¿Estamos preparados? Entendiendo cuán grandes pueden llegar a ser las fulguraciones solares

El 1 de mayo de 2019, nuestra estrella vecina hizo erupción.

En cuestión de segundos, Próxima Centauri, la estrella más cercana a nuestro Sol, se volvió miles de veces más brillante de lo habitual —hasta 14.000 veces más brillante en el rango ultravioleta del espectro—. El estallido de radiación generó la fuerza suficiente para dividir cualquier molécula de agua que pudiera haber existido en el templado planeta, de tamaño similar a la Tierra, que orbita esa estrella; continuas explosiones de esa magnitud podrían haber despojado al planeta de cualquier atmósfera.

Serían malas noticias si nuestro Sol se pusiera igual de furioso.

Pero el Sol tiene sus momentos, y el más famoso de ellos ocurrió antes del amanecer del 2 de septiembre de 1859. Aquel día, una aurora brillante, que se extendió hasta La Habana por el sur, iluminó el planeta. Personas en Misuri podían leer bajo su luz, mientras que mineros que dormían a la intemperie en las Montañas Rocosas despertaron y, pensando que estaba amaneciendo, comenzaron a preparar el desayuno. “Todo el hemisferio norte estaba tan claro como si el Sol hubiera salido una hora antes”, informó el Times of London unos días después.

Mientras tanto, las redes de telégrafo se averiaron. Saltaban chispas de los equipos —algunos de los cuales se incendiaron— y los operadores en Boston y en Portland, Maine, arrancaron los cables que unían los telégrafos a las baterías, pero seguían transmitiendo, alimentados por la energía eléctrica que atravesaba la Tierra.

Los eventos de aquel viernes evocaron descripciones bíblicas. “Las manos de los ángeles alteraron el paisaje glorioso de los cielos”, afirmaba el Cincinnati Daily Commercial. La verdadera razón era un poco más prosaica: los cielos habían sido azotados por una enorme burbuja de gas cargado eléctricamente, expulsada por el Sol después de un destello de luz denominado fulguración solar.

Dicha burbuja —una maraña de plasma y campos magnéticos— se denomina eyección de masa coronal. Al alcanzar la Tierra, una eyección de este tipo puede desatar tormentas geomagnéticas tremendamente violentas. La tormenta de 1859, bautizada como el evento Carrington en honor al científico que presenció la erupción que la precedió, es considerada el golpe más poderoso jamás propinado por el Sol.

Sin embargo, en los últimos años las investigaciones han revelado que el evento Carrington fue solo una muestra de lo que el Sol nos puede arrojar. Los anillos de crecimiento de los árboles y los testigos de hielo contienen signos de tormentas solares considerablemente más potentes de nuestro pasado remoto. Y otras estrellas, como Próxima Centauri, nos muestran que hasta las explosiones solares de mayor energía jamás documentadas son insignificantes en comparación con lo que podría suceder.

No obstante, el evento Carrington ofrece pistas importantes sobre lo que el Sol podría tener reservado para la Tierra en el futuro, escribe el físico solar Hugh Hudson en la edición de 2021 de l Annual Review of Astronomy and Astrophysics. “El peligro acecha a los activos tecnológicos de la humanidad, especialmente  los que están en el espacio”, dice Hudson, de la Universidad de Glasgow. Hoy, tras un evento como el de Carrington, dejarían de funcionar redes eléctricas enteras y los satélites GPS quedarían fuera de servicio.

Comprender lo intensas que pueden llegar a ser las tormentas solares nos permite entender lo que el universo podría lanzarnos —y quizás también cómo predecir la siguiente tormenta para estar mejor preparados para cuando eso ocurra—.

Estructura anatómica de una erupción

Aproximadamente 18 horas antes de que el evento de 1859 iluminara los cielos de la Tierra, un astrónomo inglés observó algo extraño en la superficie del Sol.

Mientras trabajaba en su observatorio, Richard Carrington vio emerger dos puntos brillantes de luz de entre un cúmulo de manchas solares oscuras, que desaparecieron en unos cinco minutos. Otro astrónomo inglés, Richard Hodgson, vio lo mismo, anotando que fue como si la estrella brillante Vega hubiese aparecido en la superficie del Sol. Al mismo tiempo, las agujas magnéticas del Observatorio Kew de Inglaterra se sacudieron, una señal de la tormenta magnética que estaba por venir.

