Redefiniendo el amor romántico

Una vez me dijeron que seguido hago mansplaining (conocido en español como “machoexplicación”). Lo cual resulta interesante ya que me identifico como mujer y, hasta donde yo sé, esta categoría deriva de la práctica habitual de los hombres de explicar cosas a las mujeres con un tono paternalista o condescendiente.

Esa misma persona también me dijo que mi forma de hablar era demasiado esnob, mandona y directa. Además, alegaba que las mujeres deberían ser más como los hombres –más seguras de sí mismas y menos “víctimas”– porque, al fin y al cabo, “las mujeres trabajan y estudian tanto como los hombres”. Ese era su argumento. Sin embargo, pasaba por alto que, aunque las mujeres tengan igual acceso a la educación y al mercado laboral, la desigualdad de género sigue impregnada en la cultura y normas sociales, lo cual se hace evidente al observar que son los hombres quienes ostentan el poder en las altas esferas políticas y empresariales. Los roles de género condicionan a las personas a vivir de determinada manera en la que sistemáticamente son los hombres quienes se benefician de ello. Las mujeres aún somos “minoría”, no en población sino en posiciones de poder. En México, existe una brecha de género de 76 % en acceso a recursos y  oportunidades, los hombres perciben 26 % más de salario que las mujeres por el mismo trabajo y solo el 1.6 % de los puestos de CEO están ocupados por mujeres. De ahí que las barreras que enfrentamos las mujeres para incorporarnos al mundo laboral sean mayores y por eso seamos víctimas del famoso “síndrome del impostor”, esa sensación de inseguridad frente a los logros laborales.

A través de algunas relaciones amorosas he comprendido que el machismo se esconde en todas partes, incluso en los hombres intelectuales,  “woke” (término anglosajón que refiere a “estar consciente de temas sociales y políticos”) y  hasta en los llamados “aliados” del movimiento feminista. Por eso, después de un par de relaciones fallidas y 27 años tarde, estoy convencida de que dejar a alguien puede constituir un acto de amor.

He aquí por qué. En diferentes momentos me he enfrentado a la pregunta que Barbara Kruger planteó en los años 90: “¿Tengo que renunciar a mí misma para ser amada por ti?”.

Jane Gallop describe este fenómeno maravillosamente: “El amor seguido detona la complicidad de las mujeres; es el soborno que ha convencido a muchas mujeres de su propia exclusión”. Bajo esta idea, las debilidades y defectos de los hombres suelen desencadenar en las mujeres una incansable empatía, complicidad y sentido del deber que las convence de amar a sus parejas por encima de todas las cosas, “en las buenas y en las malas”, como dicta la tradición. En pocas palabras, en nombre del “amor”, a las mujeres nos han enseñado a tolerarlo todo – incluso, a ponernos en segundo plano.

En mi última relación no fui la excepción a esta tendencia. Muchas veces toleré más de lo que debía. Mi sentido del deber me obligaba a quedarme y a luchar por el amor, tal y como la sociedad lo celebra.

En 1970, la Segunda Ola del Feminismo acuñó el lema: “lo personal es político”. Carol Hanisch argumentaba entonces que las experiencias personales de las mujeres pueden ser producto de su situación social y política, ya que es en las instituciones y espacios personales, como las relaciones íntimas, laborales y familiares, donde se ejerce principalmente la subordinación de las mujeres. En esta lógica, una práctica íntima como el sometimiento de una mujer por su pareja masculina debe ser el reflejo de un fenómeno político más amplio como la desigualdad de género. Así, desde su experiencia y la de sus alumnas, la reconocida escritora Betty Friedan reconoció este fenómeno como “el problema que no tiene nombre”. Identificó que en la esfera familiar la mayoría de las mujeres de clase media padecía una insatisfacción creciente por los papeles domésticos que la “feminidad” les exigía a las mujeres. Desde conversaciones sobre lo personal descubrió que la experiencia de una es quizás la experiencia de todas.

Esta noción tuvo un impacto crucial en el movimiento feminista ya que con esto se consolidaron los grupos de autoconsciencia, donde mujeres compartiendo sus propias experiencias identificaron que mucho de lo que consideraban problemas personales ocurría de manera sistémica. Así se descubrió lo que ahora es uno de los fundamentos del feminismo: la conversación horizontal entre mujeres es una forma de hacer política.

