¿Por qué rayos Kamala Harris no va ganando?

(Ioulex/The New York Times)
(Ioulex/The New York Times)

Hay dos grandes cosas que me desconciertan de estas elecciones. La primera es: ¿por qué las encuestas están tan inmóviles? A mediados de junio, la contienda entre el presidente Biden y Donald Trump iba a la par. Desde entonces, hemos tenido una avalancha de grandes acontecimientos, y aun así la contienda está básicamente donde estaba en junio. Empezó empatada y solo se ha puesto más reñida.

Se supone que vivimos en un país en el que una pluralidad de votantes son independientes. Uno pensaría que se comportarían, bueno, de manera independiente y que se dejarían influenciar por los acontecimientos. Pero no. En nuestra época, las cifras de las encuestas apenas se mueven.

La segunda cosa que me desconcierta es: ¿por qué la política ha estado 50-50 durante más de una década? Hemos tenido grandes cambios en el electorado, los votantes con estudios universitarios se han ido a la izquierda y los votantes sin estudios universitarios se han ido a la derecha. Pero aún así, los dos partidos están casi exactamente parejos.

Esto no es históricamente normal. Por lo general, tenemos un partido mayoritario que tiene una gran visión del país, y luego tenemos un partido minoritario que intenta encontrar errores en esa visión. (En los años 30, los demócratas dominaron con el New Deal, y los republicanos se quejaron. En los años 80 dominó la revolución de Reagan, y los demócratas intentaron adaptarse).

Pero hoy en día ningún partido ha sido capaz de ampliar su apoyo para crear ese tipo de coalición mayoritaria. Como señalan los académicos del Instituto Estadounidense de la Empresa Ruy Teixeira y Yuval Levin en un nuevo estudio, “Politics Without Winners” (Política sin ganadores), tenemos dos partidos que desempeñan el papel de partido minoritario: “Cada partido lleva a cabo campañas centradas casi exclusivamente en los defectos del otro, sin ninguna estrategia seria para ampliar significativamente su alcance electoral”.

Teixeira y Levin observan que ambos partidos se contentan con vivir en un punto muerto. Los partidos, escriben, “han dado prioridad a los deseos de sus votantes más intensamente devotos —que nunca votarían al otro partido— sobre las prioridades de los votantes con posibilidades de ganar que podrían ir en cualquier dirección”. Ambos partidos “tratan las victorias por poco margen como si fueran arrolladoras y rechazan las derrotas estrechas, y de alguna manera consideran ambas como una confirmación de sus estrategias actuales”.

Trump se ha pasado los últimos nueve años sin siquiera intentar ampliar su base, sino limitándose a jugar una y otra vez con los mismos agravios de MAGA (siglas en inglés del eslogan político “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”). Kamala Harris se niega a romper con Biden en cualquier tema significativo y se presenta como una demócrata ortodoxa que se basa en números. Ninguno de los dos partidos tolera mucha diversidad ideológica. Ninguno de los dos partidos tiene una estrategia plausible para construir una coalición mayoritaria duradera. ¿Por qué?

Creo que la razón de todo esto es que los partidos políticos ya no cumplen la función que tenían antes. En tiempos pasados, los partidos eran organizaciones políticas diseñadas para ganar elecciones y obtener el poder. Los líderes de los partidos ampliaban sus coaliciones con ese fin. Hoy, en cambio, en una época cada vez más secular, es mejor ver los partidos políticos como organizaciones religiosas que existen para proporcionar a los creyentes significado, afiliación y santificación moral. Si ese es tu propósito, por supuesto que tienes que ceñirte al evangelio existente. Tienes que centrar tu atención en afirmar el credo de los verdaderos creyentes actuales. Te quedas tan enterrado entre los muros de tu propio catecismo, que ni siquiera puedes imaginar lo que sería pensar fuera de él.

Cuando los partidos eran principalmente organizaciones políticas, estaban dirigidos por funcionarios y jefes de partido electos. Ahora que los partidos se parecen más a cuasireligiones, el poder reside en el sacerdocio: el conjunto disperso de figuras mediáticas, presentadores de podcasts y activistas que dirigen la conversación, definen la ortodoxia del partido y determinan los límites de las creencias aceptables.

Examinemos al Partido Demócrata. Los demócratas tienen enormes ventajas en el Estados Unidos actual. A diferencia de sus oponentes, no son una amenaza para la democracia. Los votantes confían en ellos en cuestiones como la atención médica y se inclinan a su favor en temas como el aborto. Tienen una gran base desde la cual ampliar potencialmente su coalición y construir su mayoría. Lo único que tienen que hacer es abordar sus puntos débiles, los aspectos en los que no están a la altura de la mayoría de los estadounidenses.

El problema es que donde se encuentran sus puntos débiles, allí se encuentra el sacerdocio. La conversación pública en el lado demócrata de las cosas está dominada por progresistas urbanos altamente educados que trabajan en el mundo académico, los medios de comunicación, los grupos activistas y demás. Esta gente tiene una visión del mundo muy desarrollada y segura de sí misma: una crítica integral de la sociedad estadounidense. El único problema es que esta visión del mundo es rechazada por la mayoría de los estadounidenses, que no comparten la crítica. Cuanto más abrazan los demócratas la ortodoxia del sacerdocio, más pierden votantes de clase trabajadora, incluidos los votantes de clase trabajadora hispanos y negros.

