No hay política sin moral: el 'Macbeth' de Joel Coen
Recientemente se ha estrenado la última película del mayor de los hermanos Coen, Joel. Los Coen constituyen una de las parejas cinematográficas más celebradas dentro de la vigente posmodernidad cinematográfica, creadores de un universo fílmico muy particular basado en un punto de vista y un estilo muy personales, que prácticamente han dado lugar a una auténtica “marca de fábrica”, venerada e imitada por numerosos incondicionales.
La tragedia de Macbeth, la obra más reciente, representa un paréntesis en la trayectoria del tándem de Mineápolis, no solo por el mero hecho de no haber firmado juntos la película, sino, sobre todo, porque el filme se distancia de las constantes características de su dilatada carrera.
Uno de los aspectos que más llama la atención es el modo tan sugestivo en que Coen articula una auténtica semiótica del poder a través de un lenguaje muy particular que intentaré apuntar seguidamente.
El poder en abstracto
Ya de entrada, la pieza teatral constituye un material extraordinario para efectuar tal ejercicio, puesto que es un auténtico tratado moral sobre el poder y sus entresijos, sobre sus causas y sus implicaciones, y sobre la pléyade de circunstancias que están implicadas, tanto para la persona en particular, como para la sociedad en que se da, en tanto que fenómeno consustancial a ésta. Este aspecto ha sido interpretado por el cineasta en su película con enorme potencia conceptual y gran personalidad estética.
Joel Coen es un cineasta muy inteligente y extraordinariamente hábil, que, como muchos buenos cineastas, forja su mirada, entre otros elementos, sobre su condición cinéfila.
Tal componente cinéfilo no está ausente en La tragedia de Macbeth, con la virtud añadida de que no se limita al plano puramente discursivo, solo estilístico o esteticista, sino que, además, pasa a engrosar directamente el auténtico esqueleto temático y argumental del filme.
Me estoy refiriendo a la atinada recuperación que realiza el cineasta de la tradición cinematográfica expresionista alemana de su etapa de entreguerras en el siglo pasado, donde, por lo demás, la República de Weimar vivía tiempos políticamente tan convulsos como los que contextualizan la trama argumental de la pieza de Shakespeare.
Son inequívocas las relaciones de semejanza que pueden establecerse entre los tormentosos y esteticistas mundos del cine expresionista alemán y la trágica cosmovisión de la obra shakespeariana. La visión psicologista del poder, compartida por el expresionismo y el barroquismo shakespeariano, constituye el punto de partida del La tragedia de Macbeth de Coen en su representación del poder en un universo depurado, tan estilizado que roza prácticamente la abstracción.
De esta manera, la película queda, podríamos decir, en suspensión, girando y flotando sobre sí misma, ajena por completo a cualquier referente realista. El fenómeno del poder, como tema central de la obra, queda representado así abstractamente.
Es cierto que podemos encontrar algunos antecedentes cinematográficos de esta mirada abstracta sobre Macbeth en la severa adaptación realizada por Orson Welles en 1948, en la austera versión del húngaro Béla Tarr (1982) y en la exuberante, y siempre sorprendente, lectura de Akira Kurosawa en su obra maestra Trono de sangre (1957). Con todas ellas guarda ciertas concomitancias la película de Coen. Sin embargo, esta última ostenta una cualidad que la hace singularmente atractiva, y que, por ende, viene a reforzar uno de los grandes temas sobre los que gira el clásico de Shakespeare: la representación del poder al socaire de su ineludible trasfondo moral. Precisamente, el filme logra conceptualizar el poder en un plano abstracto porque lo contempla siempre al socaire de su intrínseca moralidad. He aquí una de las lecciones más poderosas del filme: que el poder político es un hecho preñado de moralidad.
Así, en la película se despliega toda una semiótica del poder: la ambición, la conciencia del sujeto manifestada en sus decisiones y acciones morales, y la desesperación y el desgarro como consecuencia de lo inmoral, quedan mostrados ejemplarmente (esto es, moralmente), con toda su fuerza, en un mundo terrorífico, poblado de claroscuros, sombras, neblinas y siluetas inquietantes.
El poder dramatizado: la cinematográfica teatralidad de la película
No quedaría completa la apuesta político-moral de Coen solo con la representación encarnada del poder en una dimensión abstracta, sino que se sirve también de un elemento fundamental: su dramatización. Este aspecto desempeña un rol central en la película, porque apela directamente a su puesta en escena y a la dirección e interpretación de los actores, donde la artificiosa teatralidad del filme cuenta con una de sus bazas principales.
Cuando se habla de las relaciones entre el teatro y el cine, se ha convertido en un tópico afirmar su carácter dialéctico, de confrontación entre sí, señaladamente cuando se contemplan desde el lado del cine. Es verdad que, históricamente, el cinematógrafo comenzó siendo muy teatral, de acuerdo con los patrones de naturalismo decimonónico. En buena medida, esto se ha venido viendo como un lastre estético para el llamado Séptimo Arte, al pensarse que lo subordina y lo hace deudor, en última instancia, del teatro.
Ha sido una idea muy extendida, pues, pensar que el sello de autoría cinematográfica (y, por lo tanto, su auténtica impronta como un medio artístico peculiar y autónomo) se encuentra en superar esa presunta dependencia con el teatro. No obstante, el Macbeth de Coen quebranta tal prejuicio planteando una original paradoja al integrar ambos medios bajo un sello eminentemente cinematográfico, de tal modo que la película, en este sentido, es un caso señero de cinematográfica teatralidad.
En verdad, la antedicha potencia visual del filme se conjuga armónica y eficazmente con la literalidad teatral de los diálogos, la histriónica caracterización física de los personajes y las exageradas interpretaciones de los actores, enfatizadas, sobre todo, en los abundantes y claustrofóbicos primeros planos de sus rostros y en sus impostados movimientos en escena.
Coen logra así un resultado muy personal, que no renuncia a la riqueza literaria y conceptual de la obra, ni a sus posibilidades de dramatización cinematográfica, representando su fenomenología psicológica del poder con una inmediatez y una crudeza singularmente epatantes.
Macbeth y la política líquida
El Macbeth de Coen es, en fin, una mirada moral sobre el poder; un hecho, sin duda, a contracorriente en nuestros días, sepultados totalmente en la liquidez mediática y en el relativismo moral de la política posmoderna. La adaptación de Coen es una decidida celebración del núcleo esencialmente moral de la obra, aun cuando tanto los tiempos actuales como los vigentes patrones de la industria cinematográfica norteamericana no sean los mejores para llevar a cabo un trabajo fílmico como éste.
No es cuestión de entrar aquí, además, en el retrato de Lady Macbeth encarnado por Frances McDormand, absolutamente opuesto al feminismo hoy imperante en el discurso público, en la nítida exposición de la dialéctica entre Bien y Mal como eje moral sobre el que gira todo el argumento de la obra, o en el detallismo con el que la película se afana en mostrar la extraordinaria gama de vicios y vilezas que perpetran sus protagonistas.
Es por esto por lo que la recreación coeniana del clásico de Shakespeare tiene algo de audaz y subversivo, en un contexto como el actual, regido incontestablemente por el discurso líquido de lo políticamente correcto, donde lo moral prácticamente ha desertado.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Juan Antonio Gómez García no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.