Aunque ya no estamos en los años 70, la necesidad de estas conversaciones íntimas sigue vigente. Examinar el amor desde una óptica feminista es en sí misma una forma de hacer política, ya que es en las relaciones románticas donde se ejercen dinámicas de poder y donde las mujeres se encuentran particularmente vulnerables. Hablar de amor no solo es necesario, es un acto político. Al hacerlo, quizás descubramos que lo que parecía una anécdota personal es en realidad una tendencia repetida y sistemática a la que se enfrentan muchas otras y que, además, se puede comprender mejor desde el plano de la desigualdad social.

Mi última relación terminó porque a mi pareja nunca le enseñaron a manejar sus emociones. Él le atribuía la culpa a su papá, quien a su vez culpaba a su abuelo, y así sucesivamente. Este no es un caso único ni aislado. La sociedad perpetúa un círculo vicioso de hombres que, generación tras generación, no saben cómo manejar sus emociones, y que además, no lo reconocen como un problema social.

Entender la falta de manejo de emociones de los hombres como un problema sistemático no es tarea fácil, al menos no lo fue para mí. Tengo la fortuna de contar con mujeres mayores en mi vida y al compartir experiencias con ellas sobre el temperamento de mis parejas, identifiqué una empatía particular de su parte. Lo cual me hizo pensar sobre la frecuencia con la que las mujeres enfrentan relaciones emocionalmente no sostenibles. Luego se me ocurrió que quizás “temperamento” es una palabra clave que las mujeres utilizan para expresar la violencia psicológica que sufren por sus parejas masculinas. Mujeres que sufrieron por la falta de control emocional de los hombres; mujeres que, a diferencia de mí, decidieron quedarse y tolerarlo todo. Tolerarlo en silencio porque, por supuesto, cómo hablarlo si el sistema está en su contra. Todo esto me lleva a preguntarme: ¿Cuántas genias y líderes hemos perdido por causa del “amor”? ¿Cuántos sueños se han roto  porque los hombres no pueden controlar su temperamento?

Si existen tantos hombres que carecen de herramientas emocionales para mantener relaciones sanas entonces, por deducción, debe haber un sinfín de mujeres que toleran la inestabilidad emocional de sus parejas. Esto es un problema derivado de la desigualdad de género -que también afecta a los hombres- porque no se les dota de herramientas emocionales y, por tanto, la carga emocional recae habitualmente sobre las mujeres. Es un problema sistemático y por tanto, político. Dejar a alguien por esta causa buscando redefinir el amor romántico de tal forma que las mujeres no se vean amenazadas por el amor ni condicionadas a prácticas opresivas es una declaración política. Cuestionar el mito del amor romántico, desdibujando los roles de género y creando nuevas dinámicas basadas en el respeto, la libertad y la igualdad es revolucionario.

Al reconocer lo personal e íntimo como político, he comprendido el poder de compartir tu propia historia, y escuchar las experiencias de otras. Nos atraviesa la misma historia de violencia y discriminación contra las mujeres, entonces, nuestras historias son quizás más parecidas de lo que pensamos. Ya se dijo antes, lo personal es político, porque mi experiencia es quizás tan solo un fragmento de la historia de miles de mujeres en un México (y un mundo) machista que nos quiere calladas. Tomar la experiencia de la otra como vivencia colectiva es una postura política feminista.

Supongo que mi expareja, y todos los hombres que piensan como él, tenían razón. Yo soy, al fin y al cabo, una mujer mandona, radical e impaciente. Y gracias a eso, no pienso perder ni un minuto más siendo la sustituta de una madre o psicóloga de un hombre. Me niego a renunciar a mis sueños en nombre del “amor”. Así pues, hay algo revolucionario en elegirte a ti por encima de algo -o de alguien- que amenaza tu bienestar. Porque si tú no decides por ti, alguien más lo hará. Y aunque dejar a alguien es difícil, quedarse a pesar de una misma es imperdonable.

* Denisse G. Gómez es abogada y activista egresada de la Universidad Panamericana y maestra en Derechos Humanos por la Universidad de Columbia en Nueva York.