El presidente, con ventaja en un duelo con final abierto

La dirigencia política peruana lleva tres años en una batalla a todo o nada, con expulsiones y disoluciones mutuas entre el Ejecutivo y el Legislativo. Objetivo: librarse del enemigo, hacerlo morder el polvo.

Más que los pesos y contrapesos que enseñan los prolijos manuales de ciencia política, en los círculos de poder limeños parece regir la antigua y rudimentaria ley del talión, basada en golpes y contragolpes. Y el último que se vaya que apague la luz.

El presidente Martín Vizcarra parece haber inclinado de momento las cosas a su favor y se dispone a transitar sin rivales en el Congreso los cuatro meses que faltan hasta las elecciones legislativas del 26 de enero. Él mismo fijó esa fecha, luego de disolver el Congreso. Aunque nunca está dicha la última palabra y la oposición aún guarda esperanzas.

"Es un escenario abierto, una lucha en la que las dos partes invocan las normas como justificación de sus acciones. Quien tiene más capacidad de mantenerse en el poder es el Ejecutivo. Tiene las Fuerzas Armadas a su favor. Tiene la opinión pública a su favor. Y tiene intacto el control del Estado", dijo a LA NACION el analista político peruano Fernando Tuesta.

Vizcarra espera tener también el visto bueno de la Justicia, que deberá resolver si la disolución del Parlamento, que el presidente decretó en la agitada jornada del lunes, estuvo dentro del marco de la Constitución.

La oposición fujimorista afirma que la movida de Vizcarra fue un "golpe de Estado". La ironía es que la última vez que se disolvió el Congreso, en 1992, quien llevó adelante la maniobra fue Alberto Fujimori, líder fundador de esa misma bancada opositora que ahora enfrenta a Vizcarra en un duelo de nunca acabar. Y esa vez Fujimori no leyó un decreto: mandó los tanques y cerró el Congreso manu militari. Y así se mantuvo, juntando telarañas, hasta que el propio Chino, como se conocía al hombre fuerte, dejó el poder, ocho años después.

Otros podrían insinuar un paralelo con la Venezuela de Nicolás Maduro, donde la Asamblea Nacional, controlada por la oposición desde las elecciones legislativas de 2015, quedó sitiada en los hechos por el chavismo, que primero decidió ignorar su existencia y luego se lanzó a la caza de sus miembros, muchos de ellos entre la cárcel y el exilio.

"Esas comparaciones no tienen ningún sentido. Lo de Vizcarra no tiene nada que ver. La disolución del Congreso está establecida en la Constitución, actuó dentro de la ley", explicó Tuesta. Y señaló el sistema político peruano como un caso particular en América Latina, entre presidencialista y parlamentario, con mecanismos como el voto de confianza y la disolución del Parlamento, que rigen en los sistemas políticos europeos.

El Tribunal Constitucional deberá evaluar si esa disolución se hizo en tiempo y forma. Y anteayer pasó de todo en el Parlamento, donde los tiempos se aceleraron y las formas fueron cambiando según a quién le tocara actuar. Primero fue la disolución, que el presidente decretó porque los legisladores opositores le había negado "fácticamente" la confianza, es decir que en realidad nadie lo dijo.

La oposición suspendió entonces a Vizcarra por "incapacidad moral temporal", una figura también forzada, por no decir sacada de la galera. Luego nombraron a la vicepresidenta, Mercedes Aráoz, nueva "presidenta en funciones". Eran las 21.15 (hora local), el broche de oro de un día de locos. Perú se fue a dormir con dos presidentes.

La lucha de poderes se remonta a 2016, cuando las elecciones generales le dieron la victoria al liberal Pedro Pablo Kuczynski como presidente, pero dejaron en amplia mayoría parlamentaria a la oposición de derecha de Keiko Fujimori. Con las dos facciones peleadas a muerte, sin puentes de entendimiento ni interés en construirlos, los fujimoristas abrieron dos juicios políticos contra el veterano economista y forzaron su renuncia.

Su reemplazante, el entonces vicepresidente Martín Vizcarra, heredó la furia del Congreso opositor como quien hereda una maldición ancestral. Y así siguieron desde entonces, sin visos de conciliación. Antes, como ahora, la queja desde el Ejecutivo fue siempre la misma: el Congreso bloqueó todos los proyectos de reforma que envió al recinto. Se dedicó a hacer la guerra, a trabar las iniciativas del gobierno.

"La política peruana se hace según los humores y las campañas mediáticas. Vizcarra puede haber ganado, pero le puede ir mal. Ahora la gente no verá al Congreso como el enemigo. Tenía muy mala imagen del Legislativo, pero ya no está", señaló a LA NACION el analista Víctor Ponce. "Ahora está solo él, el Congreso no será el enemigo, y quedará mucho más expuesto".