Antes de ese evento, nadie sabía que existían las fulguraciones solares —principalmente porque nadie daba seguimiento a las manchas solares todos los días despejados como lo hacía Carrington—. Debieron pasar varias décadas antes de que los astrónomos pudiesen desvelar los procesos físicos de las fulguraciones solares y sus efectos en la Tierra.

Una fulguración solar es una erupción que ocurre en el Sol, un destello repentino de luz —por lo general cerca de una mancha solar— que es capaz de liberar tanta energía como unos 10.000 millones de bombas nucleares de un megatón. Suele ser provocada por una liberación repentina y localizada de energía magnética contenida, que emite radiación en todo el espectro electromagnético, desde las ondas de radio hasta los rayos gamma.

Muchas fulguraciones solares, aunque no todas, ocurren acompañadas de la eyección de masa coronal, una porción enorme de gas caliente del Sol que se expulsa hacia el espacio junto con una maraña de campos magnéticos. Miles de millones de toneladas de materia del Sol pueden ser arrojadas hacia el sistema solar, que pueden recorrer los 150 millones de kilómetros que hay hasta la órbita de la Tierra en un periodo de entre 14 horas y unos pocos días.

La mayoría de las erupciones solares pasan lejos de nuestro planeta por un margen amplio. Pero de vez en cuando, una de ellas sale proyectada directamente hacia la Tierra. Es ahí cuando la situación se pone interesante.

Unos ocho minutos después de que ocurre una fulguración solar, su luz llega a la Tierra como un destello de luz visible. En ese mismo momento, un pico de luz ultravioleta y rayos X azota la atmósfera superior, lo cual provoca una leve alteración magnética en la superficie. Justamente eso fue lo que registraron los instrumentos magnéticos de Kew en 1859.

La eyección de masa coronal puede desatar una tormenta geomagnética cuando alcanza el campo magnético que envuelve a la Tierra. Esta alteración del campo magnético provoca que las corrientes eléctricas se desplacen por conductores, incluyendo cables y hasta el mismo planeta. Al mismo tiempo, las partículas cargadas de alta velocidad expulsadas por el Sol chocan con los átomos de la atmósfera superior, e iluminan la aurora.

La fulguración de 1859 ha sido durante mucho tiempo, y sigue siendo, una de las más importantes en cuanto a su energía y sus efectos en la Tierra. A las erupciones solares de potencias similares a menudo se las denomina “eventos Carrington”. Pero esta no ha sido la única.

“Con frecuencia es descrita como la tormenta más intensa jamás registrada”, dice Jeffrey Love, geofísico del Servicio Geológico de los EE. UU., en Denver. “Eso posiblemente no sea del todo cierto, pero, sin duda, es una de las dos tormentas más intensas”. O quizás la tercera o cuarta más intensa.

En mayo de 1921, el Sol provocó en nuestro planeta una tormenta geomagnética equiparable a la del evento Carrington. Al igual que en 1859, una aurora brillante se extendió muy por fuera de los límites de las regiones polares. Los sistemas de telégrafo y teléfono fallaron, y algunos incluso iniciaron incendios destructivos.

Y solo 13 años después de que Carrington observara la erupción que lleva su nombre, sucedió otra tormenta solar que, según algunas mediciones, podría haberla superado. “Actualmente, parece ser que, según mediciones de auroras y algunas mediciones magnetométricas dispersas, un evento ocurrido en 1872 fue probablemente mayor que el evento Carrington”, dice Ed Cliver, un ya retirado físico solar de la Fuerza Aérea de EE. UU.

Estas tormentas indican que el evento Carrington no fue un “hecho aislado”, dice Hudson. Si acaso, el Sol solo se ha estado conteniendo en la era moderna. Los datos de épocas más remotas apuntan a que existieron unas cuantas tormentas solares que hacen que el evento Carrington parezca nada en comparación.

Fulguraciones olvidadas

Los árboles tienen memoria larga. Los árboles guardan un registro de las condiciones ambientales imperantes en cada año de crecimiento en sus anillos concéntricos. A partir de estos anillos, los investigadores pueden reconstruir las condiciones del pasado de la Tierra.

