Rastreé mi burbuja de COVID-19 y es enorme

Los expertos y los funcionarios son tajantes: Quédense en casa para las fiestas. Reunirse con la familia para el Día de Acción de Gracias sin ponerse en cuarentena de antemano es como “ponerle a la abuela una pistola cargada en la sien“, advirtió el gobernador de Colorado Jared Polis a principios de este mes.

Mark Horne, presidente de la Asociación Médica del Estado de Misisipi, describió la muerte de la abuela de manera aún más horripilantemente detallada. “Vas a saludarla en Acción de Gracias: ‘Me alegro de verte’”, dijo en una reciente sesión informativa, y luego “la vas a visitar por FaceTime en la unidad de cuidados intensivos o planearás un pequeño funeral para Navidad”.

Así que no debería haber ninguna duda sobre mis planes. En lugar de viajar más de 480 kilómetros para celebrar el Día de Acción de Gracias con mi hermana y mis padres (entre ellos mi padre diabético, de 71 años) mi esposa, mis dos hijos y yo deberíamos quedarnos en casa y organizar un maratón televisivo de malos programas.

Y, a pesar de todo, llevo semanas indeciso. Después de todo lo que ha pasado este año, la idea de no celebrar el Día de Acción de Gracias me deprime. Tengo la bendición de no haber perdido a nadie cercano a mí por el coronavirus. Para mi familia, lo más difícil de esta pandemia ha sido su aislamiento obligado, en especial la manera cruel en que ha desgarrado las uniones generacionales, con la separación entre mis hijos y sus abuelos.

El aislamiento conlleva peligros psicológicos y físicos, pero yo lamento la pérdida más básica: todos estamos perdiendo mucho tiempo para estar con los demás. Mientras desperdiciamos nuestros días separados, solos, pegados a pantallas, los niños siguen creciendo, los abuelos siguen haciéndose más viejos, los bebés nacen, la gente muere. Me preocupa que la vida nos pase de largo mientras intentamos preservarla. Si algo me ha enseñado el 2020, es a abstenerse de dar por sentado el futuro e imponer una franqueza actuarial a todos nuestros planes. Claro, podríamos saltarnos el Día de Acción de Gracias de este año, pero ¿cuántos futuros Días de Acción de Gracias nos quedan estando todos juntos?

Para encontrar algún punto de apoyo empírico en un debate sumido en la incertidumbre, decidí investigar mi propia letalidad potencial para las personas mayores de mi vida. Entre otras cosas, hice un rastreo de mis propios contactos, un ejercicio que terminó siendo casi tan vulgar como suena. Llamé a todos mis contactos cercanos habituales; luego, a todos sus contactos y así sucesivamente y les pregunté a todos sobre su posible exposición al virus.

Lo que encontré me dejó atónito.

Preguntar a gente que apenas conoces detalles íntimos de su vida diaria no es la llamada más alegre en la temporada de fiestas. El rastreo de contactos (en el que los funcionarios de salud rastrean y exhortan a aislarse a las personas que se han asociado recientemente con un paciente infectado) es una herramienta esencial para interrumpir la propagación del coronavirus. Pero es un proceso laborioso y delicado, que requiere que los rastreadores establezcan a la brevedad una buena relación con las personas enfermas y las animen a proporcionar información honesta sobre sus actividades recientes, sin que las personas pierdan su privacidad ni su sentido de autonomía.

En un excelente curso de capacitación en línea para aspirantes a rastreadores de contactos, Emily Gurley, epidemióloga de la Escuela de Salud Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins, esboza una serie de escollos comunes en el trabajo. Los rastreadores no deben ser agresivos al exigir información, pero tampoco deben caer en la pasividad. No deben hablar demasiado rápido ni demasiado alto, pero tampoco es bueno hablar demasiado lento ni o demasiado bajito. No deben dar consejos ni opiniones médicas, pero tampoco deben parecer desinteresados ni aburridos.

Resultó que no debía haberme preocupado por hacer preguntas demasiado personales. Aunque algunas de las personas a las que contacté se negaron a que se publicaran sus nombres, nadie se negó a responder a mis preguntas, y algunas personas proporcionaron tanta información que hasta pareciera que les mostré una orden judicial.