Por ejemplo, el sacerdocio progresista, de forma bastante admirable, se compromete a luchar contra la opresión racial. Sus miembros creen que la forma de hacerlo es ser hiperconscientes de las categorías raciales —en el sentido de diversidad, equidad e inclusión— a fin de reorganizar las preferencias para apoyar a los grupos históricamente oprimidos.

La mayoría de los estadounidenses también pretenden luchar contra el racismo, pero lo hacen de forma diferente. Su objetivo es reducir la prominencia de las categorías raciales para que el talento y la iniciativa de las personas determinen sus resultados en la vida. Según una encuesta realizada en 2022 por la Universidad del Sur de California entre los estadounidenses, el 92 por ciento de los encuestados estaban de acuerdo con esta afirmación: “Nuestro objetivo como sociedad debería ser tratar a todas las personas por igual sin tener en cuenta el color de su piel”. Por eso solo un tercio de los estadounidenses de una encuesta reciente del Pew Research Center dijeron que apoyaban el uso de la raza como factor en las admisiones universitarias.

O tomemos el tema de la energía. La mayoría de los miembros del clero demócrata están debidamente alarmados por el cambio climático y creen que deberíamos abandonar rápidamente los combustibles fósiles. Los universitarios blancos liberales están a favor de eliminar los combustibles fósiles en una proporción de dos a uno. No es asunto suyo; trabajan en computadoras portátiles.

Pero si vives en Oklahoma o trabajas en una industria que funciona con petróleo, carbón o gas natural, esta idea parece un ataque a tu modo de vida, lo que, por supuesto, es cierto. Un abrumador 72 por ciento de los estadounidenses está a favor de un enfoque que incluya todas las opciones, y que se base tanto en las energías renovables como en las fuentes de energía tradicionales.

O pensemos en la inmigración. Los progresistas blancos con un alto nivel educativo tienden a ver la cuestión de la inmigración y el asilo a través de la lente del opresor y el oprimido: las personas que cruzan nuestra frontera huyen del horror en sus países de origen. Pero la mayoría de los estadounidenses ven la inmigración a través del prisma de la ley y el orden: tenemos que controlar nuestras fronteras, preservar el orden social y cuidar de los nuestros. En una encuesta realizada en junio por CBS, el 62 por ciento de los estadounidenses, incluido el 53 por ciento de los hispanos, dijeron que apoyaban un programa para deportar a los inmigrantes indocumentados, la versión más extrema de ese enfoque.

En estos, como en otros tantos temas, la postura que defiende la inmensa mayoría de los estadounidenses es indecible en los círculos progresistas altamente educados. El sacerdocio ha establecido la doctrina oficial, y pobre de quien la contradiga.

Los republicanos tienen exactamente la misma dinámica, salvo que su sacerdocio está dominado por locutores de radio y podcasts, hombres alfa de la tecnología y nacionalistas cristianos, algunos de los cuales son literalmente miembros del sacerdocio.

Harris comprende claramente el problema. Ha intentado dirigir su campaña para demostrar que está en sintonía con las opiniones mayoritarias. En un informe clásico de 2018 de More in Common, solo el 45 por ciento del grupo más liberal de la encuesta dijo estar orgulloso de ser estadounidense. Pero Harris adornó su convención con símbolos patrióticos hasta el tope. Ahora se presenta explícitamente con el lema: el país antes que el partido.

Pero en los pocos meses que ha tenido para hacer campaña, Harris no puede cambiar por completo la identidad del Partido Demócrata. Además, todos sus gestos han sido estilísticos; no ha desafiado la ortodoxia demócrata en ninguna cuestión sustancial. Por último, los candidatos ya no tienen el poder definitivo sobre lo que representa el partido. El sacerdocio —la gente que domina la conversación nacional— tiene el poder.

El resultado es que cada partido tiene su propia metafísica. Cada partido ya no es solo un organismo político; es una entidad político-cultural-religiosa-clasista que organiza la vida social, moral y psicológica de sus creyentes.

La metafísica de cada partido parece volverse más rígida e impermeable a medida que pasa el tiempo. A veces parece que Harris se presenta no para ser presidenta de EE. UU., sino para ser presidenta de un parque temático llamado Montaña Mágica Democrática, mientras que Trump se presenta para ser presidente de la Isla de la Fantasía Republicana. Cada partido se ha vuelto demasiado narcisista para salir de su propia cabeza e intentar construir una coalición con personas ajenas al campo de los verdaderos creyentes.

El problema político para Harris es que hay muchos más estadounidenses sin título universitario que con uno. La clase social es cada vez más importante en la vida estadounidense, y los votantes hispanos y negros de clase trabajadora se están pasando cada vez más al partido de la clase trabajadora, el Partido Republicano.

El problema para Trump es que es incluso mejor que los demócratas a la hora de repeler a posibles conversos. Ganaría arrolladoramente si hubiera intentado meter a los republicanos partidarios de MAGA en una coalición con los republicanos Bush-McCain, pero es incapaz de hacerlo.

El problema para el resto de nosotros es que estamos atrapados en este estado perpetuo de animación suspendida en el que los dos partidos están estancados y nada cambia nunca. No paro de encontrarme con quien aboga por un gobierno dividido durante los próximos cuatro años. Significará que Estados Unidos podrá hacer poco para resolver sus problemas. Lo ven como la opción menos mala.

David Brooks es columnista de opinión para el Times y escribe sobre tendencias políticas, sociales y culturales. @nytdavidbrooks

c. 2024 The New York Times Company

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