¿La próxima disrupción en educación? El Educatrón

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Suponga que el desarrollo de la inteligencia artificial ha generado una máquina con prodigiosos efectos en la educación y el desarrollo personal. La máquina, que ha sido bautizada con el nombre de Educatrón, es un acelerador formidable del proceso de aprendizaje que provee rápidamente a sus usuarios de los conocimientos que tradicionalmente se tardaban en adquirir toda una vida.

Por fuera, el Educatrón presenta una superficie pulida, con paredes manufacturadas en titanio, con una forma parecida a la de las antiguas cabinas de teléfono y una puerta automática para acceder a su interior.

La máquina de aprender

El ingenio se opera digitalmente desde un cuadro de mandos interior y funciona de la siguiente forma: tras programar los contenidos que se quieren adquirir, el usuario aprehende el conocimiento que albergan todas las bibliotecas del mundo, incluidas las virtuales, en un tiempo medio de dos minutos. Además, se pueden asimilar, con un poco más de tiempo, cinco idiomas a su elección; cuatro, si uno de los elegidos es el chino. El saber absorbido es tan impresionante que el usuario puede solicitar un título universitario a su elección, ya que algunas universidades prestigiosas han firmado contratos con la empresa que ha diseñado el Educatrón.

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Lo insólito de esta portentosa máquina es que es leve y veloz: todo sucede rápidamente, sin ningún tipo de dolor, trastorno o efectos secundarios. La empresa que ha lanzado el aparato no ha desvelado la tecnología que utiliza, aunque garantiza haber cubierto todos los requisitos y pruebas para ofrecer un producto seguro y confiable.

Imagínese que lee esta noticia en su periódico favorito. ¿Le interesaría usar esta máquina, sabiendo de sus efectos formidables e inmediatos, si además el coste fuera asequible y estuviera subvencionado (por ejemplo, a través de un crédito que pudiera devolver cómodamente)?

En algunas conferencias planteo este caso ficticio a la audiencia. Para mi sorpresa, pocas personas levantan la mano cuando pregunto quiénes utilizarían el Educatrón. Pienso que se debe más al temor por llamar la atención en público que a la aversión al riesgo, ya que el perfil típico de mi audiencia suele estar compuesto por ejecutivos y emprendedores propensos a la aventura.

El ingenio al que me refiero no es un despropósito. Fundamentalmente, porque la realidad suele superar a la ficción y lo que imaginamos, entrevemos o planeamos puede terminar cumpliéndose si se ponen los medios precisos. Como exponía el filósofo y científico de la antigua Grecia Arquímedes, con una palanca suficientemente larga y el punto de apoyo adecuado se podría mover el entero globo terráqueo. El reto del Educatrón sería encontrar la palanca y el punto de apoyo adecuados.

También una conocida frase del filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel es esclarecedora en este sentido:

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“Todo lo racional es real, y todo lo real es racional”.

Imaginar el futuro

En definitiva, aunque el Educatrón no existe todavía, su conceptualización lo hace creíble, e incluso posible, si se argumenta su desarrollo desde una perspectiva científica. Además, en algunas novelas y películas de ciencia ficción, que suelen anticipar la realidad, hemos visto artilugios que proporcionan el aprendizaje casi inmediato. De Ovidio a Kazuo Ishiguro, la experiencia muestra que la imaginación literaria se queda corta y que, con el avance de la tecnología y el transcurso del tiempo, muchas de esas invenciones y fantasías se acaban implementando.

Para concebir la idea del Educatrón me inspiré en el orgasmatrón, uno de los muchos artilugios que aparecen en la película futurista El dormilón (1973), de Woody Allen.

El orgasmatrón era una especie de armario tubular en el que se introducían dos personas para experimentar los efectos de un orgasmo en tan solo diez segundos. Aunque la cáscara del cacharro no dejaba ver su interior, durante su funcionamiento se escuchaban gemidos y gritos de placer pero luego sus usuarios salían perfectamente vestidos, como si no hubiera pasado nada dentro.