Parte de esto puede tener que ver con el lugar donde vivo: el norte de California, un lugar de ingenieros y científicos, donde el compromiso con el uso de cubrebocas es casi un culto. La industria de la tecnología, que domina la economía local, fue la primera en presionar a la gente para que trabajara desde casa, así que muchos de mis amigos y vecinos llevan meses aislados. Mi esposa y yo no hemos visto a casi nadie en persona en espacios cerrados. En la primavera y el verano, mis dos hijos también estuvieron aislados en casa. Después de un pánico inicial, no me he preocupado realmente de contraer el virus; hemos sido muy cuidadosos.

Pero cuando la escuela comenzó este otoño, decidimos enviar a nuestros hijos a un grupo de aprendizaje a distancia porque las cosas en casa estaban en un punto crítico. Es una configuración extraña: todos los días escolares, mi hijo y mi hija se sientan en el aula del campus de una escuela primaria local y, bajo la supervisión de varios miembros del personal, asisten a clases por Zoom. Hay otros siete niños en el salón y ninguno en otra parte de la escuela. La escuela vacía es el escenario más espeluznante y postapocalíptico que recordaré de este año espantoso.

El grupo ha instaurado muchas medidas de seguridad. Los niños usan cubrebocas todo el tiempo y todos los días se revisa la temperatura y se aplica un cuestionario sobre exposiciones recientes. Sin embargo, la definición de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de un “contacto cercano” del coronavirus no tiene en cuenta estas precauciones y en cambio se basa principalmente en la proximidad y la duración; se corre el riesgo de contraer el virus si se está a menos de 2 metros de una persona infectada durante al menos 15 minutos en un periodo de 24 horas, se use o no cubrebocas.

Así que, a través del grupo, nuestros hijos son ahora un vector primario de contagio, que pone en riesgo no solo a mi esposa y a mí, sino también a nuestros padres, si decidimos verlos. El mapa de mi burbuja lo deja claro; si no fuera por nuestros hijos, mi esposa y yo seríamos una isla para nosotros. Sin embargo, la cosa con los niños es que nunca están solos; como señaló Gurley, tus amigos y compañeros de trabajo pueden vivir solos, pero si tienes hijos, hay una buena posibilidad de que se asocien con otros niños, y puedes estar seguro de que esos niños están alrededor de otros adultos y crean una cadena invisible entre tú y la gente que no conoces.

Están alrededor de mucha gente. Rebecca Green, la madre de un niño de primer grado en el grupo, es médico y todos los días está en contacto con dos colegas y unos diez pacientes a la semana. El hijo menor de Green, el hermano del que va en primer grado, asiste a un preescolar con otros diez niños y dos maestros. Entonces, nada más por esta conexión, mis hijos están vinculados con al menos una veintena de personas, incluyendo un elenco rotativo de pacientes. Green me dijo que ella piensa en este nivel de exposición a menudo y señaló varios factores atenuantes. Su consultorio tiene “reglas estrictas para la COVID-19, y cualquier persona que tenga incluso un resfriado tiene que presentar una prueba de COVID negativa para volver al trabajo”, me dijo. El preescolar también es en extremo cuidadoso. “Hace tres semanas, alguien se resfrió y todos tuvieron que presentar una prueba de COVID negativa para volver al preescolar”, dijo.

Aun así, durante meses, he estado vinculado con una veintena de extraños, apenas a unos cuantos tosidos, en mal momento, de distancia de la COVID-19 y en todo este tiempo nunca lo supe. Mientras analizaba los rincones más alejados de mi burbuja, a menudo recordaba ese fragmento de “Seinfeld” sobre sumergir el totopo dos veces en el aderezo. El aderezo se ve intacto, prístino. ¿Pero cuánta gente ha sumergido su totopo dos veces en tu aderezo?

Así que eso fue suficiente, ¿nos quedamos en casa para la cena de Acción de Gracias?

