Quinamayó, el pueblo colombiano que celebra la Navidad en febrero

Danzas en las celebraciones navideñas en Quinamayó, Colombia, el mes pasado. (Jaír F. Coll/The New York Times)
Danzas en las celebraciones navideñas en Quinamayó, Colombia, el mes pasado. (Jaír F. Coll/The New York Times)

QUINAMAYÓ, Colombia — Los árboles de Navidad, las luces parpadeantes y las banderolas rojas y verdes estaban puestas, y la calle principal estaba llena de tiendas que vendían salchichas y palomitas de maíz, mientras pasaban carros tirados por caballos.

Parecía la típica escena callejera de un festival navideño, excepto que era febrero.

Todos los años, Quinamayó, un pueblo de unos 6000 habitantes del suroeste de Colombia, celebra una tradición que se remonta a la época de la esclavitud y que ha perdurado como una forma de convertir una historia de opresión y sufrimiento en una celebración de la alegría.

A principios del siglo XIX, la población afrocolombiana de la ciudad estaba esclavizada y era obligada a trabajar durante todo el mes de diciembre para atender las fiestas de los esclavistas. Así que empezaron a celebrar la Navidad 40 días después de la fecha tradicional del nacimiento de Jesús, el tiempo que se dice que la Virgen María descansó tras el parto, y justo después del final de la temporada de cosechas.

En la noche de un sábado de febrero, la procesión principal de la fiesta comenzó con un grupo de mujeres ataviadas con vestidos florales tradicionales, que caminaban por las calles iluminadas por la luna. Pronto se les unieron niñas con faldas de paja, en representación de grupos indígenas que los residentes negros de Quinamayó consideran como parte de su historia común de esclavitud.

Luego llegaron tres niños vestidos de José, María y la estrella de Belén. Siguieron pequeños ángeles con trenzas a juego y cuentas blancas, y soldados guardianes con rifles de madera falsos.

Niñas que interpretan a ángeles esperan su turno para unirse a la procesión navideña. (Jaír F. Coll/The New York Times)
Niñas que interpretan a ángeles esperan su turno para unirse a la procesión navideña. (Jaír F. Coll/The New York Times)

A continuación venían tres adolescentes, dos chicas vestidas con faldas de aro de tul rosa flamenco y tiaras relucientes, y un chico con un traje blanco brillante. En sus brazos llevaban una canasta de bebé dorada que contenía un muñeco: el niño Jesús, que, como la mayoría de la gente de esta comunidad, era negro.

“Eso lo llevamos en la sangre, como lo llevamos en las venas”, dice sobre la ceremonia Mirna Rodríguez, de 60 años, coordinadora de la procesión.

Cuando los españoles colonizaron Colombia en el siglo XVI, prohibieron las religiones tradicionales de las poblaciones indígenas y afrodescendientes e instauraron el catolicismo romano como ley del país.

“Era su cultura, su historia, su ancestralidad, y se la ha arrancado de la peor forma”, afirma Miguel Ibarra, investigador doctoral de historia afrolatina en la cercana ciudad de Palmira.

Muchas de las comunidades indígenas y esclavizadas de Colombia combinaron la cultura cristiana occidental con sus propias tradiciones ancestrales. O, en el caso de los habitantes de Quinamayó, desarrollaron nuevas costumbres que surgieron bajo el sometimiento de la esclavitud.

Aunque la tradición de la Navidad en febrero se conmemora desde que comenzó hace casi 200 años, la celebración se ha disparado en popularidad en los últimos 20 años.

En la edición de este año, miles de personas llegaron en carro, motocicleta y autobús público a esta ciudad rodeada de campos de caña de azúcar, donde el agua potable y la electricidad son escasas. Todo un parque de atracciones llegó en camiones.

Quinamayó está a una hora en auto de Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia en la costa del Pacífico, y no tiene hoteles, por lo que los invitados se quedaron con amigos o pasaron la noche fuera, de fiesta hasta el día siguiente. El domingo por la mañana, los parranderos recuperaron la sobriedad con papas y cerdo fritos. Algunos se habían quedado dormidos en las mesas de los restaurantes mientras en los bares seguía sonando salsa.

La música es una parte importante del festival, con el eco de los tambores resonando mucho más allá del escenario principal en la ceremonia de apertura el viernes por la noche en la plaza central de la ciudad.

“A través del ritmo del tambor damos un mensaje importante”, afirma Norman Viáfara, uno de los organizadores del festival. “Le decimos al mundo, a la sociedad en general, que estamos listos y dispuestos para poder llegar a los espacios de toma de decisiones”.

El festival se canceló los dos últimos años debido a la pandemia, que causó estragos en la comunidad. Muchos de los ancianos de Quinamayó, que estaban a cargo de las festividades, murieron de COVID-19, dijo Hugo Lasso, vicepresidente del comité de planificación del festival.

Cuando terminó la procesión del sábado por la noche, el pueblo estalló en júbilo, con el olor a pólvora de las estrellitas flotando en el aire, mientras dos hombres vestidos con elaborados trajes de buey y mula realizaban un simulacro de lucha, un homenaje, con un toque de Quinamayó, a los personajes de la escena bíblica de la Natividad.

Durante todo el fin de semana, mujeres que lucían trajes tradicionales bailaron la juga, danza caracterizada por un movimiento de arrastre de las bailarinas que se mueven en círculos giratorios, acompañadas por músicos, o “jugueritos”, que tocan el trombón y los tambores. También llamada a veces fuga, la danza representa grilletes y cadenas.

“Y uno se identifica con esas costumbres”, afirma Arbey Mina, antiguo director de la banda oficial de jugueritos del festival. “De hecho, que la identidad no es directamente con la esclavitud, sino con lo que se hacía para demostrar que uno era libre, que el cuerpo de pronto estaba encadenado, pero el alma tenía una libertad”.

La esencia del festival para Mina, y para muchos otros, es la preservación de esa identidad.

El domingo, tres adolescentes del pueblo compitieron en un concurso, con vestidos hechos a mano que representaban aspectos tradicionales de la cultura de Quinamayó. Una de ellas llevaba un traje hecho con trozos de platanitos y hojas, y otra, con pescados hechos en papel de colores.

Las chicas desfilaron como modelos por la calle principal hacia el escenario, acompañadas por los jugueritos. Tras una actuación de baile juga, llegó el turno de las preguntas.

Cuando los jueces preguntaron a Mabel Mancilla, de 14 años, cómo podían salvaguardar su identidad los habitantes del pueblo, ella respondió: “Debemos aceptarnos tal cual somos. Eso implica llevar el cabello con el que nacimos. No avergonzarnos de ser quienes somos. Ser negro es un privilegio”.

Inmediatamente, el público ovacionó: “¡Esa es! ¡Esa es!”.

Minutos después, Mabel fue coronada ganadora.

“Ella será la encargada de salvaguardar nuestra tradición por un año”, dijo Vanessa Peña, una líder de la comunidad.

Justo cuando Mabel iba a dar su discurso, una llovizna se convirtió en lluvia y el viento cortó la luz.

“Tenemos frío, que toquen la juga”, gritaron algunos parranderos. Los jugueritos cumplieron mientras los asistentes bailaban bajo la lluvia.

Nada, ni siquiera una tormenta, iba a detener la Navidad en febrero.

Jaír F. Coll colaboró con la reportería.

c. 2023 The New York Times Company