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Del argumento de la película se deduce que el uso del orgasmatrón ha convertido en estéril a la población de ese mundo futuro (aunque disfruten de esos instantes de placer).

La cultura del esfuerzo

Volviendo a nuestro ingenio educativo, la segunda pregunta que suelo formular a los asistentes de mi conferencia es: “¿Qué es lo que falla, lo que no encaja en nuestros ideales de vida con el uso del Educatrón?”. Y no me refiero a cuestiones técnicas o de mal funcionamiento del aparato, sino a cuál es su opinión acerca de la adquisición de tan vastos conocimientos en un tiempo tan breve y por un procedimiento ejecutivo e independiente de su voluntad.

La invención del Educatrón implicaría que no se ha entendido cuál es la esencia del proceso de aprendizaje. Lo que falla en este hipotético artilugio es que cancela el fin y el propósito de aprender.

El esfuerzo por aprender es un componente fundamental de la felicidad humana, del desarrollo subjetivo y de la formación de la personalidad propia. Estudiamos, asistimos a clases y conferencias porque la experiencia de conocer, pensar y entender es una actividad satisfactoria, que puede producir regocijo y resultar amena.

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La cultura del esfuerzo, esto es, el planteamiento de que la felicidad y el éxito personal están relacionados con el denuedo individual, el ejercicio de la voluntad, la práctica de los hábitos que conforman el carácter y la perseverancia, tiene defensores y detractores.

Los que apuestan por la igualdad de oportunidades enfatizan el esfuerzo como factor fundamental para alcanzar los objetivos personales. Los que creen que la meritocracia y la desigualdad radical impiden la movilidad social restan valor al esfuerzo y piensan que ni siquiera los más voluntariosos son capaces de cumplir sus metas. Unos y otros esgrimen hechos y datos como base de su diagnóstico y propuestas. Como pasa con otros debates polarizados, posiblemente hay razones convincentes a ambos lados.

Una visión aristotélica

Uno de los primeros proponentes de la importancia del esfuerzo en la educación fue Aristóteles. En su Política escribe:

“Obviamente, los jóvenes no deben ser instruidos con vistas a su entretenimiento, puesto que aprender no es divertirse, sino que está acompañado de dolor”.

El filósofo dice esto cuando habla de la enseñanza de la música a los niños, justificando su estudio no por su utilidad –excepto en el caso de los músicos profesionales– sino por su contribución al desarrollo del carácter y para permitirles disfrutar del tiempo libre de mejor manera.

Sin duda, lo que Aristóteles plantea es que todo aprendizaje requiere un esfuerzo, sobre todo en los primeros estadios de la disciplina o de la carrera, no que el proceso de aprendizaje sea esencialmente doloroso.

La curva de aprendizaje ilustra muy bien esto. Cuando empezamos a estudiar, por ejemplo, un nuevo idioma, necesitamos dedicar una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en el proceso, pero, a medida que pasa el tiempo y adquirimos más conocimientos y habilidades, la cantidad de esfuerzo necesaria disminuye hasta que comienza el siguiente estadio y, de nuevo, el proceso se vuelve de nuevo arduo y tenemos que dedicarle más tiempo.

Todos hemos experimentado dificultades a la hora de empezar un nuevo curso, hasta que llega un momento en que conseguimos sentirnos cómodos con los conceptos que se usan. En ese momento nos sobreviene una satisfacción intelectual, un sentido sano de felicidad con el conocimiento adquirido.

Lo insustituible

Uno de los pensadores más influyentes en el mundo de la educación fue el americano John Dewey, al que se considera tanto pedagogo como filósofo. La obra de Dewey nos puede ayudar a entender por qué ingenios como el Educatrón no sustituyen el proceso de aprendizaje que se da en la escuela o en las universidades.

Para Dewey el objetivo de la educación no consiste única ni fundamentalmente en trasladar conocimiento y menos en adoctrinar a los alumnos. Su fin fundamental es la integración de los individuos en la sociedad: “La escuela, como institución, debe facilitar la vida social; debería simplificarla, por así decirlo, a una forma elemental, posible de aprender”.

