¿Por qué los insectos nos infunden tanto miedo?
El mismo hombre cuyo dedo índice puede desencadenar un holocausto nuclear, quizás huya del vuelo de una cucaracha. ¿Cómo un mamífero 100.000 veces más pesado que un insecto puede temer a tan insignificante criatura? A pesar de la milenaria convivencia, aún la ciencia no ha hallado una explicación definitiva a nuestra repulsión.
El temor al veneno de ciertas arañas podría ser la causa de la aracnofobia (AFP)
Temer a la araña… y no al tigre
Según los partidarios de la teoría evolutiva, el miedo a las arañas, por ejemplo, surgió como una reacción a la amenaza que estas representaban. Los arácnidos venenosos podían matar a uno de nuestros ancestros o causarle graves malestares físicos. En consecuencia, la especie humana aprendió a evitar el contacto con estos animales para garantizar la supervivencia. Esta información quedó luego archivada en el código genético.
En rigor deberíamos hablar de artrópodos y no de insectos, para incluir a estos junto a las parientas de Spiderman así como a miriápodos (ciempiés y similares), y crustáceos.
Experimentos con niños menores de seis años han tratado de demostrar que determinadas aversiones nos acompañan desde el nacimiento. Los pequeños relacionan las imágenes de ciertas criaturas con situaciones de peligro, aunque jamás se hayan cruzado con una de ellas. Sin embargo, no hay consenso sobre el resultado de estas investigaciones.
Por otra parte, los críticos de la hipótesis evolutiva cuestionan por qué tememos a un diminuto bicho y no a depredadores de más fuerza como los grandes felinos. Nadie se espanta al ver una foto de cachorros de león, pero la fobia a las cucarachas paraliza a no pocos adultos.
Curiosamente, arañas, abejas, hormigas y cucarachas engendran temor sin que estos artrópodos amenacen seriamente nuestra integridad física. Otros insectos causantes de la muerte de millones de personas, como el mosquito Aedes aegyti, no aparecen en el índice de fobias.
Una pareja de cucarachas puede iniciar una población de dos o tres millones de ejemplares en apenas unos años (AFP)
Miedos hereditarios
Cuando un niño se acerca curioso a un insecto y reaccionamos con espanto, inculcamos una aprensión que probablemente perdurará hasta transformarse en una fobia adulta.
Expertos en psicología creen que nacemos con solo dos miedos: a los sonidos fuertes y a caer. Ambos están relacionados con el instinto de supervivencia, la reacción natural ante estímulos que el cerebro infantil relaciona con el peligro.
En los primeros seis años de vida absorbemos un manantial de información, la mayor parte almacenada en el subconsciente. En ese período el cerebro guarda comportamientos aprendidos que guiarán, durante el resto de la infancia y la adultez, las reacciones frente a la súbita aparición de una araña o el vuelo de una cucaracha. Si aceptamos este punto de vista, la entomofobia sería transmitida entre generaciones.
Pero considerar los temores incontrolables como parte del aprendizaje no basta para explicar por qué nos asustan criaturas incapaces de resistir un contundente zapatazo.
Indeseados encuentros
La urbanización justifica parcialmente el recelo de los citadinos. El inusual encuentro con ciertos artrópodos rompe con la exigente higiene de las ciudades modernas. Los combatimos como invasores que quieren asentarse en cocinas, salas de baño, habitaciones, armarios… cotos de una intimidad violada.
Además, desconfiamos de las extrañas formas de los intrusos (remedadas en producciones de ciencia ficción para recrear seres alienígenas) y sus colores oscuros. Nos desconcierta el movimiento rápido e impredecible de algunas especies de insectos. Las cucarachas, por ejemplo, se desplazan a una velocidad equivalente a 330 kilómetros por hora para un ser humano.
Finalmente, sentimos asco por animales que pueden contaminar nuestra comida. En ese grupo medran cucarachas, hormigas, ratas, gusanos y otras bestezuelas repugnantes.
La comunidad científica no ha alcanzado un consenso sobre este tema. No obstante, una predicción sí ha ganado la aprobación de los especialistas. Cuando los humanos hayamos desaparecido del planeta –por torpeza, accidente o evolución, poco importa— especies de insectos como las cucarachas seguirán merodeando. Como las verdaderas dueñas del planeta.