.

Su testimonio forma parte de un conjunto de voces que, desde la autonomía, luchan para que otras mujeres no vuelvan a ser víctimas de tortura sexual de agentes del Estado. Es por ello que viajó hasta San Cristóbal de las Casas, Chiapas, para compartir su testimonio en un foro de víctimas organizado por el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL).

Norma es una mujer alta, con ojos grandes, que enmarcan su rostro sereno. Sostiene con firmeza el micrófono cuando habla y, entre pausas, mira con complicidad a las otras víctimas que la acompañan, quienes viajaron desde distintos puntos de México y Guatemala para compartir sus experiencias de búsqueda de justicia. Jamás se habían visto y, sin embargo, se acompañan y platican como si se conocieran de años atrás, pues comparten historias de dolor y resistencia.

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A su lado se encuentra Inés, indígena Me’phaa que en 2002 fue violada por un grupo de soldados del Ejército mexicano que irrumpieron en su domicilio y la sometieron frente a su familia, en Guerrero. Está acompañada de Noemí, una de sus hijas, quien estuvo presente cuando la agredieron y, desde entonces, va con ella a todos lados para traducirla, porque no habla español.

Mientras escucha la traducción de lo que dice Norma, Inés, de 45 años, asiente y en seguida toma la palabra. Habla con voz baja, pero firme, al compartir que en su caso, aunque existe una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) que obliga al Estado mexicano a reparar el daño causado por la tortura sexual y los años de revictimización que vivió durante los procesos judiciales, la justicia “no ha llegado como debería de ser”, lo que la ha obligado a organizarse con otras mujeres para generar espacios de sanación y no repetición.

“A raíz de la sentencia, en 2010 me organicé con otras mujeres, a las que llamamos embajadoras de la verdad. Trabajamos con profesionistas que hablan lenguas, y nuestra labor consiste en salir a comunidades y platicar con otras mujeres para que no se dejen ante las injusticias, que exijan ser tratadas con respeto”, señala Inés, en voz de Noemí.

La sentencia que la CoIDH emitió en agosto de 2010 obligó a México a castigar a los culpables y reparar el daño sufrido por Inés y su familia, con una indemnización y la construcción de un centro comunitario al que mujeres indígenas pudieran acudir en caso de violencia. Y cumplió, pero al poco tiempo de que se inauguró el proyecto de acompañamiento para víctimas, el gobierno dejó de darles recursos.

Es por eso que reclama que la justicia solo ha llegado a medias, y eso, porque la ha generado por su propia cuenta. Desde que comenzó a buscar que su caso fuera atendido por las autoridades mexicanas, tuvo que enfrentarse a la discriminación por ser indígena y no hablar español; por ello, recurrió a organizaciones sociales que le dieron acompañamiento jurídico e intercultural. Una vez que se logró una sentencia, también fue de la mano de instituciones no gubernamentales que obtuvo apoyo y reparación.

“Ella dice que tenía y aún tiene miedo, pero al mismo tiempo, conforme ha dado su testimonio, poco a poco se le ha ido quitando y aprendió a levantar la voz para hablar con el gobierno, gracias a que ha conocido a mujeres que le han dado ánimo para que se pueda fortalecer y enfrentar a las autoridades”, traduce la joven.

Norma retoma la palabra y coincide en que estar acompañada por otras mujeres que luchan ha sido su motor para salir adelante. Con una sonrisa, confiesa que su ejemplo de lucha fue precisamente Inés, y que ahora mismo ella es apoyo para otras víctimas, a través de la campaña “Juntas contra la tortura sexual”.

“Desde que ocurrieron los hechos violentos en mi contra no confío en la justicia ni la voluntad del gobierno, que fue quien planeó, encubrió e incluso alentó de alguna forma la tortura. Es lamentable que nosotras sigamos en este proceso a 16 años, y todavía no pasa nada. Veo la impunidad y la indolencia del Estado, y para mí que no es ahí donde está la verdadera justicia. Los procesos que de verdad me han sanado y han reparado algunas cosas en mi persona tienen que ver con otras mujeres y con los cuidados colectivos”, expone.

El poder de la palabra

Mientras algunas de las víctimas presentes dialogan sobre sus expectativas de la justicia, otras, indígenas guatemaltecas sobrevivientes del genocidio contra el pueblo Ixil y Sepur Zarco, escriben sus ideas —con la ayuda de una intérprete— en un papel que han pegado sobre una de las paredes del salón donde se desarrolla el conversatorio.

“Que haya voluntad de los Estados para buscar la verdad”, “Que se escuche la voz de nuestro pueblo, de las mujeres y que se procure su salud y educación”, “Aspiramos a que la justicia comprenda los contextos en que ocurren los hechos, nuestro modo de vivir y pensar, en vez de criminalizarnos”, “Necesitamos centros para poder denunciar crímenes sin tener que viajar kilómetros desde nuestras comunidades”, “Queremos tener la certeza jurídica de que nuestras hijas e hijos tengan tierras para vivir”, “No es nada más que alguien venga y diga que se aplica la ley, los responsables deben reconocer los hechos”… Estas fueron algunas de sus reflexiones y demandas.

Como víctimas de violencia sexual, desplazamiento masivo, desapariciones forzadas y asesinatos en masa, para ellas sanar las heridas y encontrar justicia pasa por la recuperación de los valores culturales de sus grupos étnicos, así como de sus propiedades, de las que fueron despojadas por el Ejército guatemalteco, que durante la década de los 80 llamó a sus pueblos “enemigos internos”.

En el encuentro, como en sus procesos judiciales, el papel de las intérpretes ha sido crucial. A través de ellas, las mujeres indígenas que hoy se acompañan para compartir en colectivo sus enseñanzas y procesos de sanación por vías autónomas pudieron nombrar lo ocurrido.