Para conseguir este propósito, el entorno educativo debe ser una réplica de lo que los estudiantes encontrarán tras acabar sus estudios. Dewey explica que la educación es un proceso social y que como tal necesita de la interacción con otros individuos, de las relaciones interpersonales.

Con una metodología interactiva, y un docente bien preparado para orquestar el proceso de aprendizaje, se puede aprender tanto del profesor como de los demás estudiantes. Por eso la educación en solitario (bien sea la adquisición de conocimientos o el desarrollo de habilidades, como se podría hacer en un simulador), no sería suficiente para replicar la genuina vida social, algo que sí se produce en el espacio educativo.

De esta función de la educación y el aprendizaje se infiere también del profesor que “no está en la escuela para imponer ciertas ideas o formar ciertos hábitos en el niño, sino que está allí como miembro de la comunidad para identificar qué afectará a los estudiantes en el futuro y para ayudarles a reaccionar adecuadamente”.

Finalmente, también las metodologías y los sistemas de evaluación deberían tener ese fin: “Los exámenes solo son útiles en la medida en que evalúan la aptitud del niño para la vida social”.

Formas de aprendizaje

Si vivimos en una época en la que priman las soluciones rápidas y efectivas, con píldoras de conocimiento, resúmenes y esquemas para atajar la comprensión de nuevos conceptos e ideas, ¿por qué rechazar el Educatrón?

En primer lugar, porque hay muchas formas de aprender. Frente a una fórmula educativa tradicional, uniforme y estándar, las nuevas tecnologías y metodologías facilitan la personalización del aprendizaje.

El reto futuro de las instituciones educativas está en la personalización del aprendizaje. En cómo adaptar la enseñanza a cada una de las formas de inteligencia de los alumnos para extraer el mayor potencial y desarrollar a cada persona de acuerdo con sus talentos.

El Educatrón simplificaría este proceso, a no ser que pudiera adaptarse también a la singularidad de cada usuario, algo virtualmente imposible de preprogramar.

En segundo lugar, porque una de las características del conocimiento genuino es el acceso a las fuentes originales del saber. El sentido de leer directamente las obras de Shakespeare, y no las adaptaciones de Charles y Mary Lamb, es experimentar de primera mano las emociones que suscita su lenguaje o reparar por cuenta propia en pasajes o palabras que estimulan pensamientos nuevos e insólitos, experiencias que son difíciles de predecir.

Posiblemente haya observado que los libros en formato Kindle tienen pasajes subrayados: son los más populares entre los lectores. Pero usted quizás marcará otros distintos y, en todo caso, imagino que no se conformaría con leer solo los pasajes señalados por otros. Desde luego, el autor del libro no tendría la intención de que su obra se encapsulara en unas cuantas citas.

De forma parecida, creo que Blinkist, una plataforma de pago de resúmenes de libros de no ficción, ofrece un servicio interesante, parecido al que procuran las recensiones de libros en diversos medios de comunicación. Pero ojear resúmenes no puede compararse con la experiencia y el aprendizaje de leer la obra original (o bien traducida).

Preparación para la vida

Finalmente, ¿por qué una carrera universitaria dura tres o más años? Mi respuesta es que el aprendizaje tiene mucho de proyección social pues implica compartir, discutir, acordar o disentir, además de socializar y establecer vínculos y relaciones que, en muchos casos, durarán toda la vida.

Además, el conocimiento, como el buen vino, tiene que asentarse, madura con el tiempo y se hace más moderado, consistente y completo.

Una analogía que empleo con frecuencia para explicar la naturaleza continuada, incesante e iterativa del aprendizaje es la historia del Ulises de Homero. Lo que da sentido al periplo del héroe griego no es llegar a Ítaca, su patria, sino todas las experiencias que ha aprendido durante su viaje.

Las vivencias, las lecciones, e incluso los desengaños que se viven durante el estudio son lo que proporciona significado al desarrollo de la personalidad y a nuestra vida.

Ya lo decía Dewey:

“La educación es en sí una experiencia vital y no solamente una preparación para la vida futura”.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Santiago Iñiguez de Onzoño no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.