La remota estepa kazaja que se convirtió en una puerta al espacio
Los estudiosos de los viajes espaciales llevan mucho tiempo preocupados por las salidas, las plataformas de lanzamiento envueltas en humo y las llamas que salen de los cohetes propulsores en ascenso. Pero después de ver las imágenes de una nave espacial rusa Soyuz aterrizar en la remota estepa kazaja hace 10 años, el fotógrafo Andrew McConnell se sintió más cautivado por el regreso poco ceremonioso de los astronautas a la Tierra.
“Cada tres meses, esta cápsula aterrizaba en medio de la nada, y nadie iba a verla”, recuerda de los astronautas, de varias nacionalidades, que regresaban de la Estación Espacial Internacional ( EEI). “Era un acontecimiento poco conocido, pero extraordinario”, añadió McConnell en una videollamada desde Enniskillen, Irlanda del Norte.
McConnell, que a menudo trabaja en zonas de conflicto (y acababa de regresar de una misión en Gaza), dijo que se sintió obligado a documentar una “empresa humana positiva” en lugar de “solo miseria y sufrimiento”. Así que, en 2015, se embarcó en el primero de más de una docena de viajes a Kazajstán, donde las naves tripuladas Soyuz, o más bien sus cápsulas cónicas de aterrizaje para tres personas, no más grandes que un automóvil, regresan a la Tierra con su carga humana.
La NASA había desmantelado su programa de transbordadores espaciales cuatro años antes, lo que significaba que la antigua república soviética era, en ese momento, la única puerta de entrada a la Estación Espacial Internacional. McConnell, con la ayuda de fotógrafos locales, se puso en contacto con la tripulación que intercepta las cápsulas tras su viaje de tres horas y media a la Tierra.
Acampó con ellos en las praderas al noreste del cosmódromo ruso de Baikonur (desde donde parten las misiones Soyuz), a la espera de lo que él llamaba la “gran explosión en el cielo” que marcaba la reentrada de la nave. El equipo de tierra evaluaría entonces el impacto del viento en la trayectoria de la cápsula antes de correr por la estepa en jeeps para salir a su encuentro.
Inicialmente, McConnell esperaba capturar retratos de los astronautas inmediatamente después del aterrizaje. (“¿Qué mostrarían las caras de estas personas después de un acontecimiento tan trascendental?”, se había preguntado). Pero la realidad de su regreso no fue tan profunda como cabría imaginar: “Les ponen sombreros y les dan un ramo de flores, tal vez un teléfono, y se quedan en plan: ‘Oye, mamá, sí, he vuelto”, comentó.
Sin embargo, en ese primer viaje en 2015, el fotógrafo irlandés se encontró con un fenómeno diferente, que no había previsto: la llegada de aldeanos de uno de los pocos asentamientos de la región escasamente poblada.
“Este pequeño automóvil blanco apareció en el horizonte y se dirigió hacia nosotros, zigzagueando entre los enormes helicópteros de la Fuerza Aérea rusa que estaban en la estepa”, recuerda McConnell. “Eran lugareños que habían venido a ver lo extraordinario que estaba ocurriendo en su patio trasero. Me quedé fascinado; no se me había ocurrido que aquí viviera gente de verdad”.
Choque de dos mundos
Por eso, aunque algunas de las imágenes de McConnell muestran a astronautas de renombre como Tim Peake y Kate Rubins, su nuevo libro de fotografías trata más sobre las comunidades kazajas cuyas vidas se han entrelazado inadvertidamente con los viajes espaciales.
Retratos de nómadas a caballo aparecen junto a escenas cotidianas en torno a Kenjebai-Samai, el pueblo en el que el fotógrafo se alojó antes de aventurarse en las praderas. La imagen de una niña trepando por una valla improvisada con restos espaciales habla de la curiosa indiferencia que McConnell encontró entre los lugareños.