Ninguna de las intérpretes que las acompañan se preparó formalmente como traductora, pero las circunstancias de discriminación y violencia que sus familias y comunidades han experimentado las llevaron a aprender español y a caminar junto con ellas por años, tocando puertas de instituciones nacionales e internacionales, en busca de justicia.

Isabel, quien acompaña en el foro a las mujeres indígenas guatemaltecas, se convirtió en intérprete “por la vida y por la necesidad, desde chiquita”, aunque de profesión es maestra. Desde niña aprendió a hablar español, y su rol en procesos judiciales se dio para acompañar a sus padres, sobrevivientes del genocidio contra pueblos indígenas de Guatemala que no saben leer ni escribir.

Con años de experiencia como intérprete de víctimas, Isabel considera que los sistemas de justicia siguen sin comprender las necesidades particulares de las víctimas de comunidades indígenas: “No nos permiten actuar a título personal, tenemos que mostrar papeles que avalen nuestro trabajo, o por lo menos un papel de los centros de justicia u organizaciones con las que trabajamos. Es un reto que hemos enfrentado, pero a pesar de eso hemos logrado trabajar con ellas, siempre denunciando el racismo al que se enfrentan”.

En el caso de Noemí, de 29 años, aprendió a hablar español desde niña, y la situación por la que pasó su madre la obligó a ser su acompañante permanente para que pudiera contar lo ocurrido, aunque dice que todavía se encuentra aprendiendo a interpretar, de la mano de Olivia, abogada hablante de lenguas indígenas que labora en el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, también presente en el encuentro.

Además de haber venido para apoyar con la traducción de las mujeres indígenas que asistieron como víctimas, las intérpretes fueron invitadas para compartir sus experiencias como acompañantes en los procesos de justicia, y los obstáculos que han enfrentado para realizar su labor.

Mujeres en Chiapas
Mujeres en Chiapas

Olivia, abogada de profesión, cuenta que se convirtió en intérprete ante la necesidad de traducir los procesos judiciales a las personas indígenas que acompaña Tlachinollan, que brinda atención a habitantes de la región de La Montaña en Guerrero.

Explica que para las personas de pueblos originarios “es difícil nombrar las injusticias que viven, porque no existen palabras en su idioma que permitan explicar en términos del sistema formal lo que les pasa”. A esto se suma que las autoridades impiden que las traductoras en quienes confían las víctimas puedan intervenir en los procesos judiciales.

“Las instituciones no garantizan el derecho que tienen las personas a contar con un intérprete, y muchas veces solo por cumplir formalidades les asignan a personas que no hablan la misma variante dialectal, o en quienes las víctimas no confían, porque no tienen la certeza de que estén traduciendo al español su versión de las historias”. Por ello, reclama que es injusto que impidan el acompañamiento de intérpretes independientes, argumentando que no tienen documentos oficiales que las avalen.

De acuerdo con su experiencia, “el gobierno no toma en cuenta el rol de intérprete, que debe tener un ingrediente de confianza, un papel más humano que permita establecer un vínculo que aliente a las víctimas a contar lo que ocurrió, que sientan el poder que tiene su palabra”.

Las lecciones de la autonomía

Quetzalli Villanueva, gestora intercultural que trabaja con las embajadoras de la verdad en La Montaña de Guerrero, dice que los años junto a ellas han estado llenos de lecciones sobre la autonomía en los procesos de violaciones graves de derechos humanos y la fuerza de las víctimas a través del simple hecho de resistir, de saber que son capaces de seguir adelante aún sin ayuda del Estado y, en ocasiones, incluso, a contracorriente de las instituciones.

“No sé cómo le hacen para sacar fuerzas y seguir, pero lo hacen. Cuando se abrió el centro comunitario, por ejemplo, celebramos muchísimo, porque era un pasito más en el cumplimiento de la sentencia, que hubiera un lugar para que las mujeres pudieran acudir en caso de violencia, pero al poco tiempo nos dimos cuenta que sin recursos para mantenerlo no íbamos a poder lograrlo; desde la organización estuvimos pensando a qué instituciones teníamos que buscar, y mientras nosotras tocamos puertas sin éxito, Inés y las demás mujeres empezaron con un grupo de tejido, para bordar servilletas y venderlas para pagar los servicios, porque la justicia no puede esperar”, comenta.

“Lecciones así te convierten en humilde en tres segundos y confrontan por completo al sistema de justicia occidental”, expresa durante su participación en el foro.

En el caso del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, donde acompañaron el proceso de las mujeres de Atenco, Sofía de Robina explica que el proceso se ha centrado en la exigencia del reconocimiento y la ejecución de acciones para que se garantice la no repetición de los hechos, aunque la sanación —al igual que en los otros casos— ha venido de la lucha colectiva de las víctimas, que nombrando los hechos y resignificando sus dolores han conseguido sanar.

“Para el Centro Pro, el proceso de justicia de las mujeres víctimas de tortura sexual ha sido toda una apuesta no solo jurídica, sino política, una lucha constante y diaria por encontrar congruencia en la justicia, que la frustración y los dolores no continúen, y que en su resiliencia las víctimas sigan levantando la voz. Eso nos da fuerza para seguir, y enfrentar la violencia racista, clasista y patriarcal que encontramos no solo en las instituciones del Estado, sino que atraviesa de muchas más formas nuestro día a día”, agrega.

Antes de concluir el foro, Sofía confiesa que no hay día en que no se pregunte si lo que han hecho durante los últimos años pudo salir mejor, en cuanto a los procesos de búsqueda de justicia. La respuesta de sus compañeras defensoras de derechos y las víctimas es que lo único que tuvo que ser distinto fue el actuar del Estado que las violentó.

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