Momento, no tan rápido. El mapeo de los rincones más lejanos de mi burbuja de coronavirus reveló más contactos de los que esperaba, pero hablar con franqueza sobre los riesgos de la COVID-19 con Green y otros padres tuvo algo inesperadamente tranquilizador. Descubrí que mi red es robusta de maneras que no había previsto. Todos mis contactos indirectos se están tomando el virus en serio; ninguno de ellos mencionó teorías conspirativas sobre la pandemia ni sugirió que no era para tanto ni me dijo que no molestara y me ocupara de mis asuntos. Ninguno de ellos estaba fuera de riesgo, pero me sentía satisfecho de que parecían estar haciendo lo mejor que podían para evitar enfermarse.

Le pregunté a Gurley si era una locura considerar visitar a mi familia en las fiestas. Me dijo que no lo era. En una pandemia, todo el mundo está en cierto nivel de riesgo; lo importante es entender tu riesgo y decidir si vale la pena ver a tus seres queridos. “Creo que tenemos que reconocer la realidad de la vida de las personas. Por ejemplo, a un miembro de mi familia se le diagnosticó cáncer en fase IV y puede que no viva mucho tiempo, así que, claro que esa persona tiene un alto riesgo, pero al mismo tiempo, ¿dejaríamos pasar la oportunidad de verlos de una forma que nos pareciera segura?”, dijo.

No iría a celebrar Acción de Gracias para ver a un miembro de la familia que iba a morir de cáncer. El mío es un deseo más mundano: ver a mis padres en persona en un año en el que hemos estado separados casi todo el tiempo y satisfacer su intenso deseo de pasar tiempo con nuestros hijos antes de que los niños estén demasiado grandes para todo eso. Puede que esto no sea suficiente para satisfacer el escrutinio de los demás; en las redes sociales, entre los que son de izquierda como yo, se sienten orgullosos de creer en la ciencia y hacen gala de remitirse a los expertos, he notado que avergüenzan un poco a los demás por hacer viajes. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (los CDC, por su sigla en inglés) dicen que la forma más segura de pasar el Día de Acción de Gracias es quedarse en casa. Después de descubrir lo enorme que es mi burbuja, ¿no debería seguir ese consejo?

Pero no puedo hacerlo. Incluso después de trazar el mapa de mi burbuja, la pregunta de si debo ir o no sigue ahí, al final, como una cosa instintiva, regida más por la emoción que por los datos empíricos.

Así que, después de pensarlo mucho y de largas conversaciones con mis ansiosos padres, mi esposa y yo decidimos que viajaríamos para el Día de Acción de Gracias. Esto podría ser una sorpresa, dado lo que encontré en el mapeo de mi burbuja, pero el ejercicio nos motivó a agregar varias medidas de seguridad importantes para reducir sustancialmente los riesgos.

Vamos a sacar a nuestros hijos del grupo de aprendizaje una semana antes de irnos. Estamos buscando hacernos pruebas antes del viaje es probable que todos hagamos una cuarentena un par de semanas después de que regresemos.

La mañana del día de Acción de Gracias, los cuatro nos subiremos al auto, no a un avión, y así haremos el viaje a la casa de mis padres. Durante cinco horas en el coche, tal vez nos detengamos para usar el baño una o dos veces, pero no estaremos en contacto cercano con otras personas (como lo definen los CDC). Nos reuniremos con mis padres en el patio trasero.

No puedo prometer que no abrazarán a nuestros hijos, pero nuestro plan es cenar al aire libre, conservando nuestra distancia. En nuestra celebración estarán presentes siete personas, menos del límite de diez personas que muchos estados han impuesto en las reuniones. Después, planeamos pasar la noche en la zona, no en su casa, y regresar a la tarde siguiente.

Este plan tiene sus riesgos, como los tienen muchas actividades durante la pandemia, y entiendo el torrente de críticas que recibiré por esta decisión. Pero me parece que nuestra celebración al aire libre y a distancia equilibra la seguridad y nuestras obligaciones con la familia; también cumple con lo que hasta algunos epidemiólogos dicen que están haciendo este año.

Es tanto trabajo: la preocupación, eso de revisar dos veces, la incertidumbre, el constante fantasma de la muerte. Pero vale la pena, por la familia.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company