En Japón, algunos cedros conservan signos de una avalancha de partículas atómicas expulsadas por el Sol alrededor del año 775. Estos árboles registraron un aumento significativo de carbono 14, una variante radiactiva del carbono que los árboles absorben de la atmósfera. El carbono 14 se forma cuando los rayos cósmicos —partículas de alta velocidad provenientes del espacio que azotan nuestro planeta a diario— chocan con el nitrógeno de la atmósfera. Algunas erupciones solares bañan a la Tierra con un exceso de rayos cósmicos, lo que provoca un aumento en la producción de carbono 14. El cambio en los niveles de carbono 14 registrado en el año 775 fue alrededor de 20 veces mayor que la variación y el flujo normales generados por el Sol,  según dieron a conocer unos investigadores en 2012.

“Lo que sugiere  esto es que pueden ocurrir supereventos, porque este fue un factor de 10 —si fue una fulguración solar—, un factor de 10 o 20 veces más intenso que el evento Carrington”, dice Hudson.

Un aumento del carbono 14 en los anillos de los árboles reveló signos de otro fenómeno solar de gran magnitud ocurrido  en 994. Los testigos de hielo de la Antártida han revelado un aumento similar, tanto en 994 como en 775, del berilio 10 —otro producto de los rayos cósmicos—, lo que refuerza los hallazgos realizados en los anillos de los árboles.

Aún más atrás en el tiempo, un estudio de testigos de hielo parece indicar que hubo un tercer evento similar alrededor del año 660 a. C. Y en agosto (en un artículo aún en fase de revisión por pares), un equipo de investigadores dio a conocer otros dos  aumentos repentinos de carbono 14 en anillos de árboles entre 7176 a. C. y 5259 a. C., posiblemente equiparables al del año 775.

No es fácil hacer una comparación directa entre estas tormentas del pasado y la del evento Carrington, dice Ilya Usoskin, físico espacial de la Universidad de Oulu, en Finlandia, y coautor del estudio de agosto. La erupción de 1859 no provocó una lluvia de partículas en la Tierra, por lo que no es posible comparar las concentraciones de carbono 14. Sin embargo, el evento de 775 parece ser una de las tormentas de partículas solares más potentes registradas en los últimos 12.000 años, dice Usoskin.

Pero hay un detalle, advierte Hudson. Cada anillo de un árbol tarda un año en formarse, por lo que unas cuantas erupciones más pequeñas en un periodo de varios meses pueden aparecer como un único gran evento en el registro de anillos de los árboles.

Pero, aun así, cualquiera de estas fulguraciones más pequeñas igual podrían haber sido impresionantes. “Cada uno de estos eventos podría haber sido al menos del orden de tres veces más grande que el evento Carrington en lo que respecta a su energía”, dice Cliver.

Sin embargo, eso igual es poco, comparado con los de algunas otras estrellas de nuestra galaxia.

Supererupciones

Si existe vida en el planeta que orbita alrededor de Próxima Centauri, probablemente no la tiene nada fácil.

“Realmente estamos hablando de tener un evento como el de Carrington todos los días”, dice Meredith MacGregor, astrofísica de la Universidad de Colorado en Boulder. Incluso podrían ocurrir “superfulguraciones” más potentes, como la que  ella y sus colegas avistaron en 2019, día por medio. Su equipo avistó esa fulguración, posiblemente 100 veces más potente que la del evento Carrington, luego de observar la estrella vecina durante tan solo 40 horas.

Con un aluvión casi constante de erupciones, cualquier atmósfera que esté aferrada al planeta rocoso cercano a la estrella jamás tendría tiempo de recuperarse. “Sí, un evento como el Carrington [en la Tierra] quemaría algunos aparatos electrónicos y arruinaría las señales de GPS”, dice MacGregor, “pero no va a afectar la habitabilidad de nuestro planeta”.

Para ser claros, Próxima Centauri no es como el Sol. Es una enana M, una esfera diminuta que brilla de color rojo. Y estas estrellas pequeñas son conocidas por sus erupciones gigantes. Sin embargo, algunas estrellas similares al Sol también pueden producir superfulguraciones.

Se ha descubierto esto gracias a telescopios espaciales diseñados para buscar planetas alrededor de otras estrellas. Para detectar planetas, el difunto telescopio Kepler de la NASA buscaba disminuciones sutiles de brillo que ocurrían a medida que los planetas pasaban por delante de sus soles.