“Sorprendentemente, no estaban familiarizados con los aterrizajes. Algunas personas del pueblo dijeron que lo habían visto una vez, y que habían salido a verlo”, dijo, añadiendo: “(Los niños) sienten curiosidad por saber qué son estos objetos, y tienen una idea básica de que esto ocurre en algún lugar ‘por ahí’. Pero nadie los lleva a verlo. (Los aterrizajes ocurren) a 30 kilómetros, pero bien podrían estar a 300”.
Sin embargo, el fotógrafo observó extraños paralelismos entre estos mundos coexistentes: “Tenemos al nómada moderno, el astronauta, y a los nómadas originales. Y ése es en cierto modo el núcleo de todo el libro: un contraste entre los dos… Es extraordinario las diferentes vidas que llevamos en este planeta, y que estos dos mundos converjan aquí”.
El otro protagonista del libro es la propia estepa. Las fotos de McConnell de este “portal al espacio”, como él mismo lo describe, muestran un paisaje vasto y vacío, lleno de restos de viajes espaciales y cicatrices de minas de carbón a cielo abierto.
A veces, las escenas de otro mundo evocan un remoto planeta alienígena, una ambigüedad que el fotógrafo explota con gran efecto. Su impactante imagen de un tripulante de tierra acercándose a una cápsula Soyuz, con un muro de nubes de polvo ante él, podría ser fácilmente un mundo lejano de una película de ciencia ficción. El título del libro, “Some Worlds Have Two Suns”, y la ausencia de pies de foto, hacen que el lector se cuestione dónde pueden estar ambientadas las imágenes.
“Me sorprendió que, a veces, no pudieras saber en qué planeta estabas”, explica McConnell. “Piensas: ‘bueno, esto podría ser la Tierra, pero ¿podría ser otro mundo?”.
Reliquias de la Guerra Fría
El papel de Kazajstán en el programa espacial ruso se remonta a la década de 1950, cuando aún formaba parte de la URSS. Situada junto a los montes Urales, tradicional línea divisoria entre Europa y Asia, la árida estepa estaba más al sur, y por tanto más cerca del ecuador, que la mayor parte de Rusia, lo que acortaba el viaje hasta la termosfera en la que habita la EEI.
El cosmódromo de Baikonur desempeñó un papel fundamental tanto en los viajes espaciales como en la Guerra Fría. El primer satélite artificial de la humanidad, el Sputnik, se lanzó allí en 1957. También lo hicieron la perra Laika y Yuri Gagarin, que se convirtió en el primer ser humano en el espacio en 1961. El programa Soyuz (“unión” en ruso) comenzó cinco años después y desde entonces ha completado más de 1.600 misiones.
Tras la caída de la Cortina de Hierro y la independencia de Kazajstán en 1991, Rusia siguió arrendando los terrenos sobre los que se levanta el cosmódromo. Aunque McConnell se enfocó sobre todo en la estepa, visitó las instalaciones en varias ocasiones y captó desde gigantescas plataformas de lanzamiento hasta imágenes íntimas de astronautas que se sometían a revisiones de sus trajes espaciales antes del lanzamiento.
En cierto sentido, estas fotos documentan el final de una era para el papel de Kazajstán (y, en opinión de McConnell, de Rusia) en la navegación espacial. La agencia espacial rusa Roscosmos opera ahora una instalación similar en su propio territorio, en Siberia, con lo que el cosmódromo de Baikonur resulta cada vez más obsoleto. Además, las naves Soyuz ya no son la única forma de llevar tripulación a la EEI: en 2020, la nave Crew Dragon de SpaceX empezó a transportar pasajeros a la estación espacial desde suelo estadounidense, mientras que Boeing lanzó una misión de prueba Starliner tripulada a principios de este año.
“Ya no hay inversión”, dijo McConnell sobre el programa espacial ruso. “Su innovación no está ahí. Si nos fijamos en lo que SpaceX está haciendo ahora, es extraordinario. Y así, este lugar donde todo comenzó, creo, se desvanecerá, y eso es parte de la historia también”.
“Some Worlds Have Two Suns”, publicado por GOST, ya está disponible.
For more CNN news and newsletters create an account at CNN.com