Durante cuatro años, Kepler registró 26 superfulguraciones —hasta unas 100 veces más energéticas que la del evento Carrington— en 15 estrellas similares al Sol,  según dio a conocer un grupo de investigadores en enero. La actual misión TESS de la NASA, otro telescopio espacial diseñado para buscar exoplanetas,  registró una frecuencia similar de supererupciones en estrellas similares al Sol durante su primer año de funcionamiento.

Los datos del telescopio Kepler dan a entender que las estrellas similares al Sol producen las más potentes de estas erupciones aproximadamente una vez cada 6.000 años. La erupción más poderosa del Sol durante ese lapso es un orden de magnitud más débil, pero ¿podría ocurrir una supererupción en el futuro?

“No creo que ninguna teoría tenga la capacidad predictiva suficiente para significar algo”, dice Hudson. “La teoría líder dice, básicamente, que cuanto más grande es la mancha solar, más grande es la fulguración”. Las manchas solares marcan el punto en el que el campo magnético del Sol atraviesa y sale a la superficie, e impiden que el gas caliente emerja desde abajo. La mancha se ve oscura porque está más fría que todo lo que hay a su alrededor.

Y esa es una de las diferencias entre el Sol y sus vecinos eruptivos. Las supererupciones parecen ocurrir en las estrellas que tienen manchas frías y oscuras mucho más grandes que las que jamás aparecerán en el Sol. “Si tomamos como base las zonas de manchas conocidas, habría un límite”, dice Hudson.

Aún no se comprende del todo la complejidad de las maquinaciones magnéticas de las estrellas —manchas solares, erupciones, etc.—, por lo que combinar todas estas observaciones para crear una historia coherente requerirá tiempo. Pero la búsqueda por comprender todo esto podría contribuir a mejorar las predicciones acerca de lo que nos podría deparar el Sol en el futuro.

Según Love, las fulguraciones con una potencia suficiente para afectar nuestra red eléctrica probablemente ocurren, en promedio, unas pocas veces por siglo. “Examinar lo que sucedió en 1859 ayuda en parte a ponerlo en perspectiva, ya que lo que ha sucedido en la era espacial, a partir de 1957, ha sido menos significativo”. El Sol no nos ha arrojado una erupción como la del evento Carrington en bastante tiempo. De repetirse el evento de 1859 en el siglo XXI, podría ser desastroso.

La humanidad depende mucho más de la tecnología ahora de lo que lo hacía en 1859. De suceder un evento como el Carrington hoy en día, causaría estragos en las redes eléctricas, los satélites y las comunicaciones inalámbricas. Por ejemplo, en 1972, una fulguración solar dejó inoperativas las líneas telefónicas de larga distancia. En 1989, otra erupción provocó un apagón en casi toda la provincia de Quebec, que dejó sin electricidad a casi 6 millones de personas hasta por nueve horas. En 2005, otra tormenta solar perturbó los satélites GPS durante 10 minutos.

La mejor forma de prevenir es predecir. Saber que se avecina una eyección de masa coronal podría dar tiempo a los operadores para reconfigurar o apagar los equipos con el fin de evitar que se destruyan.

También podría ser útil incorporar mecanismos adicionales de resiliencia. En lo que respecta a la red eléctrica, esto podría significar incluir sistemas redundantes o aparatos que consuman el exceso de carga. Las agencias federales podrían tener una reserva de transformadores eléctricos móviles listos para ser enviados a aquellas zonas donde los transformadores existentes —que sabemos que se han derretido en tormentas solares anteriores— queden inoperativos. En el espacio, se podría poner a los satélites en modo seguro mientras se espera que pase la tormenta.

El evento Carrington no fue un hecho que ocurre una única vez. Fue tan solo una muestra de lo que el Sol es capaz de hacer. Si hay algo que las investigaciones sobre las erupciones solares del pasado nos han enseñado es que la humanidad no debería estar preguntándose si volverá a suceder una tormenta solar similar, sino que debería preguntarse cuándo.

Artículo traducido por Language Scientific

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Christopher Crockett es un investigador de planta de Knowable y periodista científico independiente radicado en Arlington, Virginia. Es un agradecido del Sol, pero no quisiera verlo enojado.

This article originally appeared in Knowable Magazine, an independent journalistic endeavor from Annual Reviews. Sign up for the newsletter.